Recopilando material para los talleres me reencontré con este sobrio cuento de terror de la escritora estadounidense Shirley Jackson. Lo escribió en 1948, y mediante lo que parece un intrascendente diálogo entre unos pacíficos vecinos, nos adentra en un espeluznante trasfondo que esas mismas personas aceptan con toda normalidad.
Aunque ambientado en la América profunda, no hay que escarbar mucho para verlo como una metáfora de la hipocresía social con que nosotros, modernos ciudadanos del siglo XXI que manejamos la última tecnología, aceptamos a diario y sin rasgarnos las vestiduras más que de forma virtual mil y una situaciones mucho más dramáticas que las que el cuento refleja.
Jackson influyó en la forma de enfocar el terror de autores tan notables como King, Kneale o Matheson, y se cuenta que su marido, para promocionar la primera novela de esta escritora, difundió el bulo de que había practicado brujería, cuestión que la escritora hubo de desmentir más tarde.
Shirley Jackson murió en 1965 de un ataque al corazón, mientras dormía, a la temprana edad de 48 años.
La ilustración es de un lienzo del pintor Grant Wood que se encuentra en The Art Institute de Chicago. El "gótico americano" es la reivindicación de un tipo de vida que se fue para no volver.
La lotería, de Shirley Jackson
La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el
calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de
flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a
congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de
las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y
tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había
trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo
que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los
vecinos volvieran a sus casas a comer.
Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La
escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad
producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos
pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y
sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los
libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de
piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las
piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix
acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo
protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron
aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras
los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus
hermanos o hermanas mayores.
Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a
hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a
sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se
contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las
mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron
poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron
apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las
mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los
pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada.
Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía
agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre
lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar
entre su padre y su hermano mayor. La lotería ―igual
que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de
Halloween― era
dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las
actividades cívicas.
El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que
llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había
tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la
caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor
Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos,
el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que
colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor
Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos
y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere
echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los
hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la
caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.
Los objetos originales para el juego de la lotería se habían
perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el
taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner,
el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus
vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición
que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual
se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que
habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el
pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar
otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose
sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada
y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran
astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera,
y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo
mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el
señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la
mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había
conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se
habían utilizado durante generaciones.
Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera
fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población
había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir
creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La
noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las
hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja
fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el
momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja
se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en
el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina
de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y
se dejaba allí el resto del año.
Había que atender muchos detalles antes de que el señor
Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las
listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia,
y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al
señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador
de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del
sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante
que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien
creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado
mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse
entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había
eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el
director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas
que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se
había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el
director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar
su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su
camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada
tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e
importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los
Martin.
En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de
hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció
a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los
hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes
―Me
había olvidado por completo de qué día era ―le
comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se
echaron a reír por lo bajo―.
Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña ―prosiguió la señora
Hutchinson―, y
entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la
vista; entonces recordé que estábamos a
veintisiete y vine corriendo.
Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix
respondió:
―De
todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.
La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la
multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se
despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a
abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para
dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante
alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson»,
y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su
marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó
en tono jovial:
―Pensaba
que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.
―No
querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? ―respondió la señora
Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los
presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de
la mujer.
―Muy
bien ―anunció
sobriamente el señor Summers―,
supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver
pronto al trabajo. ¿Falta alguien?
―Dunbar
―dijeron varias
voces―. Dunbar,
Dunbar.
El señor Summers consultó la lista.
―Clyde
Dunbar ―comentó―. Es cierto. Tiene una
pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?
―Yo,
supongo ―respondió
una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.
―La
esposa saca la papeleta por el marido ―anunció
el señor Summers, y añadió―:
¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?
Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían
perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular
tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la
contestación de la señora Dunbar.
―Horace
no ha cumplido aún los dieciséis ―explicó
la mujer con tristeza―.
Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.
―De
acuerdo ―asintió el
señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y
luego preguntó―: ¿El
chico de los Watson sacará papeleta este año?
Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la
multitud.
―Aquí
estoy ―dijo―. Voy a jugar por mi
madre y por mí.
El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras
varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y
«Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».
―Bien
―dijo el señor Summers―, creo que ya estamos
todos. ¿Ha venido el viejo Warner?
―Aquí
estoy ―dijo una voz,
y el señor Summers asintió.
Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor
Summers carraspeaba y contemplaba la lista.
―¿Todos
preparados? ―preguntó―. Bien, voy a leer los
nombres. Los cabezas de familia, primero, y los hombres se adelantarán para
sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin
mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?
Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que
apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos
permanecieron tranquilos y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar
la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un
hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers.
«Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una
sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la
caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio
media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde
permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano
donde tenía la papeleta.
―Allen
―llamó el señor
Summers―.
Anderson... Bentham.
―Ya
parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente ―comentó la señora
Delacroix a la señora Graves en las filas traseras―. Me da la impresión de que la última fue
apenas la semana pasada.
―Desde
luego, el tiempo pasa volando ―asintió
la señora Graves.
―Clark...
Delacroix…
―Allá
va mi marido ―comentó
la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba
hacia la caja.
―Dunbar
―llamó el señor Summers,
y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres
exclamaba: «Ánimo, Janey», y otra decía: «Allá va».
―Ahora
nos toca a nosotros ―anunció
la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó
al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas
alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus
manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto
nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer
sostenía la papeleta.
―Harburt...
Hutchinson...
―Vamos
allá, Bill ―dijo la
señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.
―Jones...
―Dicen
que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería ―comentó el señor Adams al
viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:
―Hatajo
de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este
paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje
más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería
en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que
alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre ―añadió, irritado―. Ya es suficientemente
terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el
mundo.
―En
algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería ―apuntó la señora Adams.
―Eso
no traerá más que problemas ―insistió
el viejo Warner, testarudo―.
Hatajo de jóvenes estúpidos.
―Martin...
―Bobby Martin vio
avanzar a su padre―.
Overdyke... Percy...
―Ojalá
se den prisa ―murmuró
la señora Dunbar a su hijo mayor―.
Ojalá acaben pronto.
―Ya
casi han terminado ―dijo
el muchacho.
―Prepárate
para ir corriendo a informar a tu padre ―le
indicó su madre.
El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso
medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.
―Llevo
sesenta y siete años asistiendo a la lotería ―proclamó
el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud―. Setenta y siete loterías.
―Watson...
―el muchacho alto se
adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso,
muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo».
Después, cantó el último nombre.
―Zanini...
Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de
nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta,
murmuró:
―Muy
bien, amigos
Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación,
todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas
las mujeres se pusieron a hablar a la vez:
―Quién
es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?
Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:
―Es
Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.
―Ve
a decírselo a tu padre ―ordenó
la señora Dunbar a su hijo mayor.
Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada.
Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la
mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:
―¡No
le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No
es justo!
―Tienes
que aceptar la suerte, Tessie ―le
replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:
―Todos
hemos tenido las mismas oportunidades.
―¡Vamos,
Tessie, cierra el pico! ―intervino
Bill Hutchinson.
―Bueno
―anunció, acto
seguido, el señor Summers―.
Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco
más para terminar a tiempo.
Consultó su siguiente lista y añadió:
―Bill,
tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más
que pertenezca a ella?
―Están
Don y Eva ―exclamó
la señora Hutchinson con un chillido―.
¡Ellos también deberían participar!
―Las
hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie ―replicó el señor Summers
con suavidad―. Lo
sabes perfectamente, como todos los demás.
―No
ha sido justo ―insistió
Tessie.
―Me
temo que no ―respondió
con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo―. Mi hija juega con la
familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis
hijos pequeños.
―Entonces,
por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya ―declaró el señor Summers
a modo de explicación―.
Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?
―Sí
―respondió Bill
Hutchinson.
―Cuántos
chicos tienes, Bill? ―preguntó
oficialmente el señor Summers.
―Tres
―declaró Bill
Hutchinson―. Está mi
hijo Bill, y Nancy, y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.
―Muy
bien, pues ―asintió
el señor Summers―.
¿Has recogido sus papeletas, Harry?
El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.
―Entonces,
ponlas en la caja ―le
indicó el señor Summers―.
Coge la de Bill y colócala dentro.
―Creo
que deberíamos empezar otra vez ―comentó
la señora Hutchinson con toda la calma posible―.
Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta
quería. Todos lo han visto.
El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las
había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde
la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.
―Escúchenme
todos! ―seguía
diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.
―¿Preparado,
Bill? ―inquirió el
señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a
su esposa e hijos.
―Recuerden
―continuó el
director del sorteo―:
Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya.
Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.
El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a
la caja con él sin ofrecer resistencia.
―Saca
un papel de la caja, Davy ―le
dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una
risita―. Saca solo
un papel ―insistió
el señor Summers―.
Harry, ocúpate tú de guardarlo.
El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de
su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba
a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.
―Ahora,
Nancy ―anunció el
señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les
aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía
una papeleta con gesto delicado-. Bill, hijo -dijo el señor Summers, y Billy,
con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja
cuando sacó su papeleta―.
Tessie...
La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando
a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la
caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.
―Bill…
―dijo por último el
señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo
antes de sacarla con el último de los papeles.
Los espectadores habían quedado en silencio.
―Espero
que no sea Nancy ―cuchicheó
una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.
―Antes,
las cosas no eran así ―comentó
abiertamente el viejo Warner―.
Y la gente tampoco es como en otros tiempos.
―Muy
bien ―dijo el señor
Summers―. Abran las
papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.
El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro
general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco.
Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron
hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de
la cabeza.
―Tessie...
―indicó el señor
Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo
miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También
estaba en blanco.
―Es
Tessie ―anunció el
señor Summers en un susurro―.
Muéstranos su papel, Bill.
Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta
por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había
puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la
compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo
una reacción agitada entre los congregados.
―Bien,
amigos ―proclamó el
señor Summers―,
démonos prisa en terminar.
Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían
perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras.
El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en
el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más
piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que
levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.
―Vamos
―le dijo―. Date prisa.
La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada
mano y murmuró, entre jadeos:
―No
puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.
Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le
puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie
Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las
manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.
―¡No
es justo! ―exclamó.
Una piedra la golpeó en la sien.
―¡Vamos,
vamos, todo el mundo! ―gritó
el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la
señora Graves a su lado.
―¡No
es justo! ¡No hay derecho! ―siguió
exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre
ella.
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