
Hablo de El rastro de tu sangre en la nieve, que el maestro Gabriel García Márquez incluyó en su volumen Doce cuentos peregrinos.
Por cierto, hace poco tuve la alegría de leer una entrevista que le hicieron, y en ella declaraba que Crónica de una muerte anunciada fue su mejor novela.
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Por último: elegí este cuento porque durante dos o tres semanas vamos a disfrutar con él en los talleres con gurises del Liceo Pablo Neruda de Atlántida.
Lo elegí porque me parece que hace buena la máxima de Horacio Quiroga de que en un buen cuento no hay una sola línea de más, pero tampoco de menos.
Con reminiscencias de los cuentos de hadas, de realismo fantástico e incluso de "road movie", El rastro de tu sangre en la nieve conforma una historia redonda. Y para los que objeten, como escuché una vez, que el argumento "no se sostiene" -¿y a quién le puede importar eso, si fuera cierto?-, recordar que el protagonista masculino apenas tiene diecisiete años...
El rastro de tu sangre en la nieve
Gabriel García
Márquez
Al
anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el
dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando.
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El guardia civil con una manta
de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de
una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara
la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes
diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los
retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos
de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del
Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un
abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda
la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el
coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de
cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto
y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que
revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior
exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella
frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas
demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba,
además, el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena
Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de
balneario.
Cuando
el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde
podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el
guardia le gritó contra el viento que preguntaran en Hendaya, del lado francés.
Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa,
jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una
garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la
clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy
Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que
los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia
que el viento:
-Merde!
Allez-vous-en!
Entonces
Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le
preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia
contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y
menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con
atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello
de los visones naturales, y debió de confundirla con una aparición mágica en
aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la
ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento
de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más
adelante.
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-Nada -sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.
Antes
de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles
desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas
vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se
alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y
un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para
complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de
regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba
menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde
tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos
contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en
cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde
Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después
de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la
sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió
sino al borde de la media noche, después de que acabó de nevar y el viento se
paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas
glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se
detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le
quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su
juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo
sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular
empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba
atravesado por ráfagas de incertidumbre.

Se
habían casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias,
con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la
bendición personal del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía
el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había
empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de
Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de
Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de
regresar del internado de la Châtellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando
cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel
era su primer domingo de mar desde el regreso.

-Los
he visto más grandes y más firmes -dijo, dominando el terror-, de modo que
piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor
que un negro.
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nalgasylibros.com. Foto de Alex Medina |
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www.youtube.com/watch?v=2TWBQbanh6Y Captura de la película hecha por estudiantes de la Esc.Superior Jardines de Ponce, basada en El rastro de tu sangre en la nieve |
Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de conocer.
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Matisse:
Mujer sentada de espaldas a la ventana abierta, 1922.
Montreal Museum of Fine
Arts
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Cuando
los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto
en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a
cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez
que lo hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros
deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas.
Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la
noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había
enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval
de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de
Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que
padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a
los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el
saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo
que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro.
Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya
casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en
mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de
placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de
la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.
De
modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes
saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados
puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un
funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a
Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que
era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de
cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un
coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.
La
misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y
su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él
era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con
un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían
artificiales. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su
condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al
cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance
con un recurso encantador.
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-Eres
un salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.
Estaba
todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en
el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra
para llegar a París al amanecer.
-Todavía
me dura el almuerzo de la embajada -dijo. Y agregó sin ninguna lógica:- Al fin
y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben de ser como las
diez.
Con
todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre
los tantos regalos que les habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca
un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.
-Los
machos no comen dulces -dijo.
Poco
antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las
sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de
los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París.
Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera
se atrevió a insinuarlo, porque él le había advertido desde la primera vez en
que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que
dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de
buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la
provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus
padres. "No hay paisajes más bellos en el mundo", decía, "pero uno
puede morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de
agua." Tan convencida estaba, que a última hora había metido un jabón y un
rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de
Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la
semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que
lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor.
La réplica de su marido fue inmediata.
-Ahora
mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí
mismo, si quieres.
Nena
Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna
tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los
suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas
iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno,
estarían ya en pleno día.
-Ya
será mejor esperar hasta París -dijo Nena Daconte-. Bien calienticos y en una
cama con sábanas limpias, como la gente casada.
-Es
la primera vez que me fallas -dijo él.
-Claro
-replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.
Poco
antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y
tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros
desayunaban con vino tinto. Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que
tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró
en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano
izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón. El pinchazo era casi
invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió a sangrar,
de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida
de que el aire glacial de las sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro
recurso vano pero todavía no se alarmó. "Si alguien nos quiere encontrar
será muy fácil", dijo con su encanto natural. "Sólo tendrá que seguir
el rastro de mi sangre en la nieve." Luego pensó mejor en lo que había
dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.
-Imagínate
-dijo: -un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece
bello para una canción?
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No
tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París, el dedo era un
manantial incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma
por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico
que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por
la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el
abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo
irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una
farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.
-Estamos
casi en la Puerta de Orleáns -dijo-. Sigue por la avenida del general Leclerc,
que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que
haces.
Fue
el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un
nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos
sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados
centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las
bocinas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores
y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte
logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo,
pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en
aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la
conciencia.

Sólo
para salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los
cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un
martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna
tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfert Rochereau
estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a
su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de
emergencia de un hospital enorme y sombrío.
Necesitó
ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras
llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la
enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de
salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde
entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios
habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta
que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era
un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza
pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su marido una
sonrisa lívida.
-No
te asustes -le dijo, con su humor invencible-. Lo único que puede suceder es
que este caníbal me corte la mano para comérsela.
El
médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy
correcto aunque con raro acento asiático.
-No,
muchachos -dijo-. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una
mano tan bella.
Ellos
se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó
que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la
mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.
-Usted
no -le dijo-. Va para cuidados intensivos.
Nena
Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano
hasta que la camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó
estudiando los datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy
Sánchez lo llamó.
-Doctor
-le dijo-. Ella está encinta.
-¿Cuánto
tiempo?
-Dos
meses.
El
médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en
decírmelo," dijo, y se fue detrás de la camilla.
Billy Sánchez se quedó
parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué
hacer mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y
luego se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No
supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra
vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué
hacer consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.
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Nena
Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años
después en los archivos del hospital.
Aquella primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí consiguieron, por fin, un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.
Aquella primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí consiguieron, por fin, un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.
Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no había más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con los clientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olía a espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.
A
Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese
mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la
luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni
descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender
que en el rellano de cada piso había un cuartito con un excusado de cadena, y
ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que
la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara
encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él
se empeñaba en usar dos veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de
contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a
los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio
para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor
que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía
entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte.

A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en el aparador después de cuarenta y ocho horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de números impares, y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban incomprensibles para un Sánchez de Ávila de los más acendrados que apenas dos años antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante los policías impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con un pijama de seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza.
Se
acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna hora, su
madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja
desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas
espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en
el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus
amantes casuales. Aquel percance del que nunca había hablado, estableció entre
ellos una relación de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él
no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo
único, hasta esa noche en que se encontró dando vueltas en la cama de una
mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una
rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar.

De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabía dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.
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Aquella
tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió,
como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del
hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy
paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en
el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta. Contestó una mujer muy
amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato
la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro
de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el
teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no
estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día
siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y
sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino
tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma
amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la
embajada.
Estaba
en el número 22 de la calle Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles
de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me
contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan
claro como en el Caribe por la primera vez desde su llegada, y que la Torre
Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario
que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de una
enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y
la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre
de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder
la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se
fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas
bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales.
"No, mi querido joven," le dijo. No había más remedio que someterse
al imperio de la razón, y esperar hasta el martes.
-Al
fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días -concluyó-. Mientras tanto, vaya
al Louvre. Vale la pena.
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Al
salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la
Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan
cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy
pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además
cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena
Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores
por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con
techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres
con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un
pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se
cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió
tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que
ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de
París en donde estaba el hospital.
Ofuscado
por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y trató de
poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces
y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se
encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en
la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la
idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para
recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el
nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella
experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para
comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días
cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy
Sánchez, que nunca había leído un libro completo, hubiera querido tener uno
para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las
maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió
esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las
paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso
un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encontraba
en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado
de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el
maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al
avión en Madrid.
El
martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se
levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre
de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores.
Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar
nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por
la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio
interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los
pabellones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los hombres, a la
izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio una
larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del
hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que
todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó
hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso,
hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego
recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones
masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.
Era
él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un
enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del
grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el
enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y
entonces lo reconoció.
-¡Pero
dónde diablos se había metido usted! -dijo.
Billy
Sánchez se quedó perplejo.
-En
el hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.
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Los
padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al mediodía, y velaron el
cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a
Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron
listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de
telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo
doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de
soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la
embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su
cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que
estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó
que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se
hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un
abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El
mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de llorar de rabia,
los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo
embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron
repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa,
ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez entró por fin al hospital,
el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón
de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían descifrado las
primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al
corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del
hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer,
pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a
quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia. Cuando
salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo
una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían
plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque
era la primera nevada grande en diez años.
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