No es un relato cualquiera este, por más que se haya escrito sobre violencia de género. Jesús Gallardo Ordoño, un vasco toledanizado (afortunadamente, solo lo imprescindible), pone el foco de la narración en el hijo de una desdichada pareja: el niño es más víctima incluso que su mamá, una mujer que como tantas otras recibe los irracionales golpes de su marido.
Este relato ganó el Premio del Colegio de Aparejadores y Arquitectos de Toledo del año 2008 (Jesús repetía, ya lo había ganado en 2006, con El ruiseñor).
Con El viento de la luna obtuvo el I Certamen de Narrativa Breve del Festival de Cine y la Palabra de La Puebla de Montalbán, y también ganó el I Concurso de Microrrelatos de Cadena Ser Toledo.
Es autor de Cartas desde la indiferencia (Bremen, 2003) y coautor de Nuevas leyendas toledanas (Ledoira, 2009), Cuéntame Toledo (Everest, 2010), 50 toledanos en el recuerdo (Zocodover, 1998) y Toledo, ciudad de leyenda (Tertulia Zocodover y CCToledo, 2001).
Entre las muchas cosas que admiro de Jesús están ese humor ácido y contundente con el que, sin perder la sonrisa ni los buenos modales, mete el dedo en el ojo de quien le chinchó malamente, o la forma en que pone los puntos sobre las íes en una discusión enrevesada, o cómo respetando la opinión del otro expone la suya con tanta lealtad como firmeza.
Con El viento de la luna obtuvo el I Certamen de Narrativa Breve del Festival de Cine y la Palabra de La Puebla de Montalbán, y también ganó el I Concurso de Microrrelatos de Cadena Ser Toledo.
Es autor de Cartas desde la indiferencia (Bremen, 2003) y coautor de Nuevas leyendas toledanas (Ledoira, 2009), Cuéntame Toledo (Everest, 2010), 50 toledanos en el recuerdo (Zocodover, 1998) y Toledo, ciudad de leyenda (Tertulia Zocodover y CCToledo, 2001).
Entre las muchas cosas que admiro de Jesús están ese humor ácido y contundente con el que, sin perder la sonrisa ni los buenos modales, mete el dedo en el ojo de quien le chinchó malamente, o la forma en que pone los puntos sobre las íes en una discusión enrevesada, o cómo respetando la opinión del otro expone la suya con tanta lealtad como firmeza.
Y es que los mejores amigos no son aquellos que te alaban todo en cualquier circunstancia sino los que te hacen ver la realidad, a veces cruda y distinta a cómo la percibimos.
Jesús, además de periodista y escritor, es un padrazo y un maridazo como pocos, y cuando habla de su mujer o sus hijos le brillan los ojillos y se le perla la calva brucewilliana que con tanto garbo luce.
Los Arrendajos le agradecemos, entre otras muchas cosas, que nos haya servido innumerables veces como jefe de prensa o eventos, con su habitual maestría.
Los Arrendajos le agradecemos, entre otras muchas cosas, que nos haya servido innumerables veces como jefe de prensa o eventos, con su habitual maestría.
Asiduo de la San Silvestre Toledana, que prepara sin prisa pero sin pausa, especialmente cuando esta se acerca sobrelleva con buen humor que los amigos menos ascéticos pidamos con largueza buenos vinos en las cenas.
Si se lo encuentran por Toledo, Nueva York o Las Vegas, denle saludos míos.
De momento les dejo con uno de sus relatos:
De momento les dejo con uno de sus relatos:
El dolor de los inocentes
Jesús Gallardo Ordoño
El niño de seis años camina errante por
la cocina. Da vueltas como un fantasma perdido en algún lugar desconocido;
recorre con el dedo la encimera. Los ojos están llenos de lágrimas que fluyen
espontáneas. El muñeco llegado del espacio le acompaña. Buzz Lightyear parece
mirarlo con compasión, como si quisiera explicarle que esas cosas es mejor
olvidarlas. Manu sigue pensativo y abandona al extraterrestre junto a la nevera,
herido porque no quiere ayudarle. Se sienta en el suelo y juega con los dedos
de los pies; está descalzo, con el pijama cubriéndole el delicado cuerpo. Se
restriega los párpados y se seca las gotas de su lamento con una esquina de la
camiseta. La tristeza domina esa corta vida, sin saber el chiquillo que la
fortuna también existe.
La casa de
Manuel era el refugio del silencio, donde las palabras se enturbiaban y los
gestos de cariño parecían exclusivos de su madre. Los recuerdos se agolpan en la
mente infantil de un niño como todos, inocente y caprichoso, asustado, tan
pequeño, de pedirle a su padre esas cosas que le agradan, por el temor de
sentirse rechazado.
El cuerpo del
pequeño serpentea por el suelo, juguetea con las baldosas e imagina un mundo
diferente; confía que al otro lado de las puertas de su casa las cosas sean de
otro modo. De repente, siente un agradable calor entre los muslos y se da
cuenta que el pis ha vuelto a aparecer sin avisarle. Siempre le pasa lo mismo
cuando su padre grita e insulta a mamá. Aunque es mayor para pedirlo no se da
cuenta de lo que hace. Se siente demasiado nervioso para sujetar los
esfínteres. No le importa lo que acaba de sucederle, ni lo que pueda ocurrirle
mañana. Piensa que sus amigos ríen con ganas en el colegio, que juegan dichosos
en el recreo, y que sus madres los recogen cada día. Él, sin embargo, pasa las
horas escolares pendiente de conocer quién le irá a buscar cada jornada. Si en
la puerta encuentra el gesto adusto de su padre sabe que se repetirá lo de
otras veces y le entran ganas de correr en la dirección opuesta.
Abre el cajón de
los cubiertos y observa la disposición de los mismos en los diferentes
espacios; los tenedores junto a las cucharas, los cuchillos en el fondo, y
otros instrumentos que no conoce situados en los extremos. Mil veces le han
dicho que no toque ese cajón, pero casi el mismo número de ellas le han
prometido que nunca volvería a ocurrir lo que acababa de producirse. Saca un
cuchillo del final del compartimento de plástico y lo mueve por el piso,
deslizándolo como si de un autobús imaginario se tratase. Lo coge por la
empuñadura y simula el acto de clavarlo en el pecho de un personaje al que
odia, igual al que vio en la película que su padre visionaba la víspera. Si
pudiera elegir no tendría dudas sobre la víctima elegida. Apura su fantasía y
acerca la cuchilla a su garganta, pensando que la mano aún le pertenece, pero
que el cuello es de ese adulto que dice ser su padre.
notisanpedro.info |
La llegada de
Manu a la familia pareció una bendición. Jorge quería seguir disfrutando de la
libertad de una pareja enamorada, pero el embarazo inesperado frustró sus
planes a un año escaso de la boda. Tras darle Tatiana la noticia, se mostró
perplejo pero dichoso, o al menos en apariencia. Dos días después se produjo la
primera discusión, el primer bofetón y la disculpa consiguiente. Ella,
ilusionada con el niño que esperaba, disculpó aquello por los nervios de su
marido y el estrés de un trabajo directivo en una empresa de representación.
Notó, sin embargo, que ya no contaba como antes con su presencia en las cenas
de empresa o en los cócteles de presentación de nuevos productos. Quiso creer
que un exceso de celo por su bienestar y el del bebé estaba detrás de ese
cambio repentino de actitud. Incluso los episodios agresivos, que acababan
cuando ella se mostraba sumisa, los entendía como la factura a pagar por la responsabilidad asumida de ser padres.
Un gemido lejano
le hace soltar el cuchillo y acurrucarse entre la lavadora y el lavavajillas.
Llorar sería bueno, pero solo un suspiro resignado escapa de su garganta. Si
pudiese, gritaría lo más alto posible, pero se niega ese recurso por si le
escucha papá, a pesar de haberse marchado hace rato escupiendo palabras
ininteligibles para su corta edad.
Se aferra al
pantalón del pijama con las uñas casi clavadas en las palmas de las manos. Un
temblor imperceptible sacude sus músculos y un frío intenso le recorre la
espalda. Con la mirada fija en el halógeno del techo teme quedarse en
tinieblas, sumiéndose en esa oscuridad horrible que invade su alcoba cuando su
padre le encierra para que no oiga los gritos lanzados contra su madre. Sabe
entonces que ambos estaban juntos…, aunque ella nunca hablaba.
Cuando la
tranquilidad volvía, la puerta de la habitación recuperaba algo de la luz del
pasillo y esa mujer callada entraba, levantaba la manta y le acompañaba en su
soledad. No percibía Manuel lo que ocurría, pero sí la magia de dos personas
abrazadas, protegidas por la noche, al mismo tiempo tan unidas y distantes,
separadas por una barrera de miedo que resultaba imposible traspasar.
Pide al Niño
Jesús que no se apague esa incandescencia luminosa que le mantiene vivo
todavía. Decide perdonar a Buzz Lightyear y le rescata de su abandono. Conoce
cómo se siente y le ofrece la compañía de un amigo; juntos han dormido muchos
días, con los oídos tapados, callados, para que las sombras no les encuentren
escondidos bajo las sábanas.
migeneracionz.blogspot.com |
Cuando Manu
apenas sumaba cuatro meses pasaba todo el tiempo con su madre. Los brazos de
Tatiana eran su refugio, y sus pechos el alimento deseado. Jorge parecía
mostrar celos de esa simbiosis entre ambos y su gesto se agrietaba cuando los
veía tan unidos. Puede que se sintiese desplazado, pero nada justificaba sus
ofensas insolentes. Cerca de los cinco meses de lactancia, le arrancó un día el
niño de las manos, mientras del pezón manaba ese líquido cremoso que el niño
creía seguir amamantando, a juzgar por los movimientos instintivos de sus
labios. Tatiana lloraba al ver a su hijo insatisfecho, que lloraba para
reclamar más alimento, mientras recibía los insultos de su marido. No quiso
perjudicar a Manuel y se levantó airada para seguir dándole de mamar. Recibió
de repente un tortazo, que devolvió a su agresor. Lo que siguió fue un
manantial de golpes alocados, una sucesión de puñetazos indignos y palabras
humillantes. Tatiana recordaba los momentos posteriores, el malestar de las
heridas, y los arrullos de un loco, transformado de repente en alguien tierno y
afectivo. Desde aquél día se sucedieron situaciones como aquella, con perdones
indolentes y amenazas de muerte si se atrevía a denunciarlo. ¡Nunca lo hizo! La
falta de valor se lo impedía.
Nuevos lamentos
resuenan en el entorno vacío donde se esconde Manu. Reconoce en ellos a su
madre, pero se tapa las orejas, para escaparse de la realidad sin darse cuenta.
Nota el frío del terrazo en las plantas descalzas y se encoge todavía más, si ello
es posible, para recuperar el calor del cuerpo. Tatiana le ha dicho muchas
veces que cuando la oiga llorar no acuda a consolarla. Ella lo hace para
evitarle la angustia de verla derrotada, tirada en el suelo, vencida por la
fuerza masculina y abatida por su propia cobardía. Ese niño desamparado toma la
decisión de desobedecer a mamá y correr a su lado, para ofrecerle sus pequeñas
manos y todos los besos del mundo. Duda. ¿Le regañará por hacerlo? Es igual. Se
decide. Llega hasta el umbral de la puerta y la lobreguez de la casa le
retiene. No quiere quedarse allí, pero tampoco encuentra la determinación para
avanzar.
―Mamá ―la llama, elevando la voz para
ser escuchado.
Nuevos sollozos,
renovados lamentos. Respuestas que le asustan, hasta forzarle a retroceder a su
refugio, entre los electrodomésticos.
Allí permanece un tiempo que no controla.
Cree que la risa no existe y que se ha marchado la alegría. No entiende otra
cosa que no sea callarse, hacer lo que su padre espera que haga y repetirle a
su madre que no pasa nada, que la quiere muchito,
que quiere ser su novio. Hace ya días que se lo calla, porque cuando pronuncia
esas frases con su lengua de trapo Tatiana le estrecha contra ella, con fuerza,
y nota cómo llora, con espasmos en el cuerpo.
Esa noche Jorge
ha vuelto a gritarla y él se ha levantado de la cama. Esta vez estaban en su
dormitorio, encerrados, como si un trozo de madera le impidiese escucharlos.
Supera el terror de la penumbra y se dirige al lugar más alejado de esas voces.
Llega a la cocina, empuja el interruptor y se oculta de aquella pesadilla junto
al único amigo que le entiende, Buzz Lightyear. A pesar de la distancia le
llegan las peticiones de socorro de su madre, que le hacen sentirse como un insecto
aplastado por la suela de un zapato. Tras un silencio espantoso apareció la
figura de su padre, sin percatarse siquiera de su presencia en una cocina
iluminada. El portazo al irse puso fin a la angustia y encerró a dos inocentes
en una morada destrozada.
Manuel no sabe
el significado de las palabras de su madre, escuchadas en demasiadas ocasiones,
pero también él quiere morirse.
El ruido de la cerradura de la
calle alerta hasta el último de los músculos de su diminuto físico. Sabe que
está entrando. Vuelve a mearse…
Un hombre
desconocido, con chaleco reflectante, aparece delante de él. Se acerca. No le conoce, pero no hace falta; le levanta y le abraza, con un afecto inusual. Se
deja querer, y aún con seis años, agradece ese gesto tan humano. Por encima del
hombro del sanitario advierte mucho movimiento de personas adultas, entrando y
saliendo de su casa, todas enfundadas en esas prendas fluorescentes. Y a
policías, que conoce por la tele y por los que todos los días regulan el
tráfico en la puerta del colegio. Otros arrastran una camilla, que está seguro
procede del lugar de las torturas. Un grito sin fuerzas, que pertenece a su
madre, ordena que se paren. Debajo de una mascarilla de oxígeno, y detrás de la
sangre y los moratones, encuentra a su mamacita. Les separan 30 años, pero los
sentimientos no conocen de esas cosas: los dos se empapan de sus lágrimas, como
si fuesen compartidas, pero ahora de la liberación de saberse mutuamente
protegidos, lejos de la mente enferma del verdugo.
Se llevan a
Tatiana y Manuel escucha a dos agentes hablar:
―El malnacido se entregó en comisaría
creyendo que la había matado. Nos dio las llaves y, gracias a Dios, hemos
llegado a tiempo.
El niño se aferra
al cuello del desconocido, transformado de repente en un ángel de la guarda. El
rostro de una vecina asoma entre los recién llegados; la misma que siempre
agacha la cabeza cuando se cruza con su madre. Vive al lado, y escucha lo que
pasa en su casa tantos días.
―Pobre criatura, pobre criatura… ―repite
incansable.
Una mujer le
separa del espíritu celestial y se lo arrulla con idéntica dulzura. La vecina
le pregunta dónde lo llevan, y le responde la de Asuntos Sociales.
―Con nadie estará mejor que con su madre, en
cuanto se recupere.
Le montan en un
coche oscuro y se lo llevan de allí.
Manuel no mira
lo que deja detrás.
Solo tiene seis
años…
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