miércoles, 7 de noviembre de 2012

La noche de los gatos, de José Salvador Da Costa

José dice de sí mismo que no es escritor, pero yo no le creo. Justifica su afirmación en que sus relatos no son ficción sino que recogen historias reales que la gente le cuenta.
Pero lo cierto es que si no fuera por él esas historias se perderían con la gente que se las contó, así que yo le considero tan escritor como el que más.
Entramos en contacto por primera vez por las investigaciones que ambos hacemos sobre la historia de la ciudad de Artigas, y les aseguro que colaborar con él es una gozada por sus inagotables conocimientos y por la pasión con que los comparte.
El relato que hoy reproducimos está basado en un hecho real que ocurrió en Artigas hace años, y José Salvador lo culmina -capaz que es la excepción que confirma la regla- con un inesperado final totalmente ficticio.
Incluyo tras él la postada que escribió en el envío, como ilustración de cómo partiendo de un hecho cotidiano e intrascendente se puede crear un texto de ficción.
También se incluye el enlace a la página de José, el primer librero virtual de Artigas, que además combina la comodidad que permiten las nuevas tecnologías con la labor de un librero tradicional, pues conoce a todos sus clientes y les asesora personalizadamente: http://artigasdigital.blogspot.com/


Que disfruten el relato y cuidado con el calor.


La noche de los gatos

José Salvador Da Costa


Desde hacía dos semanas nadie en el pueblo podía dormir.
Como zombis, deambulábamos entre las sombras en ropas menores rezongando quejumbrosos, mirando al cielo eternamente estrellado.
Se murmuraban oraciones, se llamaban antiguos conjuros y se masticaban puteadas en medio del zumbido de los ventiladores.

Rituales ancestrales fueron invocados sin éxito, los chamanes del pueblo arriesgaban su prestigio, pero parecía que cada gota de agua había emigrado al otro hemisferio. Solamente veíamos llover por televisión.

El año había arrancado con altas temperaturas que no daban tregua.

El sol abrasaba sin piedad catorce horas por día y en cada amanecer renacía con las  mismas intenciones en un cielo eternamente celeste, cruelmente despejado, ausente de nubes, como si éstas habían sido desterradas para siempre.

La escasa actividad se concentraba en las horas matutinas, cuando la población estaba obligada a moverse pesadamente, siempre con las cabezas protegidas; el sombrero volvió a reinar convirtiéndose en nuestro principal atuendo y coloridas sombrillas se integraron al paisaje urbano.

Por las tardes, nadie transitaba las calles del pueblo fantasma.

La obligada siesta ―aunque frustrada― retenía a quienes temían aventurarse entre el vapor que emanaba del escaldado pavimento, o entre el polvo rojizo de las calles de los barrios.

La única misión que podría acarrear alguna recompensa era tramitar en las refrigeradas oficinas bancarias.

En los barrios y en los patios, cada árbol, parra o quincho cobijaba silenciosos refugiados y hasta los perros habían suspendido sus vagabundeos para tirarse boquiabiertos con la panza contra el suelo.

Las chicharras, que también andaban agotadas, debieron turnarse disciplinadamente para mantener la estridencia de la monótona banda sonora.


Este viernes al atardecer, por el sur comenzaron a arrimarse discretamente negros nubarrones. Se trató de ignorarlos, como parte de una táctica dispuesta a no revelar nuestras debilidades ni de implorar por nada.
La fingida indiferencia no impedía relojear cada tanto  con disimulo  y percibir, con esperanza creciente, que lo previsto finalmente se estaba por cumplir y que ya se apreciaban en el horizonte tímidos refucilos.

A la hora acostumbrada, la cálida brisa entreveraba el rumor de los tambores y el tam-tam a veces se aclaraba cercano como si las lonjas sonaran allí mismo en la otra esquina. Por momentos, era posible acompañar los versos del samba nuestro de cada verano carnavalero.

El preparativo para la tormenta anunciada seguía en gran escala, y sobre nuestras cabezas un gigantesco planetario desplegaba su impresionante show pirotécnico.

El aire se volvió más pesado cuando llegó la quietud total.

Ya no amagaba ni siquiera aquella miserable brisa, las hojas de los árboles permanecían inmóviles, la bandera de Otorgués lucía sus colores porque le atamos el asta horizontalmente en lo alto de nuestra ventana.

Aún pasada la medianoche, el calor era agobiante, y cuando cesaron los tambores la calma chicha se hizo insoportable.  Poco a poco crecía el temor de que todo podría dispersarse como tantas otras veces sin dejar caer ni una sola gota por estas bandas castigadas y sedientas.


De pronto, en la madrugada, súbitamente se desató a llover como en los tiempos bíblicos. Cortinas de agua con un ruido ensordecedor se derramaron sobre la villa.

Algunos sambistas que volvían de los ensayos fueron sorprendidos por la catarata y gritaban vivas al estilo fronterizo, entre los truenos se alternaban festivos quibiujujues.

Durante varios minutos los cielos vertieron benigna y copiosa dádiva; cada cual a su manera, íntimamente agradecía a quien correspondiera.

Los vecinos, emocionados, miraban hacia fuera y apenas divisaban por fracciones de segundos las titilantes siluetas de las cosas, entre los flashes de los relámpagos;  henchían sus pulmones con el tan esperado olor a tierra mojada y se disponían a dormir en cualquier lugar, como soldados exhaustos después de la cruenta batalla que el calor implacable había presentado las últimas dos semanas.

Algunos pocos percibieron el tenue aroma a pescado que se entreveraba en el  ruidoso aquelarre de viento, luces, truenos y agua, pero le restaron importancia y todos trataron de recogerse con una agradable sensación de alivio.

Tiempo después, el diluvio se fue apaciguando y se transformó en una garúa mansa que prosiguió pachorrienta sin mucho aspaviento y al final ―como todo el mundo― también acabó durmiéndose.


En la mañana siguiente, mucho más tarde que lo acostumbrado, surgieron señales de vida, se abrieron las puertas y la gente salió a disfrutar y comentar acerca de aquella noche tan especial.

 Miles de ojos no podían salir de su asombro al descubrir paisaje tan inusual y fantástico. Enmudecidos por el asombro vimos blanqueando el suelo humedecido, en patios y calles, jardines y veredas, por todos los rincones, tendidos prolijamente, un manto interminable de relucientes esqueletos de pescados.

Cientos de gatos panzones, recostados en ventanas y tejados, felices y morrongos, con  sus rasgados ojos somnolientos, satisfechos, se relamían los brillantes y engominados bigotes.









PD:

Estimado amigo Antonio, aunque suene muy tonto y disparatado el escrito de ahí arriba, para nosotros no dejó de ser un verdadero acontecimiento la noche de aquel viernes de un pasado verano.

A las dos de la mañana la gente saltaba y gritaba en medio de un torrente de agua y también se oyeron algunos cohetes que habrían sobrado de fin de año o de algún gol que no fue.

El final inesperado fue inspirado por Elsita ―mi esposa―  que juraba sentir olor a pescado en medio de la tormenta. A mí me parecía más bien olor a aceite o a comida, como si alguien realizara una ofrenda a algún dios.

Ella entonces le gritó a la vecina del costado, que también husmeaba por su ventana:

―¿No sentís un olor extraño?
―Sí, como a pescado ―contestó la otra, muy segura.

Sabiamente decidí no profundizar en ese raro asunto, lo tomé en solfa y de paso me robé la idea para rematar mi crónica, creí que así no resultaría tan falta de gracia.
Un poco de misterio no le hace mal a nadie.

Un abrazo,

José.

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