
Pero lo cierto es que si no fuera por él esas historias se perderían con la gente que se las contó, así que yo le considero tan escritor como el que más.
Entramos en contacto por primera vez por las investigaciones que ambos hacemos sobre la historia de la ciudad de Artigas, y les aseguro que colaborar con él es una gozada por sus inagotables conocimientos y por la pasión con que los comparte.
El relato que hoy reproducimos está basado en un hecho real que ocurrió en Artigas hace años, y José Salvador lo culmina -capaz que es la excepción que confirma la regla- con un inesperado final totalmente ficticio.
Incluyo tras él la postada que escribió en el envío, como ilustración de cómo partiendo de un hecho cotidiano e intrascendente se puede crear un texto de ficción.
También se incluye el enlace a la página de José, el primer librero virtual de Artigas, que además combina la comodidad que permiten las nuevas tecnologías con la labor de un librero tradicional, pues conoce a todos sus clientes y les asesora personalizadamente: http://artigasdigital.blogspot.com/
Que disfruten el relato y cuidado con el calor.
La noche de los gatos
José Salvador Da Costa
Como zombis, deambulábamos entre las
sombras en ropas menores rezongando quejumbrosos, mirando al cielo eternamente
estrellado.
Se murmuraban oraciones, se llamaban
antiguos conjuros y se masticaban puteadas en medio del zumbido de los
ventiladores.
Rituales ancestrales fueron invocados
sin éxito, los chamanes del pueblo arriesgaban su prestigio, pero parecía que
cada gota de agua había emigrado al otro hemisferio. Solamente veíamos llover
por televisión.
El año había arrancado con altas
temperaturas que no daban tregua.
El sol abrasaba sin piedad catorce horas
por día y en cada amanecer renacía con las
mismas intenciones en un cielo eternamente celeste, cruelmente
despejado, ausente de nubes, como si éstas habían sido desterradas para
siempre.
La escasa actividad se concentraba en
las horas matutinas, cuando la población estaba obligada a moverse pesadamente,
siempre con las cabezas protegidas; el sombrero volvió a reinar convirtiéndose
en nuestro principal atuendo y coloridas sombrillas se integraron al paisaje
urbano.
La obligada siesta ―aunque frustrada―
retenía a quienes temían aventurarse entre el vapor que emanaba del escaldado
pavimento, o entre el polvo rojizo de las calles de los barrios.
La única misión que podría acarrear
alguna recompensa era tramitar en las refrigeradas oficinas bancarias.
En los barrios y en los patios, cada
árbol, parra o quincho cobijaba silenciosos refugiados y hasta los perros
habían suspendido sus vagabundeos para tirarse boquiabiertos con la panza
contra el suelo.
Las chicharras, que también andaban
agotadas, debieron turnarse disciplinadamente para mantener la estridencia de la monótona banda
sonora.

La fingida indiferencia no impedía relojear cada tanto con disimulo
y percibir, con esperanza creciente, que lo previsto finalmente se
estaba por cumplir y que ya se apreciaban en el horizonte tímidos refucilos.
A la hora acostumbrada, la cálida brisa
entreveraba el rumor de los tambores y el tam-tam a veces se aclaraba cercano
como si las lonjas sonaran allí mismo en la otra esquina. Por momentos, era
posible acompañar los versos del samba nuestro de cada verano carnavalero.
El preparativo para la tormenta
anunciada seguía en gran escala, y sobre nuestras cabezas un gigantesco
planetario desplegaba su impresionante show pirotécnico.
El aire se volvió más pesado cuando
llegó la quietud total.
Ya no amagaba ni siquiera aquella
miserable brisa, las hojas de los árboles permanecían inmóviles, la bandera de
Otorgués lucía sus colores porque le atamos el asta horizontalmente en lo alto
de nuestra ventana.
Aún pasada la medianoche, el calor era
agobiante, y cuando cesaron los tambores la calma chicha se hizo
insoportable. Poco a poco crecía el
temor de que todo podría dispersarse como tantas otras veces sin dejar caer ni
una sola gota por estas bandas castigadas y sedientas.
De pronto, en la madrugada, súbitamente
se desató a llover como en los tiempos bíblicos. Cortinas de agua con un ruido
ensordecedor se derramaron sobre la villa.
Algunos sambistas que volvían de los
ensayos fueron sorprendidos por la catarata y gritaban vivas al estilo
fronterizo, entre los truenos se alternaban festivos quibiujujues.
Durante varios minutos los cielos
vertieron benigna y copiosa dádiva; cada cual a su manera, íntimamente
agradecía a quien correspondiera.
Los vecinos, emocionados, miraban hacia
fuera y apenas divisaban por fracciones de segundos las titilantes siluetas de
las cosas, entre los flashes de los relámpagos;
henchían sus pulmones con el tan esperado olor a tierra mojada y se
disponían a dormir en cualquier lugar, como soldados exhaustos después de la
cruenta batalla que el calor implacable había presentado las últimas dos
semanas.
Algunos pocos percibieron el tenue aroma
a pescado que se entreveraba en el
ruidoso aquelarre de viento, luces, truenos y agua, pero le restaron
importancia y todos trataron de recogerse con una agradable sensación de
alivio.
Tiempo después, el diluvio se fue
apaciguando y se transformó en una garúa mansa que prosiguió pachorrienta sin
mucho aspaviento y al final ―como todo el mundo― también acabó durmiéndose.
En la mañana siguiente, mucho más tarde
que lo acostumbrado, surgieron señales de vida, se abrieron las puertas y la
gente salió a disfrutar y comentar acerca de aquella noche tan especial.

Cientos de gatos panzones, recostados en
ventanas y tejados, felices y morrongos, con
sus rasgados ojos somnolientos, satisfechos, se relamían los brillantes
y engominados bigotes.
PD:
Estimado amigo Antonio, aunque suene muy
tonto y disparatado el escrito de ahí arriba, para nosotros no dejó de ser un
verdadero acontecimiento la noche de aquel viernes de un pasado verano.
A las dos de la mañana la gente saltaba
y gritaba en medio de un torrente de agua y también se oyeron algunos cohetes
que habrían sobrado de fin de año o de algún gol que no fue.
El final inesperado fue inspirado por
Elsita ―mi esposa― que juraba sentir
olor a pescado en medio de la tormenta. A mí me parecía más bien olor a aceite
o a comida, como si alguien realizara una ofrenda a algún dios.
Ella entonces le gritó a la vecina del
costado, que también husmeaba por su ventana:
―¿No sentís un olor extraño?
―Sí, como a pescado ―contestó la otra,
muy segura.
Sabiamente decidí no profundizar en ese
raro asunto, lo tomé en solfa y de paso me robé la idea para rematar mi
crónica, creí que así no resultaría tan falta de gracia.
Un poco de misterio no le hace mal a
nadie.
Un abrazo,
José.
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