Supe de Aldo Cánepa (El Sauce, Canelones, 1922) por un correo de Jaime Monestier en el
que anunciaba el nonagésimo cumpleaños de don Aldo, al tiempo que distribuía un
breve fragmento salido de su pluma. Comencé a leerlo con el ánimo
favorablemente predispuesto, pues los correos de Monestier suelen contener
textos de calidad o cuestiones interesantes, en vez de las pavadas que ―cada
vez con mayores frecuencia y cantidad― invaden la Red. Esto es lo que decía Jaime:
Mi amigo
Aldo Cánepa acaba de cumplir sus noventa años. Escritor poco conocido -sería
una paradoja que fuese conocido por su modestia casi claustral- es egresado del
IPA y ejerció la docencia durante varios años. Su trabajo sobre Felisberto H.
integra la bibliografía del autor y escribió profusamente para los estudiantes
apuntes que yo, a veces, consulto por su claridad y erudición. Sus consejos y
sus observaciones son –generalmente- infalibles. Lector infatigable desde la
juventud y con memoria privilegiada, ha publicado dos libros excelentes, Cuentos a granel y Orden alfabético, y tiene cinco novelas inéditas, de las que he leído dos muy buenas.
Algún día lo “descubrirá” una editorial. Un personaje que es su alter ego, Tito
Lívido, cuyos escritos me confía y conservo celosamente, me entregó ayer esta
página que quiero compartir.
Comencé a leer esa página, decía, y solo unas
líneas después ya me encontraba bajo el hechizo de una escritura concisa pero
poderosa (¿por qué puse ese “pero” ahí?); de una forma de escribir precisa y
penetrante, muy cercana a mi ideal, a lo que yo persigo ―a veces pienso que
infructuosamente― desde que hace seis o siete años comencé a escribir con
asiduidad. Me sucede que incluso leyendo a escritores muy reputados, aunque lo
que cuenten sea atractivo, me cuesta frecuentemente identificarme con la forma
en que construyen sus frases y las puntúan: al fragmento que leía no le encontré una sola mácula.
Está bien que el texto de don Aldo me llegara
ahora y no entonces, pienso ahora, porque en realidad yo empecé a escribir tras
una serie de repetidas decepciones. Me explico: yo tenía por aquel entonces una
librería, y con ello acceso gratuito a cuantos textos se me antojasen. Pero,
claro, con el tiempo me había convertido en un lector cada vez más crítico y
exigente, hasta el punto de que eran muy raros los libros en los que me
adentraba más allá de la décima o vigésima página, y menos aún los que conseguía
terminar.
Por eso comencé a escribir, para leer el libro
que realmente me habría gustado leer. Todavía estoy en ello. Es muy posible que
si en aquel período me hubieran llegado los textos de Aldo Cánepa, mi anhelo no
habría brotado o se habría pospuesto. Así que, decía, está bien que haya sido
ahora cuando leí a don Aldo. Luego seguimos hablando de él, ahora les propongo
disfrutarlo:
Entre sueños
Me acomodo y vuelvo a acomodarme en la cama, con despertares y sueños breves, insignificantes. Está remolineando en mi cabeza lo que podría llegar a ser una buena página escrita; pero si la hiciera ya no podría volver a dormir.
Siento ahora unas puntadas en la zona del pulmón derecho: esto es nuevo. Tras mi caída brutal (en… a ver… ocho o nueve meses…) hubo una radiografía de tórax, tras la segunda una tomografía de cráneo, tras la tercera nada más que una pomada. Hay una sensación de calor en mi estómago. Tomo un sorbo de agua y me levanto para orinar, percibiendo cómo crujen mis rodillas. Es la tercera vez: el mate después de las seis de la tarde, es implacable. La casa está silenciosa, incluso la heladera ha callado su motor. Pero el silencio está poblado de agitación, de vida secreta. Todo palpita en el Universo.
Vuelvo al lecho. La puntada cesó: la inquietud se aleja. Hace pocos días vi en la televisión española una reciente entrevista a Santiago Carrillo, que acaba de morir con noventa y siete años cumplidos: seguía fumando. Buen ejemplo para valorar la estupidez del antitabaquismo. Como le oí decir a alguien en la radio: el alcohol mata, la sal mata, el azúcar mata, la vida mata. Serenas advertencias están bien, pero dejemos vivir en su mundo a cada cual.
¿Cuántos años llevo como jubilado? Unos pocos más y serán tantos como los que trabajé. Que vengan, no tengo apuro por transformarme en cenizas. ¡Cuántos libros, cuántos diarios quiero leer todavía, lupa en mano o forzando la vista, cuánta música quiero volver a escuchar! Seguiré teniendo un acompañamiento de molestias y dolores y preocupaciones, precio a pagar por mis pequeños placeres y mi afán de saber. (¿Por qué todo es como es? ¿Qué es, en definitiva, el Universo? ¿Cuánto llegaremos a saber?).
El sueño se ha ido al diablo. Enciendo
la portátil: son las cuatro y media. En esta madrugada de esta primavera que
resultó invernal me pongo la camisa, los dos buzos, acomodo almohadones para
recostarme, tomo una hoja de papel y un libro para apoyarla, y empuño la birome
para escribir lo que podría llamar Un
protón examina el Universo.
Siempre fui un convencido de que escribir un
relato es lo más parecido a seducir (quiero decir: a intentar seducir) a la
persona querida o simplemente deseada. Otro día me detendré a hablar de esto. La precisa, casi quirúrgica utilización del lenguaje con la que se desenvuelve Cánepa es lo que me provocó un
“amor a primera vista” por don Aldo, como en la adolescencia lo sentí por
Borges, Hemingway o Cortázar, y más adelante por tantos y tantos otros: ellos
fueron los culpables de que a estas alturas me contenten cada vez menos textos,
por mucha que sea la fama de quien los firma.
Soy un profano en el tema, pero intuyo que la
forma de escribir y puntuar, de construir una frase de una determinada forma y
no de otra tiene mucho que ver con la estructura mental de quien escribe, si no con
la concepción que de la vida y de uno mismo se tiene.
Lo demás, desde mi punto de vista, es secundario:
hay textos sin apenas adjetivos que parecen recargados y otros que los utilizan
con profusión que parecen ligeros como pluma de ganso.
El caso, volviendo al principio, es que me puse
en contacto con Jaime Monestier y, a través de él, con don Aldo, y tuve la
suerte de que me recibieran en su Peña, la del café Tribunales de Montevideo.
Tuve también la fortuna de compartir una tertulia que se me hizo bien breve con
ellos dos y con Rafael Romano, Nelson Mezquida e Isabel Spinelli, que nos habló
de Niezstche y de las Mil y una noches
y me dejó con ganas de escucharla más. A todos ellos les envío mis más
cordiales saludos, al menos a través de Jaime, porque salvo Nelson no
utilizan internet.
Y me uno vehementemente al pedido de Monestier
para que una editorial “descubra” cuanto antes a Aldo Cánepa: escritores como él hacen que
surjan buenos lectores; aunque si se hacen tan exigentes como yo… ¿qué será de
los demás?
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