jueves, 20 de diciembre de 2012

Timba de cartas, de Antonio Ballesteros


Jugadores de cartas. El lienzo se atribuye a Caravaggio
Solo una vez en mi vida estuve en una timba de cartas. Era de madrugada y recuerdo que la luna llena sobre la playa iluminaba el mar tras el que aguardaba África. Hacía ese calor húmedo de las noches de verano con anticiclón persistente, y sobre la arena ya no quedaba nadie. Sí había muchos mosquitos, por las cercanas marismas.

Yo iba de acompañante porque ni tenía dinero ni sabía jugar al póker. Fui por simple curiosidad. A Roberto, mi anfitrión, lo había conocido en un curso de fotografía en el que habíamos coincidido unos meses antes. Siempre sonreía. Él mismo decía de sí mismo que era más maricón que un palomo cojo, pero nunca se me insinuó. Sería que no era su tipo o que intuía que pincharía en hueso.


Era bailarín y su coordinación y flexibilidad me parecían pasmosos. Además del baile clásico, era todo un experto en una especie de artes marciales de las que olvidé el nombre, pero de las que recuerdo que utilizaban en sus prácticas cadenas, varas, espadas de madera y unas piezas metálicas con forma estrellada que se lanzaban como armas intimidatorias y, según Roberto, defensivas.

Después de aquella vez solo lo volví a ver, muchos años después, en Madrid y por casualidad: había dejado el baile clásico y se había pasado al flamenco. 

Su escueto cuadro ―dos bailaoras, dos guitarristas y él mismo: «La cosa no da para más», me dijo―, actuaba en un bar de Lavapiés al que entré otra madrugada, esa vez medio hambriento. Lo encontré demacrado y encorvado, y un poco fofo aunque bailando no se le notara; comido por la cocaína, quizá también por la heroína, no pregunté. Pero me reconoció, nos abrazamos, compartimos un par de copas, le gastó unas bromas a Silvia, la austriaca con la que yo compartía la noche, nos contó quince o veinte chistes ―algunos muy buenos―, intercambiamos los números de teléfono y nos despedimos tras otra infinidad de abrazos y chanzas. Nunca nos llamamos.

El caso es que con Roberto no te aburrías, y con sus amigas y amigos tampoco. Habíamos estado casi todo el día en la calle, de una casa a la otra y de bar en bar. Me presentaba a la gente más variopinta, y a casi todos les citaba para una fiesta que se celebraría al día siguiente. Al anochecer volvimos a su casa, nos duchamos ―habíamos comido tanto que no hacía falta cenar― y luego, antes de salir, me dijo que él iría a una partidita de póker, y que yo le podía acompañar, quedarme en su casa o irme adonde quisiera.

Dije que prefería acompañarle, así que nos fuimos andando despacio hacia el puerto y la ciudad vieja. Llegamos enseguida porque Roberto vivía en un barrio del extrarradio pero cercano al centro. Antes de entrar me dijo que hacía mucho tiempo que no se llegaba por el garito al que íbamos ―«porque los dueños son unos fulleros»―, que hasta el comienzo de la madrugada era un chiringuito playero y luego se transformaba en timba.

Entramos y saludó con un gesto al que nadie respondió. Entregó a una mujer embarazada que se sentaba junto a la puerta tres mil quinientas pesetas, y luego enseñó billete por billete las treinta mil que se proponía arriesgar. Yo trabajaba en aquel tiempo como administrativo en una multinacional y ganaba menos de diez mil, así que el dinero que se jugaba en aquella partida me pareció una barbaridad.

Roberto se sentó a la mesa, con los demás jugadores: dos gitanos de gesto concentrado y tan simpáticos como el palo de una escoba, que mordían sendos palillos; entre ellos, una mujer de unos treinta años ―más tarde supe que tenía casi cuarenta y que era ludópata desde los quince, pero esa es otra historia que no toca contar hoy―, que salvo por las joyas que lucía parecía haber salido de trabajar de una oficina unos minutos antes; un hombre trajeado y de pelo corto, brillante y engomado, que parecía el jefe de la oficinista y se sentaba frente a ella; y finalmente un jovencito con pinta de riquiño, poco mayor que yo, que trataba de hacerse el enterado pero al que se le notaba que estaba regalado e iba a ser presa fácil para aquellos tiburones; tenía puestos unos lentes de sol que, en aquel ambiente penumbroso le hacían parecer, aún más, fuera de contexto.

Todos alrededor de la mesa fumaban, y el humo se acumulaba en el techo, una construcción de madera rústica poco consistente. En cambio, la mesa en la que se jugaba era de madera bien recia y pulida, quizá lo único noble de todo el recinto, y contrastaba con las sillas de plástico, blancas y sucias, en las que los jugadores se sentaban.

No solo la mesa era noble, el whisky que servían era también del bueno,  aunque a mí me supo a matarratas porque era la primera vez que probaba ese licor.

Me había sentado de espaldas al mar y a una pared acristalada, la más cercana a la puerta por la que habíamos entrado, junto a un gitano de mil años que dormitaba con la cabeza ladeada y un hilillo de saliva colgándole de la comisura de los labios.

La mujer de edad indeterminada y barriga de siete u ocho meses que había cobrado a mi amigo la silla, me entregó con displicencia un vaso lleno de whisky sin hielo ―«se nos acaba de terminar, quillo», me dijo― y llevó otro, ese sí con hielo, a Roberto. Se sentó a mi lado, así que quedé entre el viejo que babeaba y ella. No dejó de mirarme de reojo durante todo el rato que estuvimos allí, quizá para cerciorarse de que no hacía ningún gesto hacia la mesa.

Lo primero que me sorprendió fue el silencio. Sepulcral. Solo se oían las olas que rompían en la playa y el tintinear de los hielos cuando alguien bebía. Al entrar nadie había dicho ni pío, y seguían igual. Algún suspiro, varios carraspeos, alguna imprecación cuando las cartas se ponían boca arriba…. Nada más.

Los naipes bailaban de un lado al otro como a cámara lenta, y se percibía nítidamente el susurro que producían al deslizarse sobre la madera, ya que sobre ella no había el tradicional tapete de fieltro. Se repartían, se combinaban, se cambiaban, iban y venían, se daban vuelta, se escondían y se conformaban para el veredicto final, el que decidía si los billetes del centro de la mesa iban para uno u otro de los jugadores.

Lo que quería contarles hoy tiene que ver con el desenlace de la partida. Tras las primeras rondas, Roberto se mantenía, ni ganaba ni perdía. Antes de entrar me había dicho que si no veía muy clara la apuesta, no envidaba mucho. Prefería perder un poco cada vez a quedarse sin nada en los bolsillos por una apuesta imprudente.

El jovencito duró poco en la partida: apostó todo su fondo y perdió: no lo vimos raro, llevaba dobles parejas de reinas y sietes, y un trío de reyes lo desplumó. La mujer y los dos gitanos también mantenían parejos sus saldos, aunque todos perdían. El único que ganaba era el hombre del traje, que se había llevado la ronda en la que se despidió el pipiolo.

Roberto era prudente en su juego, pero en un momento dado, envidó fuerte. Llevaba en la partida casi una hora y había recibido muy buenas cartas: full de reyes y reinas. Puso en la mesa su puesta y no quiso cartas nuevas cuando se las ofrecieron. Luego fue aumentando hasta apostar todo lo que llevaba. No era póker abierto: las apuestas se detenían y las cartas se alzaban cuando uno de los jugadores ponía en la mesa todas sus reservas. Allí no se aceptaban pagarés ni cheques, era todo cash. Por muy rico que fuera cada cual, la fortuna de cada uno se reducía al dinero que llevaba encima, o más bien al que decidía mostrar antes de empezar a jugar. Después de eso ya no valía sacar de los bolsillos una cartera repleta de billetes, o mandar al acompañante a por más. Esas eran las reglas.

Al envite final habían llegado la mujer y uno de los gitanos, el más viejo. El hombre del traje había tirado sus cartas tras el segundo envite, y el otro gitano al siguiente. Roberto puso en el centro de la mesa todos sus billetes y enseñó sus cartas, confiado. Trío de reyes y pareja de reinas. La mujer lanzó un suspiro, y tras él sus cartas: también full, pero de sietes y cincos. Quedaba el gitano, que se quedó mirando con cara de desprecio a Roberto y luego emitió una risita tísica que más me pareció el silbido de una serpiente.
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Hizo a continuación un movimiento extraño y no demasiado rápido con sus manos, en las que afloraron cuatro nueves y un comodín, y sonrió mostrando bajo su bigote una dentadura dispareja y medio desdentada. Incluso yo me di cuenta de que había hecho trampa. Roberto no se inmutó, al menos aparentemente. La mujer apartó los codos de la mesa y se retrepó en su silla, intuyendo que algo no muy agradable iba a pasar. El otro gitano dio un golpe en la mesa y por primera vez en la noche rompió su mutismo: «Ya se vendió el pescao, está amaneciendo, vamo a levantar el campamento», dijo.

El hombre del traje, que sudaba copiosamente, recogió sus billetes, se los metió en el bolsillo interior de su chaqueta, farfulló algo que no entendí, se levantó de la silla y salió del local, apresurado. Fue cuando Roberto se puso en pie con lentitud, saco del bolsillo trasero de su pantalón vaquero una de aquellas estrellas metálicas con las que practicaba y la lanzó violentamente contra la pared opuesta a la mía. La estrella se incrustó con una de sus puntas en la madera, y el eco del golpe amortiguó durante unos segundos el que venía de la playa.

―La última vez me hiciste la misma trampa, Emilio ―dijo a continuación, mirando fijamente al gitano viejo―, pero al menos lo hiciste tan bien que ni cuenta me di. Hoy has estado lento, todo el mundo se ha dado cuenta de que te sacaste de la manga los cuatro nueves.

Metió de nuevo la mano en su bolsillo y sacó otra estrella. La movió entre sus dedos y dijo:
―Yo también sé hacer prestidigitación. ¿Lo ves?

Después, avanzó la mano libre hasta el centro de la mesa y, con una parsimonia que hizo el gesto interminable, reunió los billetes que allí reposaban. El gitano joven hizo ademán con una de sus manos de detenerle, mientras con la otra mostraba una navaja. Como el póker de nueves de su compañero, había aparecido como por arte de magia.
Pero el mayor le contuvo:
―Déjalo ir, ya noz lo encontraremos por ahí.

La mujer con trazas de oficinista recogió los billetes que le quedaban, se levantó y caminó a pasos cortos, como temiendo hacer ruido, hacia la puerta. Vi que se dejaba en la mesa un paquete de Marlboro y un encendedor metálico, y me acerqué a recogerlos.

Roberto seguía mirando a los ojos al gitano viejo, y mantenía la estrella metálica entre los dedos de su mano derecha, a media altura. Nos retiramos al tiempo, él sin dar la espalda a los dos hombres que permanecían sentados. El gitano de mil años seguía durmiendo con la cabeza ladeada, y la mujer embarazada se había puesto en pie pero ni se movió ni dijo una palabra. Nos miraba como si nada de todo aquello fuera con ella y viera llegar con alivio la hora de acostarse.

Ya en la playa di un grito a la mujer que había participado en la partida. Caminaba con prisa hacia el paseo marítimo, y cuando se volvió para mirarme le enseñé el tabaco y el encendedor. Nos esperó, se los entregué y entonces comentó que tenía el coche aparcado muy cerca, y se ofreció a llevarnos adonde quisiéramos.

Roberto continuaba serio pero se le veía muy tranquilo. Fue cuando nos dijo a la mujer y a mí ―aunque creo que hablaba sobre todo para él mismo― que lo que le jodía de aquellos tipos era que le hicieran unas trampas tan mal hechas, y añadió:
―Lo que más me cabrea es que, además de estafarte, te toman por idiota ―concluyó.

Nos fuimos a desayunar los tres, chocolate con churros, de los que tomamos ración doble, y luego nos fuimos a la casa de la mujer, donde dormimos hasta pasado el mediodía.

Bueno, esa era la anécdota que quería contar para decir, como Roberto en aquella ocasión, que cuando te hacen trampa al menos deberían cuidarse las formas y hacerlas de tal modo que no te hagan sentir, además de estafado, idiota. No es que en ese caso se nos vaya a hacer más grato perder, pero es otra cosa.
Eso lo deberían tener en cuenta quienes nos «gobiernan», ya que sus continuas zafiedades me hacen sentir, además de burlado y defraudado, imbécil. Y es que los líderes de los gobiernos ―especialmente, pero también los políticos en general― llevados por su enfermiza demagogia son una fuente inagotable de despropósitos e incoherencias cuando hablan (aunque, por desgracia para nosotros, ese manantial que aflora de sus bocas es mucho menos dañino que el que expelen cuando actúan).
Ya expresé mi opinión en una entrada reciente: ellos no son quienes mandan sino sus capataces; son testaferros de quienes en realidad manejan los hilos (estos últimos sin necesidad de campañas electorales, juramentos ni debates públicos).
Me escribía hace poco un amigo desde España: “…lo malo de la crisis no es que seamos cada día más pobres, o que cada vez más gente se vea sin recursos para lo más básico. De eso, tarde o temprano, se sale, aunque sea mediante un suicidio”. Él miraba el largo plazo: “Parece que los poderosos han aplicado la receta de mi abuela cuando sus nietos la incomodábamos más que de costumbre y la sacábamos de sus casillas: nos encerraba en el cuarto del fondo y conseguía que nuestra mayor preocupación a partir de ese momento fuese simplemente que nos dejase salir de allí; así, en un pis-pas conseguía que se nos olvidaran nuestros más urgentes reclamos: que nos dejara ir a las afueras del pueblo a jugar al fútbol, que nos diera dinero para pipas o el cine, que cambiara la radio de emisora… Ahora ya nadie habla (o lo hacen muy pocos) de las decenas de guerras que asolan el planeta, del hambre endémica que está instalado en él, de la trata de personas, de los refugiados, de los recluidos en campos de concentración “humanitarios”, del hacinamiento de las cárceles, del cambio climático, de la explotación infantil, de los transgénicos, de los gases invernadero, de la amenaza nuclear, del deshielo de los polos, de la extinción de las especies, de la contaminación de los mares, de la basura televisiva…”
Creo, como él, que hay que seguir hablando de todo eso y de más cuestiones, porque si no, como dice mi amigo, nos seguirán manipulando como chiquillos.
Mr. Obama, que se lamenta muy convincentemente cada vez que en su territorio
se produce una matanza , o llega un huracán descontrolado,
 pero no coloca el cambio climático entre las prioridades de
su gobierno ni trata de reformar la Consdtitución de los Estados Unidos
Anda estos días míster Obama, con los ojos llorosos, prometiendo tomar medidas contra la proliferación de armas de que hacen gala sus compatriotas, para evitar masacres como la ocurrida en Newtown. Está muy bien eso, pero con el lobby de fabricantes de armas no creo que pueda meterse mucho, en un país que además consagra en su Constitución que la posesión de armas de fuego es un irrenunciable derecho ciudadano. ¿Se puede curar una tuberculosis sin atacar las bacterias que la produjeron? Por otra parte, ¿nadie le ha dicho al presidente que 19.000 niños ―sí, 19.000, según datos de UNICEF― mueren cada día por causas evitables, entre ellas la desnutrición? ¿A qué vienen esas lágrimas tan de pronto? ¿Por qué nos trata como imbéciles?

Mariano Rajoy explicando las bondades de las medidas que
su gobierno aplica, con la misma desfachatez con la que,
cuando fue ministro del interior,
decía a los españoles que lo que salía del Prestige, en la que
llegaría a ser la mayor catástrofe ambiental de las costas gallegas, eran
solamente unos "hilillos de plastilina" sin mayor importancia
No dejan de repetir en cuanto tienen ocasión (y si no la tienen, también) el señor Rajoy y sus acólitos que todas las medidas que toman son culpa del anterior ejecutivo, el socialista, y tienen parte de razón. Pero cambian de conversación cuando se les recuerdan sus promesas incumplidas, esas con las que ganaron los votos que les valieron la elección, o las corrupciones en las que sus correligionarios aparecen envueltos cada dos por tres; y disimulan sin demasiado arte que muchas de las medidas tomadas hasta ahora son las que soñaban aplicar en sus más inmorales sueños: reforma laboral draconiana, privatización de la sanidad, recortes en servicios sociales, exclusión de los inmigrantes, etc. ¿Seguirán indefinidamente considerándonos tan zopencos?

D. José Mujica, que acaba de dar la orden de posponer el proyecto
de legalización del consumo de marihuana que le hizo
mundialmente famoso, en la misma semana en la que
 su ministro del Interior (a su derecha, tras él) se empeñaba en
hacer creer a los uruguayos que la mujer muerta en la calle Gaboto
lo fue por "una bala perdida"
Declara vehementemente el señor Mujica (disculpe, don José, que le meta en el mismo saco que a los anteriores mandatarios, pero de momento está usted en la categoría de presidentes) que hay que tomar medidas urgentes para que en el Uruguay no vuelvan a producirse agresiones como las sufridas por Tania Ramírez, la activista por los derechos de los afrodescendientes (otra trampa del lenguaje: los eufemismos “caritativos” o paternalistas. ¿Por qué a esas personas no se les dice negros, como reclamaban con orgullo Martin Luther King o Malcolm X, si tener la piel de color negro no es nada peyorativo? ¿El biznieto de un marroquí no es un afrodescendeinte?). Pero igual que dudo que Mr. Obama cargue de forma demasiado contundente contra los fabricantes de rifles, tampoco creo que el Sr. Mujica se atreva a intentar cambiar en serio el nomenclátor de todas las ciudades uruguayas y sacar de él a tantos asesinos y genocidas como alberga, responsables de hechos ante los cuales la paliza que le dieron a Tania el otro día se vuelve una cariñosa caricia, y que sin embargo continúan representando los valores nacionales. ¿De qué nos podemos quejar, si continuamos ensalzando precisamente aquello que decimos que queremos evitar? Por otra parte, ¿por qué cuando le hablan de Pluna no encara y se refugia en que blancos y colorados lo hicieron mucho peor cuando gobernaron? ¿Eso resuelve algo? ¿Tan idiotas nos considera?

La señora Cristina Fernández, constantemente enojada
con los jueces que no le dan la razón y con los medios de comunicación
que critican su gestión
Labura incesantemente la señora Cristina Fernández por dar una imagen pública presidida por la búsqueda de la equidad social, una imagen que sin duda envidiaría la mejor cara del peronismo, pero a juzgar por los hechos parece que labura mucho más eficientemente por desmantelar (y parece que ya se salió con la suya) al principal grupo periodístico, Clarín, ese que le incomoda; y tampoco le importa que el FMI o The Economist ("Estamos cansados de ser parte de lo que parece ser un deliberado intento de engañar a votantes y estafar a inversionistas", publicó el conocido diario recientemente) hayan denunciado repetidamente que sus gobiernos falsean sistemáticamente y de forma escandalosa las cifras macroeconómicas de la economía argentina, principalmente las de la inflación, para pagar menos a los acreedores e inversionistas y para “convencer” a trabajadores y sindicatos de que cada día tienen mayor poder adquisitivo. ¿Qué maquillaje usa para no sonrojarse cuando en sus discursos lanza proclamas que ni ella se cree? ¿Siempre nos tratará como a meros majaderos?

Solo cito a los que tengo más próximos, pero podríamos alargar la lista hasta aburrir. Los que realmente mandan deben de estar tan contentos de que se hable tanto de la crisis, de la matanza de Newtown, de los tifones tropicales, del fin del mundo, de los extraterrestres y de Messi, y no de otras cosas.

Pero hay que hablar de mucho más, hay que exigir que quienes ganan las elecciones no ganen un cheque en blanco para hacer lo que se les peta; para conseguir que cesen las inmorales ayudas a los bancos, principales causantes de la crisis; para que no sea posible que alguien en Wall Street o antros similares cambie ―siempre para mal y buscando obscenas ganancias especulativas― el destino de millones de personas con solo apretar un botón; para conseguir que quien inicie una guerra la tenga perdida de antemano…

La agenda de lo que se habla (y, por tanto, de lo que no se habla: eso lo saben muy bien los políticos y sus jefes invisibles) es tan importante como que se promulgue o no una ley. El dilema actual, para quienes queremos que el mundo no siga pareciéndose cada vez más a la cloaca que hay bajo un hotel de lujo, es que cada uno por separado no somos nada; y, a la vez, las organizaciones tradicionales (sindicatos y partidos políticos clásicos) se han funcionarizado hasta tal punto que han pasado a formar parte del sistema. Ya casi nadie cree ni se siente representado por esas estructuras que solo quieren mantener su posición y cambiar lo necesario para que nada de lo esencial cambie.

Hay que relacionarse (no solo por internet, pero también) y ganar espacios, no solo la calle, como decían en París hace muchos años. El cómo se va consiguiendo está por verse, pero si no se intenta seguro que no se consigue.

Seguiremos otro día, saludos.

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