lunes, 15 de octubre de 2012

Entre sueños, de Aldo Cánepa



Aldo Cánepa y sus amigos se reúnen en el café Tribunales de la plaza Cagancha,
a la que muchos prefieren llamar Plaza Libertad porque en ella se encuentra
la “Columna de la Paz”, también conocida como “Estatua de la Libertad”,
 del italiano Giuseppe Livi:
tiene una altura total de 17 metros y un peso de 9 toneladas.

Supe de Aldo Cánepa (El Sauce, Canelones, 1922) por un correo de Jaime Monestier en el que anunciaba el nonagésimo cumpleaños de don Aldo, al tiempo que distribuía un breve fragmento salido de su pluma. Comencé a leerlo con el ánimo favorablemente predispuesto, pues los correos de Monestier suelen contener textos de calidad o cuestiones interesantes, en vez de las pavadas que ―cada vez con mayores frecuencia y cantidad― invaden la Red. Esto es lo que decía Jaime:

La figura femenina, que hace alegoría a la Paz, tiene un gladio romano en una
mano y una bandera en la otra.
En la década de 1880/90 se cambió la espada por una cadena rota,
como símbolo de la Libertad,
aunque más tarde se le restituyó a la estatua su espada original.

Mi amigo Aldo Cánepa acaba de cumplir sus noventa años. Escritor poco conocido -sería una paradoja que fuese conocido por su modestia casi claustral- es egresado del IPA y ejerció la docencia durante varios años. Su trabajo sobre Felisberto H. integra la bibliografía del autor y escribió profusamente para los estudiantes apuntes que yo, a veces, consulto por su claridad y erudición. Sus consejos y sus observaciones son –generalmente- infalibles. Lector infatigable desde la juventud y con memoria privilegiada, ha publicado dos libros excelentes, Cuentos a granel y Orden alfabético, y tiene cinco novelas inéditas, de las que he leído dos muy buenas. Algún día lo “descubrirá” una editorial. Un personaje que es su alter ego, Tito Lívido, cuyos escritos me confía y conservo celosamente, me entregó ayer esta página que quiero compartir.

Comencé a leer esa página, decía, y solo unas líneas después ya me encontraba bajo el hechizo de una escritura concisa pero poderosa (¿por qué puse ese “pero” ahí?); de una forma de escribir precisa y penetrante, muy cercana a mi ideal, a lo que yo persigo ―a veces pienso que infructuosamente― desde que hace seis o siete años comencé a escribir con asiduidad. Me sucede que incluso leyendo a escritores muy reputados, aunque lo que cuenten sea atractivo, me cuesta frecuentemente identificarme con la forma en que construyen sus frases y las puntúan: al fragmento que leía no le encontré una sola mácula.
En los alrededores de la plaza se encuentran
el Teatro del Centro, el Teatro Circular,
el diario El País, el Ateneo de Montevideo y el
Museo Pedagógico,
además de ser el kilómetro 0 para todo el país.
Está bien que el texto de don Aldo me llegara ahora y no entonces, pienso ahora, porque en realidad yo empecé a escribir tras una serie de repetidas decepciones. Me explico: yo tenía por aquel entonces una librería, y con ello acceso gratuito a cuantos textos se me antojasen. Pero, claro, con el tiempo me había convertido en un lector cada vez más crítico y exigente, hasta el punto de que eran muy raros los libros en los que me adentraba más allá de la décima o vigésima página, y menos aún los que conseguía terminar.
Por eso comencé a escribir, para leer el libro que realmente me habría gustado leer. Todavía estoy en ello. Es muy posible que si en aquel período me hubieran llegado los textos de Aldo Cánepa, mi anhelo no habría brotado o se habría pospuesto. Así que, decía, está bien que haya sido ahora cuando leí a don Aldo. Luego seguimos hablando de él, ahora les propongo disfrutarlo:


Entre sueños

Me acomodo y vuelvo a acomodarme en la cama, con despertares y sueños breves, insignificantes. Está remolineando en mi cabeza lo que podría llegar a ser una buena página escrita; pero si la hiciera ya no podría volver a dormir.

Siento ahora unas puntadas en la zona del pulmón derecho: esto es nuevo. Tras mi caída brutal (en… a ver… ocho o nueve meses…) hubo una radiografía de tórax, tras la segunda una tomografía de cráneo, tras la tercera nada más que una pomada. Hay una sensación de calor en mi estómago. Tomo un sorbo de agua y me levanto para orinar, percibiendo cómo crujen mis rodillas. Es la tercera vez: el mate después de las seis de la tarde, es implacable. La casa está silenciosa, incluso la heladera ha callado su motor. Pero el silencio está poblado de agitación, de vida secreta. Todo palpita en el Universo.

Vuelvo al lecho. La puntada cesó: la inquietud se aleja. Hace pocos días vi en la televisión española una reciente entrevista a Santiago Carrillo, que acaba de morir con noventa y siete años cumplidos: seguía fumando. Buen ejemplo para valorar la estupidez del antitabaquismo. Como le oí decir a alguien en la radio: el alcohol mata, la sal mata, el azúcar mata, la vida mata. Serenas advertencias están bien, pero dejemos vivir en su mundo a cada cual.

¿Cuántos años llevo como jubilado? Unos pocos más y serán tantos como los que trabajé. Que vengan, no tengo apuro por transformarme en cenizas. ¡Cuántos libros, cuántos diarios quiero leer todavía, lupa en mano o forzando la vista, cuánta música quiero volver a escuchar! Seguiré teniendo un acompañamiento de molestias y dolores y preocupaciones, precio a pagar por mis pequeños placeres y mi afán de saber. (¿Por qué todo es como es? ¿Qué es, en definitiva, el Universo? ¿Cuánto llegaremos a saber?).

El sueño se ha ido al diablo. Enciendo la portátil: son las cuatro y media. En esta madrugada de esta primavera que resultó invernal me pongo la camisa, los dos buzos, acomodo almohadones para recostarme, tomo una hoja de papel y un libro para apoyarla, y empuño la birome para escribir lo que podría llamar Un protón examina el Universo.



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El nombre Cagancha recuerda la batalla acaecida a orillas
del arroyo Cagancha en 1839,
entre las fuerzas del general Fructuoso Rivera
y los partidarios de Rosas.
Según algunas versiones, el nombre de Cagancha
proviene de que en la zona había un
pulpero apodado Cara Ancha,
y con el paso del tiempo el apodo se deformó.
Siempre fui un convencido de que escribir un relato es lo más parecido a seducir (quiero decir: a intentar seducir) a la persona querida o simplemente deseada. Otro día me detendré a hablar de esto. La precisa, casi quirúrgica utilización del lenguaje con la que se desenvuelve Cánepa es lo que me provocó un “amor a primera vista” por don Aldo, como en la adolescencia lo sentí por Borges, Hemingway o Cortázar, y más adelante por tantos y tantos otros: ellos fueron los culpables de que a estas alturas me contenten cada vez menos textos, por mucha que sea la fama de quien los firma.
Soy un profano en el tema, pero intuyo que la forma de escribir y puntuar, de construir una frase de una determinada forma y no de otra tiene mucho que ver con la estructura mental de quien escribe, si no con la concepción que de la vida y de uno mismo se tiene.
Lo demás, desde mi punto de vista, es secundario: hay textos sin apenas adjetivos que parecen recargados y otros que los utilizan con profusión que parecen ligeros como pluma de ganso.
El caso, volviendo al principio, es que me puse en contacto con Jaime Monestier y, a través de él, con don Aldo, y tuve la suerte de que me recibieran en su Peña, la del café Tribunales de Montevideo. Tuve también la fortuna de compartir una tertulia que se me hizo bien breve con ellos dos y con Rafael Romano, Nelson Mezquida e Isabel Spinelli, que nos habló de Niezstche y de las Mil y una noches y me dejó con ganas de escucharla más. A todos ellos les envío mis más cordiales saludos, al menos a través de Jaime, porque salvo Nelson no utilizan internet.
Y me uno vehementemente al pedido de Monestier para que una editorial “descubra” cuanto antes a Aldo Cánepa: escritores como él hacen que surjan buenos lectores; aunque si se hacen tan exigentes como yo… ¿qué será de los demás?


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