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Igual que pasa con las frutas, hay cuentos de todos los colores, sabores, tamaños y texturas.
Los temas que tratan son también innumerables, y no es objetivo de este blog realizar una clasificación.
Lo mismo se puede decir de los estilos que los escritores utilizaron: para hacer un cuento vale prácticamente todo.
A continuación puedes encontrar 35 relatos, algunos de ellos magníficos. Comencemos por los más cortos, para abrir boca...
El eclipse
Augusto Monterroso
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Lingüistas
Mario Benedetti
Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del congreso internacional de lingüística y afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y sus papeles y se dirigió a la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, eniólogos, críticos estructuralistas y deconstruccionalistas, todos los cuales siguieron su barboso desplazamiento con una admiración rallana en la grosemática. De pronto, las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica: ¡Qué sintagma, qué polisemia, qué significante, qué diacronía, qué centrar ceterorum, qué zungespitze, qué morfema! La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas. Solo se la vio sonreír, halagada y, tal vez, vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró casi en su oído: ¡Cosita linda!
Un rajá que se aburre
Alphonse Allais
¡El rajá se aburre!
¡Ah, sí, se aburre el rajá!
¡Se aburre como quizá nunca se aburrió en su vida!
(¡Y Buda sabe si el pobre rajá se aburrió!)
En el patio norte del palacio, la escolta aguarda. Y también aguardan los elefantes del rajá. Porque hoy el rajá debía cazar al jaguar.
Ante yo no sé qué suave gesto del rajá, el intendente comprende: ¡que entre la escolta!; ¡que entren los elefantes!
Muy perezosamente, entra la escolta, llena de contento.
Los elefantes murmuran roncamente, que es la manera, entre los elefantes, de expresar el descontento.
Porque, al contrario del elefante de África, que gusta solamente de la caza de mariposas, el elefante de Asia sólo se apasiona con la caza del jaguar.
Entonces, ¡que vengan las bailarinas!
¡Aquí están las bailarinas! Las bailarinas no impiden que el rajá se aburra.
¡Afuera, afuera las bailarinas! Y las bailarinas se van.
¡Un momento, un momento! Hay entre las bailarinas una nueva pequeña que el rajá no conoce.
―Quédate aquí, pequeña bailarina. ¡Y baila! ¡He aquí que baila, la pequeña bailarina!
¡Oh, su danza!
¡El encanto de su paso, de su actitud, de sus ademanes graves!
¡Oh, los arabescos que sus diminutos pies escriben sobre el ónix de las baldosas! ¡Oh, la gracia casi religiosa de sus manos menudas y lentas! ¡Oh, todo!
Y he aquí que al ritmo de la música ella comienza a desvestirse.
Una a una, cada pieza de su vestido, ágilmente desprendida, vuela a su alrededor.
¡El rajá se enciende!
Y cada vez que una pieza del vestido cae, el rajá, impaciente, ronco, dice:
-¡Más!
Ahora, hela aquí toda desnuda.
Su pequeño cuerpo, joven y fresco, es un encantamiento.
No se sabría decir si es de bronce infinitamente claro o de marfil un poco rosado. ¿Ambas cosas, quizá?
El rajá está parado, y ruge, como loco:
―¡Más!
La pobre pequeña bailarina vacila. ¿Ha olvidada sobre ella una insignificante brizna de tejido? Pero no, está bien desnuda.
El rajá arroja a sus servidores una malvada mirada oscura y ruge nuevamente:
―¡Más!
Ellos lo entendieron.
Los largos cuchillos salen de las vainas. Los servidores levantan, no sin destreza, la piel de la linda pequeña bailarina.
La niña soporta con coraje superior a su edad esta ridícula operación, y pronto aparece ante el rajá como una pieza anatómica escarlata, jadeante y humeante.
Todo el mundo se retira por discreción. ¡Y el rajá no se aburre más!
Una bella película
Guillaume Apollinaire
¿Sobre qué conciencia no pesa un crimen? -preguntó el barón d'Ormesan- Por mi parte, ya no me tomo la molestia de contarlos. He cometido algunos que me produjeron dinero, y si hoy no soy millonario, debo culpar más bien a mis apetitos que a mis escrúpulos.
En 1901, en unión de unos amigos, fundé la Compañía Internacional Cinematographic, a la que para abreviar llamamos C.I.C. Nuestro propósito era producir una película de gran interés y pasarla luego en los cinematógrafos de las principales ciudades de Europa y América. Nuestro programa estaba bien trazado. Gracias a la indiscreción de uno de los domésticos, pudimos obtener una escena interesantísima que representaba al presidente de la República, en momentos en que se levantaba de la cama. Siguiendo idéntico procedimiento, también logramos la filmación del nacimiento del príncipe de Albania. En otra oportunidad, después de comprar a precio de oro la complicidad de algunos funcionarios del Sultán, pudimos fijar para siempre la impresionante tragedia del gran visir MalekPacha, quien, después de los desgarradores adioses a sus esposas e hijos, bebió, por orden de su amo y señor, el funesto café en la terraza de su residencia de Pera.
Sólo nos faltaba la representación de un crimen. Pero, desdichadamente, no es fácil conocer con anticipación la hora de un atraco y es muy raro que los criminales actúen abiertamente.
Desesperando de lograr por medios lícitos el espectáculo de un atentado, decidimos organizarlo por nuestra cuenta en una casa que alquilamos en Auteuil a esos efectos. Primeramente habíamos pensado contratar actores para un simulacro de ese crimen que nos faltaba, pero, aparte de que con ello hubiésemos engañado a nuestros futuros espectadores al ofrecerles escenas falsas, habituados como estábamos a no cinematografiar más que la realidad, no podíamos satisfacernos con un simple juego teatral por perfecto que fuera. Llegamos así a la conclusión de echar suerte, para establecer quién de entre nosotros debía juramentarse y cometer el crimen que nuestra cámara registraría. Mas ésta fue una perspectiva ingrata para todos. Después de todo, éramos una sociedad constituida por personas de bien y nadie tomaba a broma eso de perder el honor ni aun por fines comerciales.
Una noche decidimos emboscarnos en la esquina de una calle desierta, muy cerca de la villa que alquiláramos. Éramos seis y todos íbamos armados con revólveres. Pasó una pareja: un hombre y una mujer jóvenes, cuya elegancia muy rebuscada nos pareció a propósito para acondicionar los elementos más interesantes de un crimen pasional. Silenciosos, nos abalanzamos sobre la pareja y amordazándolos los condujimos a la casa. Allí los dejamos bajo el cuidado de uno de nuestro grupo, volviendo a nuestra posición. Un señor de patillas blancas vestido con traje de noche apareció en la calle; salimos a su encuentro y lo arrastramos a la casa a pesar de su resistencia. El brillo de nuestros revólveres dio razón de su coraje y de sus gritos.
Nuestro fotógrafo preparó su cámara, iluminó la sala convenientemente y se aprestó a registrar el crimen. Cuatro de los nuestros se colocaron al lado del fotógrafo apuntando con las armas a los cautivos.
La joven pareja estaba todavía desvanecida. Los desvestí con atenciones conmovedoras: despojé a la muchacha de la falda y el corsé, dejando al joven en mangas de camisa. Dirigiéndome al señor de esmoquin, le dije:
―Señor: ni mis amigos ni yo deseamos a usted ningún mal. Pero le exigimos, bajo pena de muerte, que asesine, con este puñal que arrojo a sus pies, a este hombre y a esta mujer. Ante todo, usted tratará de que vuelvan de su desmayo; tenga cuidado que no lo estrangulen. Como están desarmados, no cabe la menor duda de que usted logrará su propósito.
―Señor ―repuso cortésmente el futuro asesino― no tengo más remedio que ceder ante la violencia. Usted ha tomado todas las resoluciones y no deseo en lo más mínimo modificar una decisión cuyo motivo no se me aparece claramente; voy a pedirle una gracia, sólo una: permítame cubrirme el rostro.
Nos consultamos y resolvimos que era mejor así, tanto para él como para nosotros. Coloqué sobre la cara del hombre un pañuelo en el que previamente habíamos abierto dos orificios en el lugar de los ojos, y el individuo comenzó su tarea.
Golpeó al joven en las manos. Nuestro aparato fotográfico empezó a funcionar, registrando esta lúgubre escena. Con el puñal dio unos puntazos en el brazo de su víctima. Ésta se puso rápidamente de pie, saltando, con una fuerza duplicada por el espanto, sobre la espalda de su agresor. La muchacha volvió en sí de su desvanecimiento y acudió en socorro de su amigo. Fue la primera en caer, herida en el corazón. Luego la escena se concentró en el joven, que se abatió de una herida en la garganta. El asesino hizo las cosas bien. El pañuelo que cubría su rostro no se había movido durante la lucha, y lo conservó puesto todo el tiempo que la cámara funcionó.
―¿Están ustedes conformes? ―nos preguntó―. ¿Puedo ahora arreglarme un poco?
Lo felicitamos por su labor. Se lavó las manos, se peinó, cepillándose luego el traje. Inmediatamente, la cámara se detuvo.
Hablaba y hablaba...
Max Aub
Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.
Tranvía
Andrea Bocconi
Por fin. La desconocida subía siempre en aquella parada. "Amplia sonrisa, caderas anchas... una madre excelente para mis hijos", pensó. La saludó; ella respondió y retomó su lectura: culta, moderna.
Él se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué respondía a su saludo? Ni siquiera lo conocía.
Dudó. Ella bajó.
Se sintió divorciado: "¿Y los niños, con quién van a quedarse?"
Llamada
Fredric Brown
El último hombre sobre la Tierra está sentado a solas en una habitación. Llaman a la puerta...
Historia del joven celoso
Henri Pierre Cami
Había una vez un joven que estaba muy celoso de una muchacha bastante voluble.
Un día le dijo:
―Tus ojos miran a todo el mundo.
Entonces, le arrancó los ojos.
Después le dijo:
―Con tus manos puedes hacer gestos de invitación.
Y le cortó las manos.
“Todavía puede hablar con otros”, pensó. Y le extirpó la lengua.
Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores, le arrancó todos los dientes.
Por último, le cortó las piernas. “De este modo ―se dijo― estaré más tranquilo”.
Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven muchacha que amaba. “Ella es fea ―pensaba―, pero al menos será mía hasta la muerte”.
Un día volvió a la casa y no encontró a la muchacha: había desaparecido, raptada por un exhibidor de fenómenos.
Sueño de la mariposa
Chuang Tzu
Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.
El gesto de la muerte
Jean Cocteau
Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
―¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
―Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
―No fue un gesto de amenaza ―le responde― sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.
La persecución del maestro
Alexandra David-Néel
Entonces el discípulo atravesó el país en busca del maestro predestinado. Sabía su nombre: Tilopa; sabía que era imprescindible. Lo perseguía de ciudad en ciudad, siempre con atraso.
Una noche, famélico, llama a la puerta de una casa y pide comida. Sale un borracho y con voz estrepitosa le ofrece vino. El discípulo rehúsa, indignado. La casa entera desaparece; el discípulo queda solo en mitad del campo; la voz del borracho le grita: Yo era Tilopa.
Otra vez un aldeano le pide ayuda para cuerear un caballo muerto; asqueado, el discípulo se aleja sin contestar; una burlona voz le grita: Yo era Tilopa.
En un desfiladero un hombre arrastra del pelo a una mujer. El discípulo ataca al forajido y logra que suelte a su víctima. Bruscamente se encuentra solo y la voz le repite: Yo era Tilopa.
Llega, una tarde, a un cementerio; ve a un hombre agazapado junto a una hoguera de ennegrecidos restos humanos; comprende, se prosterna, toma los pies del maestro y los pone sobre su cabeza. Esta vez Tilopa no desaparece.
El dedo
Feng Meng-lung
Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Éste tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.
―¿Qué más deseas, pues? ―le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.
―¡Quisiera tu dedo! ―contestó el otro.
Un paciente en disminución
Macedonio Fernández
El señor Ga había sido tan asiduo, tan dócil y prolongado paciente del doctor Terapéutica que ahora ya era sólo un pie. Extirpados sucesivamente los dientes, las amígdalas, el estómago, un riñón, un pulmón, el bazo, el colon, ahora llegaba el valet del señor Ga a llamar al doctor Terapéutica para que atendiera el pie del señor Ga, que lo mandaba llamar.
El doctor Terapéutica examinó detenidamente el pie y “meneando con grave modo” la cabeza resolvió:
―Hay demasiado pie, con razón se siente mal: le trazaré el corte necesario, a un cirujano.
Un creyente
George Loring Frost
Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
―Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
―Yo no ―respondió el otro―. ¿Y usted?
―Yo sí ―dijo el primero, y desapareció.
Las gafas
Matías García Megías
Tengo gafas para ver verdades. Como no tengo costumbre no las uso nunca.
Solo una vez...
Mi mujer dormía a mi lado.
Puestas las gafas, la miré.
La calavera del esqueleto que yacía debajo de las sabanas roncaba a mi lado, junto a mí.
El hueso redondo sobre la almohada tenía los cabellos de mi mujer, con los rulos de mi mujer.
Los dientes descarnados que mordían el aire a cada ronquido, tenían la prótesis de platino de mi mujer.
Acaricié los cabellos y palpé el hueso procurando no entrar en las cuencas de los ojos: no cabía duda, aquello era mi mujer.
Dejé las gafas, me levanté, y estuve paseando hasta que el sueño me rindió y me volvió a la cama.
Desde entonces, pienso mucho en las cosas de la vida y de la muerte.
Amo a mi mujer, pero si fuera más joven me metería a monje.
Final para un cuento fantástico
I.A. Ireland
―¡Que extraño! ―dijo la muchacha avanzando cautelosamente―. ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
―¡Dios mío! ―dijo el hombre―. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
―A los dos no. A uno solo ―dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.
Los cantores de mi patio
Jules Jouy
Como no soy rico, he debido conformarme con un único cuarto cuya ventana da al patio. Un patio negro y fétido de la calle Tiquetonne, en el que día a día se amontonan mendigos, cantores y ciertos inválidos.
Hay, ante todo, un estropeado que se arrastra con el trasero sobre un carrito, un resto de hombre parecido a un ratón y que suele cantar esto:
Es la costurera
que vive en la delantera.
¡Ay, y yo sobre la trasera!
¡Qué diferente es!
Hay un sordomudo cuyo estribillo favorito es:
Nena, cuando sople el viento sobre la tierra,
escucharemos la canción de los trigos dorados.
Hay un tullido de la mano derecha que, sin dejar de exhibir su horrible muñón, vocifera con una voz de gárgola obstruida:
Esta mano, esta mano tan boni-i-ta...
Hay un manco de ambos brazos que prefiere este pasaje de una romanza de moda:
La cinturina
de mi divina
cabría, creo,
entre mis dedos.
Hay un ciego de nacimiento (vino al mundo con un caniche y un clarinete) que siempre prefiere este idilio del difunto Renard:
Cuando vi a Magdalena
por vez primera...
Viene en seguida un "pobre huérfano":
¿Quién es como un jumento?
Mi papá.
¿Quién es como un monumento?
Mi mamá.
Un "pobre padre de familia" que aúlla, mostrando su retahíla de granujas:
Los enviados del paraíso
son mascotas, amigos míos.
Venturoso a quien se lo dota
de una mascota.
Un "obrero sin trabajo":
Sólo por la paz trabaja mi martillo...
Un paralítico:
Yo la seguía cantando
tralalá, lalá, lalá.
Diciéndole, palpitando,
tralalá.
Y la hermosa disparando...
Tralalá, lalá, lalá.
Un "viejo soldado mutilado por una esquirla de obús", que, volviendo su rostro sin nariz hacia la escalera de las costureritas del tercer piso, les canta, sin la menor vergüenza:
¡Escúcheme usted, usted, señorita...!
El desfile siempre termina con una horrible vieja "víctima de la explosión de un polvorín». ¿Sus ojos? Dos llagas con pus. ¿Su nariz? Un agujero. ¿Su boca? Una excavación, de la que generalmente sale esta canción de "La mascota":
¡Qué cosa dulce es un beso ...
Ya pueden ustedes pensar cómo me río en mi único cuarto cuya ventana da al patio. Un patio negro y fétido de la calle Tiquetonne.
El verdugo
A. Koestler
Cuenta la historia que había una vez un verdugo llamado Wang Lun, que vivía en el reino del segundo emperador de la dinastía Ming. Era famoso por su habilidad y rapidez al decapitar a sus víctimas, pero toda su vida había tenido una secreta aspiración jamás realizada todavía: cortar tan rápidamente el cuello de una persona que la cabeza quedara sobre el cuello, posada sobre él. Practicó y practicó y finalmente, en su año sesenta y seis, realizó su ambición.
Era un atareado día de ejecuciones y él despachaba cada hombre con graciosa velocidad; las cabezas rodaban en el polvo. Llegó el duodécimo hombre, empezó a subir el patíbulo y Wang Lun, con un golpe de su espada, lo decapitó con tal celeridad que la víctima continuó subiendo. Cuando llegó arriba, se dirigió airadamente al verdugo:
―¿Por qué prolongas mi agonía? ―le preguntó―. ¡Habías sido tan misericordiosamente rápido con los otros!
Fue el gran momento de Wang Lun; había coronado el trabajo de toda su vida. En su rostro apareció una serena sonrisa; se volvió hacia su víctima y le dijo:
―Tenga la bondad de inclinar la cabeza, por favor.
La sombra de las jugadas
Edwin Morgan
En uno de los cuentos que integran la serie de lo Mabinogion, dos reyes enemigos juegan al ajedrez, mientras en un valle cercano sus ejércitos luchan y se destrozan. Llegan mensajeros con noticias de la batalla; los reyes no parecen oírlos e, inclinados sobre el tablero de plata, mueven las piezas de oro. Gradualmente se aclara que las vicisitudes del combate siguen las vicisitudes del juego. Hacia el atardecer, uno de los reyes derriba el tablero, porque le han dado jaque mate y poco después un jinete ensangrentado le anuncia: Tu ejército huye, has perdido el reino.
Historia de zorros
Niu Chiao
Wang vio dos zorros parados en las patas traseras y apoyados contra un árbol. Uno de ellos tenía una hoja de papel en la mano y se reían como compartiendo una broma.
Trató de espantarlos, pero se mantuvieron firmes y él disparó contra el del papel; lo hirió en el ojo y se llevó el papel. En la posada, refirió su aventura a los otros huéspedes. Mientras estaba hablando, entró un señor que tenía un ojo lastimado. Escuchó con interés el cuento de Wang y pidió que le mostraran el papel. Wang ya iba a mostrárselo, cuando el posadero notó que el recién venido tenía cola.
―¡Es un zorro! ―exclamó, y en el acto el señor se convirtió en un zorro y huyó.
Los zorros intentaron repetidas veces recuperar el papel, que estaba cubierto de caracteres ininteligibles; pero fracasaron. Wang resolvió volver a su casa. En el camino se encontró con toda su familia, que se dirigía a la capital. Declararon que él les había ordenado ese viaje, y su madre le mostró la carta en que le pedía que vendiera todas las propiedades y se juntara con él en la capital. Wang examinó la carta y vio que era una hoja en blanco. Aunque ya no tenían techo que los cobijara, Wang ordenó:
―Regresemos.
Un día apareció un hermano menor que todos habían tenido por muerto. Preguntó por las desgracias de la familia y Wang le refirió toda la historia.
―Ah ―dijo el hermano, cuando Wang llegó a su aventura con los zorros― ahí está la raíz de todo el mal.
Wang mostró el documento. Arrancándoselo, su hermano lo guardó con apuro.
―Al fin he recobrado lo que buscaba ―exclamó y, convirtiéndose en zorro, se fue.
El lobo
Petronio
Logré que uno de mis compañeros de hostería -un soldado más valiente que Plutón- me acompañara. Al primer canto del gallo, emprendimos la marcha; brillaba la luna como el sol a mediodía. Llegamos a unas tumbas. Mi hombre se para; empieza a conjurar astros; yo me siento y me pongo a contar las columnas y a canturrear. Al rato me vuelvo hacia mi compañero y lo veo desnudarse y dejar la ropa al borde del camino. De miedo se me abrieron las carnes; me quedé como muerto: Lo vi orinar alrededor de su ropa y convertirse en lobo.
Lobo, rompió a dar maullidos y huyó al bosque.
Fui a recoger su ropa y vi que se había transformado en piedra.
Desenvainé la espada y temblando llegué a casa. Melisa se extrañó de verme llegar a tales horas.
―Si hubieras llegado un poco antes ―me dijo― hubieras podido ayudarnos: Un lobo ha penetrado en el redil y ha matado las ovejas; fue una verdadera carnicería; logró escapar, pero uno de los esclavos le atravesó el pescuezo con la lanza.
Al día siguiente volví por el camino de las tumbas. En lugar de la ropa petrificada había una mancha de sangre.
Entré en la hostería; el soldado estaba tendido en un lecho. Sangraba como un buey; un médico estaba curándole el cuello.
La confesión
Manuel Peyrou
En la primavera de 1232, cerca de Aviñón, el caballero Gontran D'Orville mató por la espalda al odiado conde Geoffroy, señor del lugar. Inmediatamente confesó que había vengado una ofensa, pues su mujer lo engañaba con el Conde.
Lo sentenciaron a morir decapitado, y diez minutos antes de la ejecución le permitieron recibir a su mujer, en la celda.
―¿Por qué mentiste? ―preguntó Giselle D'Orville―. ¿Por qué me llenas de vergüenza?
―Porque soy débil ―repuso―. De este modo simplemente me cortarán la cabeza. Si hubiera confesado que lo maté porque era un tirano, primero me torturarían.
Intervalo de cinco minutos
Francis Picabia
Yo tenía un amigo suizo llamado Jacques Dingue que vivía en el Perú, a cuatro mil metros de altitud. Partió hace algunos años para explorar aquellas regiones, y allá sufrió el hechizo de una extraña india que lo enloqueció por completo y que se negó a él. Poco a poco fue debilitándose, y no salía siquiera de la cabaña en que se instalara. Un doctor peruano que lo había acompañado hasta allí le procuraba cuidados a fin de sanarlo de una demencia precoz que parecía incurable.
Una noche, la gripe se abatió sobre la pequeña tribu de indios que habían acogido a Jacques Dingue. Todos, sin excepción, fueron alcanzados por la epidemia, y ciento setenta y ocho indígenas, de doscientos que eran, murieron al cabo de pocos días. El médico peruano, desolado, rápidamente había regresado a Lima... También mi amigo fue alcanzado por el terrible mal, y la fiebre lo inmovilizó.
Ahora bien, todos los indios tenían uno o varios perros, y éstos muy pronto no encontraron otro recurso para vivir que comerse a sus amos: desmenuzaron los cadáveres, y uno de ellos llevó a la choza de Dingue la cabeza de la india de la que éste se había enamorado... Instantáneamente la reconoció y sin duda experimentó una conmoción intensa, pues de súbito se curó de su locura y de su fiebre. Ya recuperadas sus fuerzas, tomó del hocico del perro la cabeza de la mujer y se entretuvo arrojándola contra las paredes de su cuarto y ordenándole al animal que se la llevase de vuelta. Tres veces recomenzó el juego, y el perro le acercaba la cabeza sosteniéndola por la nariz; pero a la tercera vez, Jacques Dingue la lanzó con demasiada fuerza, y la cabeza se rompió contra el muro. El jugador de bolos pudo comprobar, con gran alegría, que el cerebro que brotaba de aquélla no presentaba más que una sola circunvolución y parecía afectar la forma de un par de nalgas...
El fantasma mordido
P'ou Song-Ling
He aquí la historia que me contó Chen Lin-Cheng: Un viejo amigo suyo estaba echado a la hora de la siesta, un día de verano, cuando vio, medio dormido, la vaga figura de una mujer que, eludiendo a la portera, se introducía en la casa vestida de luto: cofia blanca, túnica y falda de cáñamo. Se dirigió a las habitaciones interiores y el viejo, al principio, creyó que era una vecina que iba a hacerles una visita; después reflexionó: «¿Cómo se atrevería a entrar en la casa del prójimo con semejante indumentaria?»
Mientras permanecía sumergido en la perplejidad, la mujer volvió sobre sus pasos y penetró en la habitación. El viejo la examinó atentamente: la mujer tendría unos treinta años; el matiz amarillento de su piel, su rostro hinchado y su mirada sombría le daban un aspecto terrible. Iba y venía por la habitación, aparentemente sin intención ninguna de abandonarla; incluso se acercaba a la cama. Él fingía dormir para mejor observar cuanto hacía.
De pronto, ella se levantó un poco la falda y saltó a la cama, sentándose en el vientre del viejo; parecía pesar tres mil libras. El viejo conservaba por completo la lucidez, pero cuando quiso levantar la mano se encontró con que la tenía encadenada; cuando quiso mover un pie, lo tenía paralizado. Sobrecogido de terror, trató de gritar, pero, desgraciadamente, no era dueño de su voz. La mujer, mientras tanto, le olfateaba la cara, las mejillas, la nariz, las cejas, la frente. En toda la cara sintió su aliento, cuyo soplo helado lo penetraba hasta los huesos. Imaginó una estratagema para librarse de aquella angustia: cuando ella llegara al mentón, él trataría de morderla. Poco después ella, en efecto, se inclinó para olerle la barbilla. El viejo la mordió con todas sus fuerzas, tanto que los dientes penetraron en la carne.
Bajo la impresión del dolor la mujer se tiró al suelo, debatiéndose y lamentándose, mientras él apretaba las mandíbulas con más energía. La sangre resbalaba por su barbilla e inundaba la almohada. En medio de esta lucha encarnizada el viejo oyó, en el patio, la voz de su mujer.
―¡Un fantasma! ―gritó en el acto.
Pero apenas abrió la boca, el monstruo se desvaneció, como un suspiro.
La mujer acudió a la cabecera de su marido; no vio nada y se burló de la ilusión, causada, pensó ella, por una pesadilla. Pero el viejo insistió en su narración y, como prueba evidente, le enseñó la mancha de sangre: parecía agua que hubiera penetrado por una fisura del techo y empapado la almohada y la estera. El viejo acercó la cara a la mancha y respiró una emanación pútrida; se sintió presa de un violento acceso de vómitos, y durante muchos días tuvo la boca apestada, con un hálito nauseabundo.
Temor de la cólera
Ah'med el Qalyubi
En una de sus guerras, Alí derribó a un hombre y se arrodilló sobre su pecho para decapitarlo. El hombre le escupió en la cara. Alí se incorporó y lo dejó. Cuando le preguntaron por qué había hecho eso, respondió:
―Me escupió en la cara y temí matarlo estando yo enojado. Sólo quiero matar a mis enemigos estando puro ante Dios.
Un modelo de agricultor
Jules Renard
El combate parecía terminado, cuando una última bala -una bala perdida- vino a dar en la pierna derecha de Fabricio. Éste hubo de regresar a su país con una pata de palo.
Al principio mostraba cierto orgullo. Entraba en la iglesia de la aldea golpeando tan fuertemente las baldosas, que se le podría haber tomado por un sacristán de catedral.
Después, ya calmada la curiosidad, durante mucho tiempo se lamentó, avergonzado, y creyó que ya nada bueno podía esperar.
Buscó con obstinación, a menudo como un alucinado, la manera de ser útil.
Y ahora helo allí, en el sendero del humilde bienestar. Sin llegar a despreciar su pierna de carne, siente alguna debilidad por la de madera.
Trabaja por un jornal. Se le asigna una fracción de terreno, y ya puede uno marcharse y dejarlo solo.
Lleva el bolsillo derecho lleno de alubias rojas o blancas, a elección.
Además, el bolsillo está roto; no demasiado, pero tampoco apenas.
Con normal apostura, Fabricio recorre el terreno a todo lo largo y ancho. Su pata de palo, a cada paso, abre un hoyo. Él sacude su bolsillo roto. Caen unas alubias. Él las recubre con ayuda del pie izquierdo y sigue adelante.
Y en tanto se gana honestamente la vida, el antiguo guerrero, con las manos a la espalda y la cabeza erguida, parece que se paseara para recobrar la salud.
Un teólogo en la muerte
Manuel Swedenborg
Los ángeles me comunicaron que cuando falleció Melanchton le fue suministrada en el otro mundo una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra. (A casi todos los recién venidos a la eternidad les ocurre lo mismo y por eso creen que no han muerto.) Los objetos domésticos eran iguales: la mesa, el escritorio con sus cajones, la biblioteca. En cuanto Melanchton se despertó en ese domicilio, reanudó sus tareas literarias como si no fuera un cadáver y escribió durante unos días sobre la justificación por la fe. Como era su costumbre, no dijo una palabra sobre la caridad. Los ángeles notaron esa omisión y mandaron personas a interrogarlo. Melanchton les dijo:
―He demostrado irrefutablemente que el alma puede prescindir de la caridad y que para ingresar en el cielo basta la fe.
Esas cosas las decía con soberbia y no sabía que ya estaba muerto y que su lugar no era el cielo. Cuando los ángeles oyeron este discurso, lo abandonaron. A las pocas semanas, los muebles empezaron a afantasmarse hasta ser invisibles, salvo el sillón, la mesa, las hojas de papel y el tintero. Además, las paredes del aposento se mancharon de cal, y el piso, de un barniz amarillo. Su misma ropa ya era mucho más ordinaria. Seguía, sin embargo, escribiendo, pero como persistía en la negación de la caridad, lo trasladaron a un taller subterráneo, donde había otros teólogos como él. Ahí estuvo unos días y empezó a dudar de su tesis y le permitieron volver. Su ropa era de cuero sin curtir, pero trató de imaginarse que lo anterior había sido una mera alucinación y prosiguió elevando la fe y denigrando la caridad. Un atardecer, sintió frío. Entonces recorrió la casa y comprobó que los demás aposentos ya no correspondían a los de su habitación en la tierra. Alguno contenía instrumentos desconocidos; otro se había achicado tanto que era imposible entrar; otro no había cambiado, pero sus ventanas y puertas daban a grandes médanos. La pieza del fondo estaba llena de personas que lo adoraban y que le repetían que ningún teólogo era tan sapiente como él. Esa adoración le agradó, pero como alguna de esas personas no tenía cara y otras parecían muertas, acabó por aborrecerlas y desconfiar. Entonces determinó escribir un elogio de la caridad, pero las páginas escritas hoy aparecían mañana borradas. Eso le aconteció porque las componía sin convicción.
Recibía muchas visitas de gente recién muerta, pero sentía vergüenza de mostrarse en un alojamiento tan sórdido. Para hacerles creer que estaba en el cielo, se arregló con un brujo de los de la pieza del fondo, y éste los engañaba con simulacros de esplendor y de serenidad. Apenas las visitas se retiraban reaparecían la pobreza y la cal, y a veces un poco antes.
Las últimas noticias de Melanchton dicen que el brujo y uno de los hombres sin cara lo llevaron hacia los médanos y que ahora es como un sirviente de los demonios.
Literatura
Julio Torri
El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.
La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.
El espejo de viento y luna
Tsao Hsue-Kin
En un año las dolencias de Kia Yui se agravaron. La imagen de la inaccesible señora Fénix gastaba sus días; las pesadillas y el insomnio, sus noches.
Una tarde un mendigo taoísta pedía limosna en la calle, proclamando que podía curar las enfermedades del alma. Kia Yui lo hizo llamar. El mendigo le dijo:
―Con medicinas no se cura su mal. Tengo un tesoro que lo sanará si sigue mis órdenes.
De su manga sacó un espejo bruñido de ambos lados; el espejo tenía la inscripción: Precioso Espejo de Viento y Luna. Agregó:
―Este espejo viene del Palacio del Hada del Terrible Despertar y tiene la virtud de curar los males causados por los pensamientos impuros. Pero guárdese de mirar el anverso. Sólo mire el reverso. Mañana volveré a buscar el espejo y a felicitarlo por su mejoría.
Se fue sin aceptar las monedas que le ofrecieron.
Kia Yui tomó el espejo y miró según le había indicado el mendigo. Lo arrojó con espanto: El espejo reflejaba una calavera. Maldijo al mendigo; irritado, quiso ver el anverso. Empuñó el espejo y miró: Desde su fondo, la señora Fénix, espléndidamente vestida, le hacía señas. Kia Yui se sintió arrebatado por el espejo y atravesó el metal y cumplió el acto de amor. Después, Fénix lo acompañó hasta la salida. Cuando Kia Yui se despertó, el espejo estaba al revés y le mostraba, de nuevo, la calavera. Agotado por la delicia del lado falaz del espejo, Kia Yui no resistió, sin embargo, a la tentación de mirarlo una vez más. De nuevo Fénix le hizo señas, de nuevo penetró en el espejo y satisficieron su amor. Esto ocurrió unas cuantas veces. La última, dos hombres lo apresaron al salir y lo encadenaron.
―Los seguiré ―murmuró― pero déjenme llevar el espejo.
Fueron sus últimas palabras. Lo hallaron muerto, sobre la sábana manchada.
Un milagro
Llorenç Villalonga
Le habían asegurado que la Sagrada Imagen retornaría el movimiento al brazo paralizado y la señora tenía mucha fe. ¡Lo que consigue la fe! La señora entró temblando en la misteriosa cueva y fue tan intensa su emoción que enmudeció para siempre. Del brazo no curó porque era incurable.
Historia de los dos que soñaron
Gustavo Weil
Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño a un desconocido que le dijo:
―Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla.
A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la cárcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo:
―¿Quién eres y cuál es tu patria?
El hombre declaró:
―Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí.
El juez le preguntó:
―¿Qué te trajo a Persia?
El hombre optó por la verdad y le dijo:
―Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que la fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel.
El juez echó a reír.
―Hombre desatinado ―le dijo―, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín. Y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma estas monedas y vete.
El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la higuera de su casa (que era la del sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.
La sentencia
Wu Ch'eng-en
Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.
Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido.
Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes, que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron:
―¡Cayó del cielo!
Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó:
―Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así.
El amo confiado y el criado inocente
Mateo Bandello
En el tiempo en que Maximiliano César estaba con un numeroso ejército sitiando a Padua, un gentilhombre con su familia escapó a refugiarse a Mantua, y me contó que antes de la guerra vino a esta ciudad un joven alemán, que se puso al servicio de un gentilhombre en calidad de mozo de cuadra, porque no sabía hacer otra cosa más que cuidar de los caballos. Era de aspecto simpático, pero de una inocencia tal, que se le podía hacer creer cuanto se deseara.
El gentilhombre al servicio del cual estaba, tenía pasión por los pájaros y pasaba todo el día ocupado en cacería. Como el alemán no se ocupaba más que de la cuadra, el amo creyó poder confiarle el cuidado de que le limpiase las botas y se las engrasara para que estuviesen bien flexibles.
Arrigo, que así se llamaba el alemán, tenía de veinticuatro a veinticinco años, pero aún no había experimentado lo que era meter el diablo en el infierno, y como comía, trabajaba y bebía como un alemán, estaba siempre con el arco tendido, sin saber qué remedio hallar para su mal.
Había notado varias veces que las botas de su amo, por duras que estuviesen, se volvían blandas y flexibles después de engrasadas y puestas al sol, y el inocente joven imaginó encontrar de la misma manera el medio de enternecer y poner flexible su instrumento. Así es que se desabrochó la bragueta y se puso a frotar su miembro con la grasa al sol, sin conseguir ningún resultado, porque siempre estaba hinchado y no se ablandaba nada; pero él perseveraba en la ocupación, pensando que a fuerza de grasas conseguiría su propósito.
Un día, la esposa del gentilhombre salió al patio para hacer ciertas necesidades y vio detrás de la cuadra a Arrigo con su pieza en la mano, en actitud de frotársela con las grasas. La tenía blanca como la nieve, y a la dama le pareció la cosa más bella y dulce del mundo. Se sintió de súbito presa de un gran deseo de probar qué tal servicio le haría, porque la de su marido no era la mitad de gruesa ni de nerviosa. No tardó en hacer llamar a Arrigo para hablarle del servicio de la cuadra, y le dijo:
―Arrigo, yo no sé cómo decirte lo que pienso. En menos de quince días has empleado más grasa para las botas del amo que en tres meses los otros servidores. ¿Qué quiere decir esto? No dudo que haces otro uso de ella o que la vendes. Dime la verdad. Necesito saberlo. ¿Qué es lo que haces?
Arrigo entendió bien lo que le decía, pero no sabía expresar en italiano su pensamiento. Inocente y sencillo, dijo lo que le sucedía, y para explicarlo mejor se desabrochó los calzones y presentó su pieza en la mano delante de la señora, que se estremecía de gusto y ya tenía la boca hecha agua, y le explicó cómo empleaba la grasa, añadiendo que el remedio no le hacía ningún provecho.
―Voy ―dijo entonces la mujer―, puesto que eres un fiel servidor, a manifestarte que eso que haces es una verdadera tontería, que de nada sirve a tu enfermedad; yo, con la condición de que no se lo digas a nadie, te enseñaré un excelente remedio. Ven conmigo y verás, así que yo te lo haga, como esa gran pieza se queda pequeñita y blanda como una pasta.
El marido estaba fuera de la ciudad y no había en la casa nadie que la dama pudiese temer que la viera; así, condujo al joven a su cuarto, y para darse placer con él, hizo que cinco veces seguidas se frotara en su grasa.
El remedio pareció admirable al alemán, y todo marchó a maravilla entre los dos. Cada vez que había facilidad y sentía enderezarse su pieza, se la ablandaba con la grasa de la señora.
Sucedió que como Arrigo se aficionaba más a esta grasa que a la de las botas, llegó un día en que el señor quiso ir de caza y no encontró su calzado limpio ni engrasado, y montó en gran cólera por este motivo. El bueno de Arrigo no sabía qué decir.
―¿Qué quieres tú que yo haga ahora, alemán borracho? ―gritaba el amo―, ¿qué quieres que yo haga, miserable poltrón? Estas botas están tan duras y tan secas, que ni tú ni nadie podrá ponérmelas. Eres un gandul y un animal.
El muchacho, temblando de miedo a ser azotado, respondió:
―No se incomode usted, señor; no se incomode usted, que en un momento yo las pondré flexibles.
―¡Mala peste te dé, perro cochino! ―exclamó más enfurecido el dueño.
Viendo que aumentaba la cólera de su señor, casi fuera de sí, Arrigo dijo:
―Sí, sí señor. Yo voy a hacer lo necesario, si usted tiene un instante de paciencia. En cuanto yo las meta una vez en el vientre de mi señora, le aseguro que se ablandan.
El amo quiso saber qué receta era esa para tan súbito cambio, y entonces el alemán le explicó lo sucedido con detalles.
Viendo que la suerte lo había hecho señor de Corneto, el amo no dijo nada por lo pronto, pero a los pocos días manifestó al alemán que podía buscar otro dueño pues él no tenía más necesidad de sus servicios.
La pata de mono
W.W. Jacobs
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
―Oigan el viento ―dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
―Lo oigo ―dijo éste moviendo implacablemente la reina―. Jaque.
―No creo que venga esta noche ―dijo el padre con la mano sobre el tablero.
―Mate ―contestó el hijo.
―Esto es lo malo de vivir tan lejos ―vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia―. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No sé qué piensa la gente. Como hay solo dos casas alquiladas, no les importa.
―No te aflijas, querido ―dijo suavemente su mujer―, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
―Ahí viene ―dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
―El sargento mayor Morris ―dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
―Hace veintiún años ―dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo―. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
―No parece haberle sentado tan mal ―dijo la señora White amablemente.
―Me gustaría ir a la India ―dijo el señor White―. Sólo para dar un vistazo.
―Mejor quedarse aquí ―replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
―Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas ―dijo el señor White―. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
―Nada -contestó el soldado apresuradamente―. Nada que valga la pena oír.
―¿Una pata de mono? ―preguntó la señora White.
―Bueno, es lo que se llama magia, tal vez ―dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
―A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular ―dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
―¿Y qué tiene de extraordinario? ―preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
―Un viejo faquir le dio poderes mágicos ―dijo el sargento mayor―. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
―Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? ―preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
―Las he pedido ―dijo, y su rostro curtido palideció.
―¿Realmente se cumplieron los tres deseos? ―preguntó la señora White.
―Se cumplieron ―dijo el sargento.
―¿Y nadie más pidió? ―insistió la señora.
―Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
―Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán ―dijo, finalmente, el señor White―. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
―Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
―Y si a usted le concedieran tres deseos más ―dijo el señor White―, ¿los pediría?
―No sé ―contestó el otro―. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
―Mejor que se queme ―dijo con solemnidad el sargento.
―Si usted no la quiere, Morris, démela.
―No quiero ―respondió terminantemente―. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
―¿Cómo se hace?
―Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
―Parece de Las mil y una noches ―dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa―. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
―Si está resuelto a pedir algo ―dijo agarrando el brazo de White― pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
―Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros ―dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren―, no conseguiremos gran cosa.
―¿Le diste algo? ―preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
―Una bagatela ―contestó el señor White, ruborizándose levemente―. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
―Sin duda ―dijo Herbert, con fingido horror―, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
―No se me ocurre nada para pedirle ―dijo con lentitud―. Me parece que tengo todo lo que deseo.
―Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? ―dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro―. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
―Quiero doscientas libras ―pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
―Se movió ―dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer―. Se retorció en mi mano como una víbora.
―Pero yo no veo el dinero ―observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa―. Apostaría que nunca lo veré.
―Habrá sido tu imaginación, querido ―dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
―No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
―Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama ―dijo Herbert al darles las buenas noches―. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
―Todos los viejos militares son iguales ―dijo la señora White―. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
―Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza ―dijo Herbert.
―Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias ―dijo el padre.
―Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta ―dijo Herbert, levantándose de la mesa―. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
―Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas ―dijo al sentarse.
―Sin duda ―dijo el señor White―. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
―Habrá sido en tu imaginación ―dijo la señora suavemente.
―Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
―Vengo de parte de Maw & Meggins ―dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
―¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
―Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
―Lo siento... -empezó el otro.
―¿Está herido? ―preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
―Mal herido ―dijo pausadamente―. Pero no sufre.
―Gracias a Dios ―dijo la señora White, juntando las manos―. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
―Lo agarraron las máquinas ―dijo en voz baja el visitante.
―Lo agarraron las máquinas ―repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
―Era el único que nos quedaba ―le dijo al visitante―. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
―La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida ―dijo sin darse la vuelta―. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
―Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente ―prosiguió el otro―. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: «¿Cuánto?».
―Doscientas libras ―fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
―Vuelve a acostarte ―dijo tiernamente―. Vas a coger frío.
―Mi hijo tiene más frío ―dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
―La pata de mono ―gritaba desatinadamente―, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
―¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
―La quiero. ¿No la has destruido?
―Está en la sala, sobre la repisa ―contestó asombrado―. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
―Solo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
―¿Pensaste en qué? ―preguntó.
―En los otros dos deseos ―respondió en seguida―. Solo hemos pedido uno.
―¿No fue bastante?
―No ―gritó ella triunfalmente―. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
―Dios mío, estás loca.
―Búscala pronto y pide ―le balbuceó―; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
―Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
―Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
―Fue una coincidencia.
―Búscala y desea ―gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
―Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
―¡Tráemelo! ―gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta―. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
―¡Pídelo! ―gritó con violencia.
―Es absurdo y perverso ―balbuceó.
―Pídelo ―repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
―Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
―¿Qué es eso? ―gritó la mujer.
―Un ratón ―dijo el hombre―. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
―¡Es Herbert! ¡Es Herbert! ―La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
―¿Qué vas a hacer? ―le dijo ahogadamente.
―¡Es mi hijo; es Herbert! ―gritó la mujer, luchando para que la soltara―. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
―Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? ―gritó―. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
―La tranca ―dijo―. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
―Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
Historia de fantasmas
E.T.A. Hoffmann
Cipriano se puso de pie y empezó a pasear, según costumbre, siempre que su ser estaba embargado por algo muy importante y trataba de expresarse ordenadamente, y recorrió la habitación de un extremo a otro.
Los amigos se sonrieron en silencio. Se podía leer en sus miradas: «¡Qué cosas tan fantásticas vamos a oír!» Cipriano se sentó y empezó así:
―Ya saben que hace algún tiempo, después de la última campaña, me hallaba en las posesiones del Coronel de P... El Coronel era un hombre alegre y jovial, así como su esposa era la tranquilidad y la ingenuidad en persona.
Mientras yo permanecía allí, el hijo se encontraba en la armada, de modo que la familia se componía del matrimonio, de dos hijas y de una francesa que desempeñaba el cargo de una especie de gobernanta, no obstante estar las jóvenes fuera de la edad de ser gobernadas. La mayor era tan alegre y tan viva que rayaba en el desenfreno, no carente de espíritu; pero apenas podía dar cinco pasos sin danzar tres contradanzas, así como en la conversación saltaba de un tema a otro, infatigable en su actividad. Yo mismo presencié cómo en el espacio de diez minutos hizo punto... leyó..., cantó..., bailó, y que en un momento lloró por el pobre primo que había quedado en el campo de batalla y aún con lágrimas en los ojos prorrumpió en una sonora carcajada, cuando la francesa echó sin querer la dosis de rapé en el hocico del faldero, que al punto comenzó a estornudar, y la vieja a lamentarse: «Ah, che fatalità! Ah carino, poverino!» Acostumbraba a hablar al susodicho faldero sólo en italiano, pues era oriundo de Padua.
Por lo demás, la señorita era la rubia más encantadora que podía imaginarse, y en todos sus extraños caprichos dominaba la amabilidad y la gracia, de manera que ejercía una fascinación irresistible, como sin querer. La hermana más joven, que se llamaba Adelgunda, ofrecía el ejemplo contrario. En vano trato de buscar palabras para expresarles el efecto maravilloso que causó en mí esta criatura la primera vez que la vi. Imaginen la figura más bella y el semblante más hermoso. Aunque una palidez mortal cubría sus mejillas, y su cuerpo se movía suavemente, despacio, con acompasado andar, y cuando una palabra apenas musitada salía de sus labios entreabiertos y resonaba en el amplio salón, se sentía uno estremecido por un miedo fantasmal.
Pronto me sobrepuse a esta sensación de terror, y como pudiese entablar conversación con esta muchacha tan reservada, llegué a la conclusión de que lo raro y lo fantasmagórico de su figura sólo residía en su aspecto, que no dejaba traslucir lo más mínimo de su interior. De lo poco que habló la joven se dejaba traslucir una dulce feminidad, un gran sentido común y un carácter amable. No había huella de tensión alguna, así como la sonrisa dolorosa y la mirada empañada de lágrimas no eran síntoma de ninguna enfermedad física que pudiera influir en el carácter de esta delicada criatura.
Me resultó muy chocante que toda la familia, incluso la vieja francesa, parecían inquietarse en cuanto la joven hablaba con alguien, y trataban de interrumpir la conversación, y, a veces, de manera muy forzada. Lo más raro era que, en cuanto daban las ocho de la noche, la joven primero era advertida por la francesa y luego por su madre, por su hermana y por su padre, para que se retirase a su habitación, igual que se envía a un niño a la cama, para que no se canse, deseándole que duerma bien. La francesa la acompañaba, de modo que ambas nunca estaban a la cena que se servía a las nueve en punto.
La Coronela, dándose cuenta de mi asombro, se anticipó a mis preguntas, advirtiéndome que Adelgunda estaba delicada, y que sobre todo al atardecer y a eso de las nueve se veía atacada de fiebre y que el médico había dictaminado que hacia esta hora, indefectiblemente, fuera a reposar.
Yo sospeché que había otros motivos, aunque no tenía la menor idea. Hasta hoy no he sabido la relación horrible de cosas y acontecimientos que destruyó de un modo tan tremendo el círculo feliz de esta pequeña familia.
Adelgunda era la más alegre y la más juvenil criatura que darse pueda. Se celebraba su catorce cumpleaños, y fueron invitadas una serie de compañeras suyas de juego. Estaban sentadas en un bello bosquecillo del jardín del palacio y bromeaban y se reían, ajenas a que iba oscureciendo cada vez más, a que las escondidas brisas de julio comenzaban a soplar y que se acababa la diversión. En la mágica penumbra del atardecer empezaron a bailar extrañas danzas, tratando de fingirse elfos y ágiles duendes: «Óiganme ―gritó Adelgunda, cuando acabó por hacerse de noche en el boscaje―, óiganme, niñas, ahora voy a aparecerme como la mujer vestida de blanco, de la que nos ha contado tantas cosas el viejo jardinero que murió. Pero tienen que venir conmigo hasta el final del jardín, donde está el muro.» Nada más decir esto, se envolvió en su chal blanco y se deslizó ligerísima a través del follaje, y las niñas echaron a correr detrás de ella, riéndose y bromeando. Pero, apenas hubo llegado Adelgunda al arco medio caído se quedó petrificada y todos sus miembros paralizados. El reloj del palacio tocó las nueve: «¿No ven -exclamó Adelgunda con el tono apagado y cavernoso del mayor espanto-, no ven nada..., la figura... que está delante de mí? ¡Jesús! Extiende la mano hacia mí... ¿no la ven?».
Las niñas no veían lo más mínimo, pero todas se quedaron sobrecogidas por el miedo y el terror. Echaron a correr, hasta que una que parecía la más valiente saltó hacia Adelgunda y trató de cogerla en sus brazos. Pero en el mismo instante Adelgunda se desplomó como muerta. A los gritos despavoridos de las niñas, todos los del palacio salieron apresuradamente. Cogieron a Adelgunda y la metieron dentro. Despertó al fin de su desmayo y refirió temblando que, apenas entró bajo el arco, vio ante ella una figura aérea, envuelta como en niebla, que le alargaba la mano.
Como es natural, se atribuyó la aparición a la extraña confusión que produce la luz del anochecer. Adelgunda se recobró la misma noche, de tal modo, que no se temieron consecuencias algunas, y se dio el asunto por terminado. ¡Y, sin embargo, qué diferente fue! A la noche siguiente, apenas dieron las nueve campanadas, Adelgunda, presa de terror, en mitad de los amigos que la rodeaban, empezó a gritar: «¡Ahí está, ahí está! ¿No la ven? ¡Ahí está, enfrente de mí!».
Baste saber que desde aquella desgraciada noche, apenas sonaban las nueve, Adelgunda volvía a afirmar que la figura estaba delante de ella y permanecía algunos segundos, sin que nadie pudiese ver lo más mínimo, o por alguna sensación psíquica pudiese percibir la proximidad de un desconocido principio espiritual.
La pobre Adelgunda fue tenida por loca, y la familia se avergonzó, por un extraño absurdo, del estado de la hija, de la hermana. De ahí aquel raro proceder, al que ya he hecho alusión. No faltaron médicos ni medios para librar a la pobre niña de una idea fija, que así llamaban a la aparición, pero todo fue en vano, hasta que ella pidió, entre abundantes lágrimas, que la dejasen, pues la figura que se le aparecía con rasgos inciertos e irreconocibles, no tenía nada de terrorífico, y no le producía ya miedo; incluso tras cada aparición tenía la sensación de que en su interior se despojase de ideas y flotase como incorpórea, debido a lo cual padecía gran cansancio y se sentía enferma. Finalmente, la Coronela trabó conocimiento con un célebre médico, que estaba en el apogeo de su fama, por curar a los locos de manera sumamente artera (mediante ardides muy ingeniosos). Cuando la Coronela le confesó lo que le sucedía a la pobre Adelgunda, el médico se rió mucho y afirmó que no había nada más fácil que curar esta clase de locura, que tenía su base en una imaginación sobreexcitada. La idea de la aparición del fantasma estaba unida al toque de las nueve campanadas, de forma que la fuerza interior del espíritu no podía separarlo, y se trataba de romper desde fuera esta unión. Esto era muy fácil, engañando a la joven con el tiempo y dejando que transcurriesen las nueve, sin que ella se enterase. Si el fantasma no aparecía, ella misma se daría cuenta de que era una alucinación y, posteriormente, mediante medios físicos fortalecedores, se lograría la curación completa.
¡Se llevó a efecto el desdichado consejo! Aquella noche se atrasaron una hora todos los relojes del palacio, incluso el reloj cuyas campanadas resonaban sordamente, para que Adelgunda, cuando se levantase al día siguiente, se equivocase en una hora. Llegó la noche. La pequeña familia, como de costumbre, se hallaba reunida en un cuartito alegremente adornado, sin la compañía de extraños. La Coronela procuraba contar algo divertido, el Coronel empezaba, según costumbre cuando estaba de buen humor, a gastar bromas a la vieja francesa, ayudado por Augusta, la mayor de las señoritas. Todos reían y estaban alegres como nunca.
El reloj de pared dio las ocho (y eran las nueve) y, pálida como la muerte, casi se desvaneció Adelgunda en su butaca... ¡la labor cayó de sus manos! Se levantó, entonces, el tenor reflejado en su semblante, y mirando fijamente el espacio vacío de la habitación, murmuró apagadamente con voz cavernosa: «¿Cómo? ¿Una hora antes? ¡Ah! ¿No lo ven? ¿No lo ven? ¡Está frente a mí, justo frente a mí!» Todos se estremecieron de horror, pero como nadie viese nada, gritó la Coronela: «¡Adelgunda! ¡Repórtate! No es nada, es un fantasma de tu mente, un juego de tu imaginación, que te engaña, no vemos nada, absolutamente nada. Si hubiera una figura ante ti, ¿acaso no la veríamos nosotros?... ¡Repórtate, Adelgunda, repórtate!» «¡Oh, Dios...! ¡Oh, Dios mío ―suspiró Adelgunda―, van a volverme loca! ¡Miren, extiende hacia mí el brazo, se acerca... y me hace señas!» Y como inconsciente, con la mirada fija e inmóvil, Adelgunda se volvió, cogió un plato pequeño que por casualidad estaba en la mesa, lo levantó en el aire y lo dejó... y el plato, como transportado por una mano invisible, circuló lentamente en torno a los presentes y fue a depositarse de nuevo en la mesa.
La Coronela y Augusta sufrieron un profundo desmayo, al que siguió un ataque de nervios. El Coronel se rehízo, pero pudo verse en su aspecto trastornado el efecto profundo e intenso que le hizo aquel inexplicable fenómeno.
La vieja francesa, puesta de rodillas, con el rostro hacia tierra, rezando, quedó libre como Adelgunda, de todas las funestas consecuencias. Poco tiempo después la Coronela murió. Augusta se sobrepuso a la enfermedad, pero hubiera sido mejor que muriese antes de quedar en el estado actual. Ella, que era la juventud en persona, como ya les describí al principio, se sumió en un estado de locura tal que me parece todavía más horrible y espeluznante que aquellos que están dominados por una idea fija. Se imaginó que ella era aquel fantasma incorpóreo e invisible de Adelgunda, y rehuía a todos los seres humanos, o se escondía en cuanto alguien comenzaba a hablar o a moverse. Apenas se atrevía a respirar, pues creía firmemente que de aquel modo descubría su presencia y podía causar la muerte a cualquiera. Le abrían la puerta, le daban la comida, que escondía al tomarla, y así, ocultamente, hacía con todo. ¿Puede darse algo más penoso?
El Coronel, desesperado y furioso, se alistó en la nueva campana de guerra. Murió en la batalla victoriosa de W... Es notable, muy notable, que desde aquella noche fatal, Adelgunda quedó libre del fantasma. Se dedica por entero a cuidar a su hermana enferma, y la vieja francesa la ayuda en esta tarea. Según me ha dicho hoy Silvestre, el tío de las pobres niñas, acaba de llegar para consultar con nuestro buen R... acerca del método curativo que debe emplearse con Augusta. ¡Quiera el Cielo facilitar esta improbable curación!
Cipriano calló y también los amigos permanecieron en silencio. Finalmente, Lotario exclamó: «¡Esta sí que es una condenada historia de fantasmas! ¡Pero no puedo negar que estoy temblando, a pesar de que todo el asunto del plato volante me parece infantil y de mal gusto!» «No tanto ―interrumpió Ottomar―, no tanto, ¡querido Lotario! Bien sabes lo que pienso acerca de las historias de fantasmas, bien sabes que estoy en contra de todos los visionarios.»
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