sábado, 3 de noviembre de 2012

El dolor de los inocentes, de Jesús Gallardo

No es un relato cualquiera este, por más que se haya escrito sobre violencia de género. Jesús Gallardo Ordoño, un vasco toledanizado (afortunadamente, solo lo imprescindible), pone el foco de la narración en el hijo de una desdichada pareja: el niño es más víctima incluso que su mamá, una mujer que como tantas otras recibe los irracionales golpes de su marido.
Este relato ganó el Premio del Colegio de Aparejadores y Arquitectos de Toledo del año 2008 (Jesús repetía, ya lo había ganado en 2006, con El ruiseñor).

Con El viento de la luna obtuvo el I Certamen de Narrativa Breve del Festival de Cine y la Palabra de La Puebla de Montalbán, y también ganó el I Concurso de Microrrelatos de Cadena Ser Toledo.
Es autor de Cartas desde la indiferencia (Bremen, 2003) y coautor de Nuevas leyendas toledanas (Ledoira, 2009), Cuéntame Toledo (Everest, 2010), 50 toledanos en el recuerdo (Zocodover, 1998) y Toledo, ciudad de leyenda (Tertulia Zocodover y CCToledo, 2001).

Entre las muchas cosas que admiro de Jesús están ese humor ácido y contundente con el que, sin perder la sonrisa ni los buenos modales, mete el dedo en el ojo de quien le chinchó malamente, o la forma en que pone los puntos sobre las íes en una discusión enrevesada, o cómo respetando la opinión del otro expone la suya con tanta lealtad como firmeza.
Y es que los mejores amigos no son aquellos que te alaban todo en cualquier circunstancia sino los que te hacen ver la realidad, a veces cruda y distinta a cómo la percibimos.
Jesús, además de periodista y escritor, es un padrazo y un maridazo como pocos, y cuando habla de su mujer o sus hijos le brillan los ojillos y se le perla la calva brucewilliana que con tanto garbo luce.
Los Arrendajos le agradecemos, entre otras muchas cosas, que nos haya servido innumerables veces como jefe de prensa o eventos, con su habitual maestría.
Asiduo de la San Silvestre Toledana, que prepara sin prisa pero sin pausa, especialmente cuando esta se acerca sobrelleva con buen humor que los amigos menos ascéticos pidamos con largueza buenos vinos en las cenas.
Si se lo encuentran por Toledo, Nueva York o Las Vegas, denle saludos míos.
De momento les dejo con uno de sus relatos:




El dolor de los inocentes

Jesús Gallardo Ordoño


El niño de seis años camina errante por la cocina. Da vueltas como un fantasma perdido en algún lugar desconocido; recorre con el dedo la encimera. Los ojos están llenos de lágrimas que fluyen espontáneas. El muñeco llegado del espacio le acompaña. Buzz Lightyear parece mirarlo con compasión, como si quisiera explicarle que esas cosas es mejor olvidarlas. Manu sigue pensativo y abandona al extraterrestre junto a la nevera, herido porque no quiere ayudarle. Se sienta en el suelo y juega con los dedos de los pies; está descalzo, con el pijama cubriéndole el delicado cuerpo. Se restriega los párpados y se seca las gotas de su lamento con una esquina de la camiseta. La tristeza domina esa corta vida, sin saber el chiquillo que la fortuna también existe.

La casa de Manuel era el refugio del silencio, donde las palabras se enturbiaban y los gestos de cariño parecían exclusivos de su madre. Los recuerdos se agolpan en la mente infantil de un niño como todos, inocente y caprichoso, asustado, tan pequeño, de pedirle a su padre esas cosas que le agradan, por el temor de sentirse rechazado.
El cuerpo del pequeño serpentea por el suelo, juguetea con las baldosas e imagina un mundo diferente; confía que al otro lado de las puertas de su casa las cosas sean de otro modo. De repente, siente un agradable calor entre los muslos y se da cuenta que el pis ha vuelto a aparecer sin avisarle. Siempre le pasa lo mismo cuando su padre grita e insulta a mamá. Aunque es mayor para pedirlo no se da cuenta de lo que hace. Se siente demasiado nervioso para sujetar los esfínteres. No le importa lo que acaba de sucederle, ni lo que pueda ocurrirle mañana. Piensa que sus amigos ríen con ganas en el colegio, que juegan dichosos en el recreo, y que sus madres los recogen cada día. Él, sin embargo, pasa las horas escolares pendiente de conocer quién le irá a buscar cada jornada. Si en la puerta encuentra el gesto adusto de su padre sabe que se repetirá lo de otras veces y le entran ganas de correr en la dirección opuesta.
Abre el cajón de los cubiertos y observa la disposición de los mismos en los diferentes espacios; los tenedores junto a las cucharas, los cuchillos en el fondo, y otros instrumentos que no conoce situados en los extremos. Mil veces le han dicho que no toque ese cajón, pero casi el mismo número de ellas le han prometido que nunca volvería a ocurrir lo que acababa de producirse. Saca un cuchillo del final del compartimento de plástico y lo mueve por el piso, deslizándolo como si de un autobús imaginario se tratase. Lo coge por la empuñadura y simula el acto de clavarlo en el pecho de un personaje al que odia, igual al que vio en la película que su padre visionaba la víspera. Si pudiera elegir no tendría dudas sobre la víctima elegida. Apura su fantasía y acerca la cuchilla a su garganta, pensando que la mano aún le pertenece, pero que el cuello es de ese adulto que dice ser su padre.


notisanpedro.info

La llegada de Manu a la familia pareció una bendición. Jorge quería seguir disfrutando de la libertad de una pareja enamorada, pero el embarazo inesperado frustró sus planes a un año escaso de la boda. Tras darle Tatiana la noticia, se mostró perplejo pero dichoso, o al menos en apariencia. Dos días después se produjo la primera discusión, el primer bofetón y la disculpa consiguiente. Ella, ilusionada con el niño que esperaba, disculpó aquello por los nervios de su marido y el estrés de un trabajo directivo en una empresa de representación. Notó, sin embargo, que ya no contaba como antes con su presencia en las cenas de empresa o en los cócteles de presentación de nuevos productos. Quiso creer que un exceso de celo por su bienestar y el del bebé estaba detrás de ese cambio repentino de actitud. Incluso los episodios agresivos, que acababan cuando ella se mostraba sumisa, los entendía como la factura a pagar por  la responsabilidad asumida de ser padres.

Un gemido lejano le hace soltar el cuchillo y acurrucarse entre la lavadora y el lavavajillas. Llorar sería bueno, pero solo un suspiro resignado escapa de su garganta. Si pudiese, gritaría lo más alto posible, pero se niega ese recurso por si le escucha papá, a pesar de haberse marchado hace rato escupiendo palabras ininteligibles para su corta edad.
Se aferra al pantalón del pijama con las uñas casi clavadas en las palmas de las manos. Un temblor imperceptible sacude sus músculos y un frío intenso le recorre la espalda. Con la mirada fija en el halógeno del techo teme quedarse en tinieblas, sumiéndose en esa oscuridad horrible que invade su alcoba cuando su padre le encierra para que no oiga los gritos lanzados contra su madre. Sabe entonces que ambos estaban juntos…, aunque ella nunca hablaba.
Cuando la tranquilidad volvía, la puerta de la habitación recuperaba algo de la luz del pasillo y esa mujer callada entraba, levantaba la manta y le acompañaba en su soledad. No percibía Manuel lo que ocurría, pero sí la magia de dos personas abrazadas, protegidas por la noche, al mismo tiempo tan unidas y distantes, separadas por una barrera de miedo que resultaba imposible traspasar.
Pide al Niño Jesús que no se apague esa incandescencia luminosa que le mantiene vivo todavía. Decide perdonar a Buzz Lightyear y le rescata de su abandono. Conoce cómo se siente y le ofrece la compañía de un amigo; juntos han dormido muchos días, con los oídos tapados, callados, para que las sombras no les encuentren escondidos bajo las sábanas.

migeneracionz.blogspot.com
Cuando Manu apenas sumaba cuatro meses pasaba todo el tiempo con su madre. Los brazos de Tatiana eran su refugio, y sus pechos el alimento deseado. Jorge parecía mostrar celos de esa simbiosis entre ambos y su gesto se agrietaba cuando los veía tan unidos. Puede que se sintiese desplazado, pero nada justificaba sus ofensas insolentes. Cerca de los cinco meses de lactancia, le arrancó un día el niño de las manos, mientras del pezón manaba ese líquido cremoso que el niño creía seguir amamantando, a juzgar por los movimientos instintivos de sus labios. Tatiana lloraba al ver a su hijo insatisfecho, que lloraba para reclamar más alimento, mientras recibía los insultos de su marido. No quiso perjudicar a Manuel y se levantó airada para seguir dándole de mamar. Recibió de repente un tortazo, que devolvió a su agresor. Lo que siguió fue un manantial de golpes alocados, una sucesión de puñetazos indignos y palabras humillantes. Tatiana recordaba los momentos posteriores, el malestar de las heridas, y los arrullos de un loco, transformado de repente en alguien tierno y afectivo. Desde aquél día se sucedieron situaciones como aquella, con perdones indolentes y amenazas de muerte si se atrevía a denunciarlo. ¡Nunca lo hizo! La falta de valor se lo impedía.

Nuevos lamentos resuenan en el entorno vacío donde se esconde Manu. Reconoce en ellos a su madre, pero se tapa las orejas, para escaparse de la realidad sin darse cuenta. Nota el frío del terrazo en las plantas descalzas y se encoge todavía más, si ello es posible, para recuperar el calor del cuerpo. Tatiana le ha dicho muchas veces que cuando la oiga llorar no acuda a consolarla. Ella lo hace para evitarle la angustia de verla derrotada, tirada en el suelo, vencida por la fuerza masculina y abatida por su propia cobardía. Ese niño desamparado toma la decisión de desobedecer a mamá y correr a su lado, para ofrecerle sus pequeñas manos y todos los besos del mundo. Duda. ¿Le regañará por hacerlo? Es igual. Se decide. Llega hasta el umbral de la puerta y la lobreguez de la casa le retiene. No quiere quedarse allí, pero tampoco encuentra la determinación para avanzar.
―Mamá ―la llama, elevando la voz para ser escuchado.
Nuevos sollozos, renovados lamentos. Respuestas que le asustan, hasta forzarle a retroceder a su refugio, entre los electrodomésticos. 

Allí permanece un tiempo que no controla. Cree que la risa no existe y que se ha marchado la alegría. No entiende otra cosa que no sea callarse, hacer lo que su padre espera que haga y repetirle a su madre que no pasa nada, que la quiere muchito, que quiere ser su novio. Hace ya días que se lo calla, porque cuando pronuncia esas frases con su lengua de trapo Tatiana le estrecha contra ella, con fuerza, y nota cómo llora, con espasmos en el cuerpo.

Esa noche Jorge ha vuelto a gritarla y él se ha levantado de la cama. Esta vez estaban en su dormitorio, encerrados, como si un trozo de madera le impidiese escucharlos. Supera el terror de la penumbra y se dirige al lugar más alejado de esas voces. Llega a la cocina, empuja el interruptor y se oculta de aquella pesadilla junto al único amigo que le entiende, Buzz Lightyear. A pesar de la distancia le llegan las peticiones de socorro de su madre, que le hacen sentirse como un insecto aplastado por la suela de un zapato. Tras un silencio espantoso apareció la figura de su padre, sin percatarse siquiera de su presencia en una cocina iluminada. El portazo al irse puso fin a la angustia y encerró a dos inocentes en una morada destrozada.

Manuel no sabe el significado de las palabras de su madre, escuchadas en demasiadas ocasiones, pero también él quiere morirse.
       El ruido de la cerradura de la calle alerta hasta el último de los músculos de su diminuto físico. Sabe que está entrando. Vuelve a mearse…
Un hombre desconocido, con chaleco reflectante, aparece delante de él. Se acerca. No le conoce, pero no hace falta; le levanta y le abraza, con un afecto inusual. Se deja querer, y aún con seis años, agradece ese gesto tan humano. Por encima del hombro del sanitario advierte mucho movimiento de personas adultas, entrando y saliendo de su casa, todas enfundadas en esas prendas fluorescentes. Y a policías, que conoce por la tele y por los que todos los días regulan el tráfico en la puerta del colegio. Otros arrastran una camilla, que está seguro procede del lugar de las torturas. Un grito sin fuerzas, que pertenece a su madre, ordena que se paren. Debajo de una mascarilla de oxígeno, y detrás de la sangre y los moratones, encuentra a su mamacita. Les separan 30 años, pero los sentimientos no conocen de esas cosas: los dos se empapan de sus lágrimas, como si fuesen compartidas, pero ahora de la liberación de saberse mutuamente protegidos, lejos de la mente enferma del verdugo.
Se llevan a Tatiana y Manuel escucha a dos agentes hablar:
―El malnacido se entregó en comisaría creyendo que la había matado. Nos dio las llaves y, gracias a Dios, hemos llegado a tiempo.
El niño se aferra al cuello del desconocido, transformado de repente en un ángel de la guarda. El rostro de una vecina asoma entre los recién llegados; la misma que siempre agacha la cabeza cuando se cruza con su madre. Vive al lado, y escucha lo que pasa en su casa tantos días.
―Pobre criatura, pobre criatura… ―repite incansable.
Una mujer le separa del espíritu celestial y se lo arrulla con idéntica dulzura. La vecina le pregunta dónde lo llevan, y le responde la de Asuntos Sociales.
 ―Con nadie estará mejor que con su madre, en cuanto se recupere.
Le montan en un coche oscuro y se lo llevan de allí.
Manuel no mira lo que deja detrás.
Solo tiene seis años…



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