Jugadores de cartas. El lienzo se atribuye a Caravaggio |
Solo
una vez en mi vida estuve en una timba de cartas. Era de madrugada y recuerdo
que la luna llena sobre la playa iluminaba el mar tras el que aguardaba África.
Hacía ese calor húmedo de las noches de verano con anticiclón persistente, y
sobre la arena ya no quedaba nadie. Sí había muchos mosquitos, por
las cercanas marismas.
Yo
iba de acompañante porque ni tenía dinero ni sabía jugar al póker. Fui por simple curiosidad.
A Roberto, mi anfitrión, lo había conocido en un curso de fotografía en el que
habíamos coincidido unos meses antes. Siempre sonreía. Él mismo decía de sí
mismo que era más maricón que un palomo cojo, pero nunca se me insinuó. Sería
que no era su tipo o que intuía que pincharía en hueso.
Era
bailarín y su coordinación y flexibilidad me parecían pasmosos. Además del baile
clásico, era todo un experto en una especie de artes marciales de las que olvidé el nombre,
pero de las que recuerdo que utilizaban en sus prácticas cadenas, varas, espadas de madera y unas piezas metálicas con forma estrellada que se lanzaban
como armas intimidatorias y, según Roberto, defensivas.
Después
de aquella vez solo lo volví a ver, muchos años después, en Madrid y por
casualidad: había dejado el baile clásico y se había pasado al flamenco.
Su escueto cuadro ―dos bailaoras, dos guitarristas y él mismo: «La cosa no da para más», me dijo―, actuaba en un bar de Lavapiés al que entré otra madrugada, esa vez medio hambriento. Lo encontré demacrado y encorvado, y un poco fofo aunque bailando no se le notara; comido por la cocaína, quizá también por la heroína, no pregunté. Pero me reconoció, nos abrazamos, compartimos un par de copas, le gastó unas bromas a Silvia, la austriaca con la que yo compartía la noche, nos contó quince o veinte chistes ―algunos muy buenos―, intercambiamos los números de teléfono y nos despedimos tras otra infinidad de abrazos y chanzas. Nunca nos llamamos.
Su escueto cuadro ―dos bailaoras, dos guitarristas y él mismo: «La cosa no da para más», me dijo―, actuaba en un bar de Lavapiés al que entré otra madrugada, esa vez medio hambriento. Lo encontré demacrado y encorvado, y un poco fofo aunque bailando no se le notara; comido por la cocaína, quizá también por la heroína, no pregunté. Pero me reconoció, nos abrazamos, compartimos un par de copas, le gastó unas bromas a Silvia, la austriaca con la que yo compartía la noche, nos contó quince o veinte chistes ―algunos muy buenos―, intercambiamos los números de teléfono y nos despedimos tras otra infinidad de abrazos y chanzas. Nunca nos llamamos.
El
caso es que con Roberto no te aburrías, y con sus amigas y amigos tampoco.
Habíamos estado casi todo el día en la calle, de una casa a la otra y de bar en
bar. Me presentaba a la gente más variopinta, y a casi todos les citaba
para una fiesta que se celebraría al día siguiente. Al anochecer volvimos a su
casa, nos duchamos ―habíamos comido tanto que no hacía falta cenar― y luego,
antes de salir, me dijo que él iría a una partidita de póker, y que yo le podía
acompañar, quedarme en su casa o irme adonde quisiera.
Dije
que prefería acompañarle, así que nos fuimos andando despacio hacia el puerto y
la ciudad vieja. Llegamos enseguida porque Roberto vivía en un barrio del
extrarradio pero cercano al centro. Antes de entrar me dijo que hacía mucho
tiempo que no se llegaba por el garito al que íbamos ―«porque los dueños son
unos fulleros»―, que hasta el comienzo de la madrugada era un chiringuito
playero y luego se transformaba en timba.
Entramos y saludó con un gesto al que nadie respondió. Entregó a una mujer embarazada que se sentaba junto a la puerta tres mil quinientas pesetas, y luego enseñó billete por billete las treinta mil que se proponía arriesgar. Yo trabajaba en aquel tiempo como administrativo en una multinacional y ganaba menos de diez mil, así que el dinero que se jugaba en aquella partida me pareció una barbaridad.
Roberto se sentó a la mesa, con los demás jugadores: dos gitanos de gesto concentrado y tan simpáticos como el palo de una escoba, que mordían sendos palillos; entre ellos, una mujer de unos treinta años ―más tarde supe que tenía casi cuarenta y que era ludópata desde los quince, pero esa es otra historia que no toca contar hoy―, que salvo por las joyas que lucía parecía haber salido de trabajar de una oficina unos minutos antes; un hombre trajeado y de pelo corto, brillante y engomado, que parecía el jefe de la oficinista y se sentaba frente a ella; y finalmente un jovencito con pinta de riquiño, poco mayor que yo, que trataba de hacerse el enterado pero al que se le notaba que estaba regalado e iba a ser presa fácil para aquellos tiburones; tenía puestos unos lentes de sol que, en aquel ambiente penumbroso le hacían parecer, aún más, fuera de contexto.
Roberto se sentó a la mesa, con los demás jugadores: dos gitanos de gesto concentrado y tan simpáticos como el palo de una escoba, que mordían sendos palillos; entre ellos, una mujer de unos treinta años ―más tarde supe que tenía casi cuarenta y que era ludópata desde los quince, pero esa es otra historia que no toca contar hoy―, que salvo por las joyas que lucía parecía haber salido de trabajar de una oficina unos minutos antes; un hombre trajeado y de pelo corto, brillante y engomado, que parecía el jefe de la oficinista y se sentaba frente a ella; y finalmente un jovencito con pinta de riquiño, poco mayor que yo, que trataba de hacerse el enterado pero al que se le notaba que estaba regalado e iba a ser presa fácil para aquellos tiburones; tenía puestos unos lentes de sol que, en aquel ambiente penumbroso le hacían parecer, aún más, fuera de contexto.
Todos
alrededor de la mesa fumaban, y el humo se acumulaba en el techo, una
construcción de madera rústica poco consistente. En cambio, la mesa en la que se jugaba
era de madera bien recia y pulida, quizá lo único noble de todo el recinto, y
contrastaba con las sillas de plástico, blancas y sucias, en las que los
jugadores se sentaban.
No solo la mesa era noble, el whisky que servían era también del bueno, aunque a mí me supo a matarratas porque era la primera vez que probaba ese licor.
No solo la mesa era noble, el whisky que servían era también del bueno, aunque a mí me supo a matarratas porque era la primera vez que probaba ese licor.
Me había sentado de espaldas al mar y a una pared acristalada, la más cercana a la
puerta por la que habíamos entrado, junto a un gitano de mil años que dormitaba
con la cabeza ladeada y un hilillo de saliva colgándole de la comisura de los
labios.
La mujer de edad indeterminada y barriga de siete u ocho meses que había cobrado a mi amigo la silla, me entregó con displicencia un vaso lleno de whisky sin hielo ―«se nos acaba de terminar, quillo», me dijo― y llevó otro, ese sí con hielo, a Roberto. Se sentó a mi lado, así que quedé entre el viejo que babeaba y ella. No dejó de mirarme de reojo durante todo el rato que estuvimos allí, quizá para cerciorarse de que no hacía ningún gesto hacia la mesa.
La mujer de edad indeterminada y barriga de siete u ocho meses que había cobrado a mi amigo la silla, me entregó con displicencia un vaso lleno de whisky sin hielo ―«se nos acaba de terminar, quillo», me dijo― y llevó otro, ese sí con hielo, a Roberto. Se sentó a mi lado, así que quedé entre el viejo que babeaba y ella. No dejó de mirarme de reojo durante todo el rato que estuvimos allí, quizá para cerciorarse de que no hacía ningún gesto hacia la mesa.
Lo
primero que me sorprendió fue el silencio. Sepulcral. Solo se oían las olas que
rompían en la playa y el tintinear de los hielos cuando alguien bebía. Al entrar nadie había dicho ni pío, y seguían igual. Algún suspiro, varios carraspeos,
alguna imprecación cuando las cartas se ponían boca arriba…. Nada más.
Los naipes bailaban de un lado al otro como a cámara lenta, y se percibía nítidamente el susurro que producían al deslizarse sobre la madera, ya que sobre ella no había el tradicional tapete de fieltro. Se repartían, se combinaban, se cambiaban, iban y venían, se daban vuelta, se escondían y se conformaban para el veredicto final, el que decidía si los billetes del centro de la mesa iban para uno u otro de los jugadores.
Los naipes bailaban de un lado al otro como a cámara lenta, y se percibía nítidamente el susurro que producían al deslizarse sobre la madera, ya que sobre ella no había el tradicional tapete de fieltro. Se repartían, se combinaban, se cambiaban, iban y venían, se daban vuelta, se escondían y se conformaban para el veredicto final, el que decidía si los billetes del centro de la mesa iban para uno u otro de los jugadores.
Lo
que quería contarles hoy tiene que ver con el desenlace de la partida. Tras las
primeras rondas, Roberto se mantenía, ni ganaba ni perdía. Antes de entrar me
había dicho que si no veía muy clara la apuesta, no envidaba mucho. Prefería
perder un poco cada vez a quedarse sin nada en los bolsillos por una apuesta
imprudente.
El jovencito duró poco en la partida: apostó todo su fondo y perdió: no lo vimos raro, llevaba dobles parejas de reinas y sietes, y un trío de reyes lo desplumó. La mujer y los dos gitanos también mantenían parejos sus saldos, aunque todos perdían. El único que ganaba era el hombre del traje, que se había llevado la ronda en la que se despidió el pipiolo.
El jovencito duró poco en la partida: apostó todo su fondo y perdió: no lo vimos raro, llevaba dobles parejas de reinas y sietes, y un trío de reyes lo desplumó. La mujer y los dos gitanos también mantenían parejos sus saldos, aunque todos perdían. El único que ganaba era el hombre del traje, que se había llevado la ronda en la que se despidió el pipiolo.
Roberto
era prudente en su juego, pero en un momento dado, envidó fuerte. Llevaba en la
partida casi una hora y había recibido muy buenas cartas: full de reyes y
reinas. Puso en la mesa su puesta y no quiso cartas nuevas cuando se las
ofrecieron. Luego fue aumentando hasta apostar todo lo que llevaba. No era
póker abierto: las apuestas se detenían y las cartas se alzaban cuando uno de
los jugadores ponía en la mesa todas sus reservas. Allí no se aceptaban pagarés
ni cheques, era todo cash. Por muy rico que fuera cada cual, la fortuna de cada
uno se reducía al dinero que llevaba encima, o más bien al que decidía mostrar
antes de empezar a jugar. Después de eso ya no valía sacar de los bolsillos una
cartera repleta de billetes, o mandar al acompañante a por más. Esas eran las
reglas.
Al
envite final habían llegado la mujer y uno de los gitanos, el más viejo. El
hombre del traje había tirado sus cartas tras el segundo envite, y el otro
gitano al siguiente. Roberto puso en el centro de la mesa todos sus billetes y
enseñó sus cartas, confiado. Trío de reyes y pareja de reinas. La mujer lanzó
un suspiro, y tras él sus cartas: también full, pero de sietes y cincos.
Quedaba el gitano, que se quedó mirando con cara de desprecio a Roberto y luego
emitió una risita tísica que más me pareció el silbido de una serpiente.
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Hizo
a continuación un movimiento extraño y no demasiado rápido con sus manos, en las que afloraron cuatro nueves y un comodín, y sonrió mostrando bajo su bigote
una dentadura dispareja y medio desdentada. Incluso yo me di cuenta de que
había hecho trampa. Roberto no se inmutó, al menos aparentemente. La mujer
apartó los codos de la mesa y se retrepó en su silla, intuyendo que algo no muy agradable iba a
pasar. El otro gitano dio un golpe en la mesa y por primera vez en la noche
rompió su mutismo: «Ya se vendió el pescao, está amaneciendo, vamo a levantar
el campamento», dijo.
El
hombre del traje, que sudaba copiosamente, recogió sus billetes, se los metió
en el bolsillo interior de su chaqueta, farfulló algo que no entendí, se
levantó de la silla y salió del local, apresurado. Fue cuando Roberto se puso
en pie con lentitud, saco del bolsillo trasero de su pantalón vaquero una de
aquellas estrellas metálicas con las que practicaba y la lanzó violentamente
contra la pared opuesta a la mía. La estrella se incrustó con una de sus puntas
en la madera, y el eco del golpe amortiguó durante unos segundos el que venía
de la playa.
―La
última vez me hiciste la misma trampa, Emilio ―dijo a continuación, mirando
fijamente al gitano viejo―, pero al menos lo hiciste tan bien que ni cuenta me
di. Hoy has estado lento, todo el mundo se ha dado cuenta de que te sacaste de
la manga los cuatro nueves.
―Yo
también sé hacer prestidigitación. ¿Lo ves?
Después,
avanzó la mano libre hasta el centro de la mesa y, con una parsimonia que hizo
el gesto interminable, reunió los billetes que allí reposaban. El gitano joven
hizo ademán con una de sus manos de detenerle, mientras con la otra mostraba una navaja. Como el póker de nueves de su compañero, había aparecido como por arte de magia.
Pero el mayor le contuvo:
Pero el mayor le contuvo:
―Déjalo
ir, ya noz lo encontraremos por ahí.
La
mujer con trazas de oficinista recogió los billetes que le quedaban, se levantó
y caminó a pasos cortos, como temiendo hacer ruido, hacia la puerta. Vi que
se dejaba en la mesa un paquete de Marlboro y un encendedor metálico, y me
acerqué a recogerlos.
Roberto
seguía mirando a los ojos al gitano viejo, y mantenía la estrella metálica
entre los dedos de su mano derecha, a media altura. Nos retiramos al tiempo, él
sin dar la espalda a los dos hombres que permanecían sentados. El gitano de mil
años seguía durmiendo con la cabeza ladeada, y la mujer embarazada se había
puesto en pie pero ni se movió ni dijo una palabra. Nos miraba como si nada de todo
aquello fuera con ella y viera llegar con alivio la hora de acostarse.
Ya
en la playa di un grito a la mujer que había participado en la partida.
Caminaba con prisa hacia el paseo marítimo, y cuando se volvió para mirarme le
enseñé el tabaco y el encendedor. Nos esperó, se los entregué y entonces comentó que tenía el coche aparcado muy cerca, y se ofreció a llevarnos adonde
quisiéramos.
Roberto continuaba serio pero se le veía muy tranquilo. Fue cuando nos dijo a la mujer y a mí ―aunque creo que hablaba sobre todo para él mismo― que lo que le jodía de aquellos tipos era que le hicieran unas trampas tan mal hechas, y añadió:
―Lo que más me cabrea es que, además de estafarte, te toman por idiota ―concluyó.
Nos fuimos a desayunar los tres, chocolate con churros, de los que tomamos ración doble, y luego nos fuimos a la casa de la mujer, donde dormimos hasta pasado el mediodía.
Roberto continuaba serio pero se le veía muy tranquilo. Fue cuando nos dijo a la mujer y a mí ―aunque creo que hablaba sobre todo para él mismo― que lo que le jodía de aquellos tipos era que le hicieran unas trampas tan mal hechas, y añadió:
―Lo que más me cabrea es que, además de estafarte, te toman por idiota ―concluyó.
Nos fuimos a desayunar los tres, chocolate con churros, de los que tomamos ración doble, y luego nos fuimos a la casa de la mujer, donde dormimos hasta pasado el mediodía.
Bueno,
esa era la anécdota que quería contar para decir, como Roberto en aquella
ocasión, que cuando te hacen trampa al menos deberían cuidarse las formas y
hacerlas de tal modo que no te hagan sentir, además de estafado, idiota. No es
que en ese caso se nos vaya a hacer más grato perder, pero es otra cosa.
Eso
lo deberían tener en cuenta quienes nos «gobiernan», ya que sus continuas zafiedades me hacen sentir, además de burlado y defraudado, imbécil. Y es que los líderes de
los gobiernos ―especialmente, pero también los políticos en general― llevados por su enfermiza demagogia son una fuente inagotable de
despropósitos e incoherencias cuando hablan (aunque, por desgracia
para nosotros, ese manantial que aflora de sus bocas es mucho menos dañino que el que expelen cuando actúan).
Ya
expresé mi opinión en una entrada reciente: ellos no son quienes mandan sino sus capataces; son testaferros de quienes en realidad manejan los hilos (estos últimos sin
necesidad de campañas electorales, juramentos ni debates públicos).
Me
escribía hace poco un amigo desde España: “…lo malo de la crisis no es que
seamos cada día más pobres, o que cada vez más gente se vea sin recursos para
lo más básico. De eso, tarde o temprano, se sale, aunque sea mediante un
suicidio”. Él miraba el largo plazo: “Parece que los poderosos han aplicado la
receta de mi abuela cuando sus nietos la incomodábamos más que de costumbre y
la sacábamos de sus casillas: nos encerraba en el cuarto del fondo y conseguía
que nuestra mayor preocupación a partir de ese momento fuese simplemente que
nos dejase salir de allí; así, en un pis-pas conseguía que se nos olvidaran
nuestros más urgentes reclamos: que nos dejara ir a las afueras del pueblo a
jugar al fútbol, que nos diera dinero para pipas o el cine, que cambiara la
radio de emisora… Ahora ya nadie habla (o lo hacen muy pocos) de las decenas de
guerras que asolan el planeta, del hambre endémica que está instalado en él, de
la trata de personas, de los refugiados, de los recluidos en campos de
concentración “humanitarios”, del hacinamiento de las cárceles, del cambio climático, de la explotación infantil, de los
transgénicos, de los gases invernadero, de la amenaza nuclear, del deshielo de
los polos, de la extinción de las especies, de la contaminación de los mares,
de la basura televisiva…”
Creo,
como él, que hay que seguir hablando de todo eso y de más cuestiones, porque si
no, como dice mi amigo, nos seguirán manipulando como chiquillos.
Anda
estos días míster Obama, con los ojos llorosos, prometiendo tomar medidas
contra la proliferación de armas de que hacen gala sus compatriotas, para
evitar masacres como la ocurrida en Newtown. Está muy bien eso, pero con el
lobby de fabricantes de armas no creo que pueda meterse mucho, en un país que
además consagra en su Constitución que la posesión de armas de fuego es un
irrenunciable derecho ciudadano. ¿Se puede curar una tuberculosis sin atacar
las bacterias que la produjeron? Por otra parte, ¿nadie le ha dicho al
presidente que 19.000 niños ―sí, 19.000, según datos de UNICEF― mueren cada día
por causas evitables, entre ellas la desnutrición? ¿A qué vienen esas lágrimas
tan de pronto? ¿Por qué nos trata como imbéciles?
No
dejan de repetir en cuanto tienen ocasión (y si no la tienen, también) el señor Rajoy y sus acólitos que todas las medidas que toman son culpa del anterior
ejecutivo, el socialista, y tienen parte de razón. Pero cambian de conversación cuando se les recuerdan sus promesas
incumplidas, esas con las que ganaron los votos que les valieron la elección, o las corrupciones en las que sus correligionarios aparecen envueltos cada dos por tres; y
disimulan sin demasiado arte que muchas de las medidas tomadas hasta ahora son las que soñaban
aplicar en sus más inmorales sueños: reforma laboral draconiana, privatización
de la sanidad, recortes en servicios sociales, exclusión de los inmigrantes,
etc. ¿Seguirán indefinidamente considerándonos tan zopencos?
Declara
vehementemente el señor Mujica (disculpe, don José, que le meta en el mismo saco
que a los anteriores mandatarios, pero de momento está usted en la categoría de
presidentes) que hay que tomar medidas urgentes para que en el Uruguay no
vuelvan a producirse agresiones como las sufridas por Tania Ramírez, la
activista por los derechos de los afrodescendientes (otra trampa del lenguaje:
los eufemismos “caritativos” o paternalistas. ¿Por qué a esas personas no se
les dice negros, como reclamaban con orgullo Martin Luther King o Malcolm X, si
tener la piel de color negro no es nada peyorativo? ¿El biznieto de un marroquí
no es un afrodescendeinte?). Pero igual que dudo que Mr. Obama cargue de forma
demasiado contundente contra los fabricantes de rifles, tampoco creo que el Sr.
Mujica se atreva a intentar cambiar en serio el nomenclátor de todas las ciudades
uruguayas y sacar de él a tantos asesinos y genocidas como alberga,
responsables de hechos ante los cuales la paliza que le dieron a Tania el otro
día se vuelve una cariñosa caricia, y que sin embargo continúan representando
los valores nacionales. ¿De qué nos podemos quejar, si continuamos ensalzando
precisamente aquello que decimos que queremos evitar? Por otra parte, ¿por qué
cuando le hablan de Pluna no encara y se refugia en que blancos y colorados lo
hicieron mucho peor cuando gobernaron? ¿Eso resuelve algo? ¿Tan idiotas nos considera?
La señora Cristina Fernández, constantemente enojada con los jueces que no le dan la razón y con los medios de comunicación que critican su gestión |
Solo
cito a los que tengo más próximos, pero podríamos alargar la lista hasta aburrir. Los que realmente mandan deben de estar tan
contentos de que se hable tanto de la crisis, de la matanza de Newtown, de los
tifones tropicales, del fin del mundo, de los extraterrestres y de Messi, y no de otras cosas.
Pero
hay que hablar de mucho más, hay que exigir que quienes ganan las elecciones no
ganen un cheque en blanco para hacer lo que se les peta; para conseguir que
cesen las inmorales ayudas a los bancos, principales causantes de la crisis;
para que no sea posible que alguien en Wall Street o antros similares cambie
―siempre para mal y buscando obscenas ganancias especulativas― el destino de millones de
personas con solo apretar un botón; para conseguir que quien inicie una guerra
la tenga perdida de antemano…
Hay
que relacionarse (no solo por internet, pero también) y ganar espacios, no solo la calle, como decían en París hace muchos años. El cómo se va consiguiendo está por verse, pero si
no se intenta seguro que no se consigue.
Seguiremos
otro día, saludos.
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