martes, 29 de enero de 2013

Una eyaculación precoz, de Antonio Ballesteros



Regreso al blog y a la vida real tras el ―sin duda― inmerecido descanso veraniego: La Pedrera en Rocha y San Luis en Maldonado; y Montevideo antes, entremedias y después de lo anterior, para disfrutar las ferias de Tristán Narvaja y el majestuoso concierto de Bajofondo en la Rambla.

Vuelvo con varios proyectos bajo el brazo: quizá alguno se haga realidad.

Lo más reseñable del período fue constatar de nuevo que lejos de internet y de la computadora hay una vida muy viva. Aunque, eso sí, plagada de gentes con caras y posturas tremendamente aburridas que por unos segundos se transforman, abren los brazos, sonríen de oreja a oreja y enseñan su mejor rostro a la camarita, para colgar (a la vuelta del viaje o ese mismo día) en su facebook la muestra irrefutable de que se lo pasaron de madre.

fotografía de pyfturismo.com

También encontré por doquier un surrealismo en el lenguaje en el que antes no reparaba con tanto detenimiento, pero que hace la vida más divertida: la noche del mismo día que regresamos a Artigas estaba programado un «desfile de llamadas» (cuerdas de veinte, treinta o más tamborileros desarrollando frenéticos ritmos).

Trueno de tambores en una llamada de Carnaval. Imagen: Guido Piotrkowski
La avenida principal de la ciudad había sido cortada previamente, para que los autos no aparcaran en ella, y una agente de tráfico se ocupaba de un cruce, a escasos metros de  donde vivo.
El propietario de uno de los coches estacionados antes del corte llegó hasta el suyo, entró en él, lo arrancó y se dirigió al cruce donde estaba la agente; luego detuvo el auto junto a ella, que le hacía señas para que siguiera hacia la izquierda.

Pero parece que el hombre quería continuar en línea recta en vez de girar, y le contaba algún verso a la agente para convencerla de que se lo permitiera. Al fin lo consiguió: «Bueno, está bien ―dijo ella―, cruce rápido, para que nadie lo vea, pero transite despacio, que pasa gente».
Clarita como el agua clara la recomendación, ¿no?


Uno de los amigables lagartos de San Luis
Mientras yo conversaba con los lagartos y jugaba a las cartas con Mary en San Luis, esclarecedora también fue la respuesta que le dieron a Alejandra en el Club de Pescadores: volvían de la playa ella y Bruno, y vieron un cartel que anunciba: «ESTA NOCHE, BINGO».

Marineros trajinando con una de sus barcas tras la pesca, en San Luis.
www.produccionnacional.com.uy









Como Ale conoce los usos y costumbres del lugar mejor que yo, quiso asegurarse de que el cartel no hubiera quedado en la calle desde el día anterior, y el evento ya hubiera pasado; así que se acercó a la cantina del club y preguntó: «No, señora ―escuchó al momento―, el bingo no es hoy, es mañana». Ante la extrañeza suya y la de Bruno por la disparidad de la afirmación y lo que anunciaba el rótulo, la encargada de la cantina añadió: «Pero como ya teníamos hecho el cartel, pensamos que era mejor sacarlo a la vereda hoy, y así la gente que pasa se va enterando».
Clarito como el agua, el razonamiento.





En pleno Montevideo, un domingo por la mañana que íbamos a la feria de Tristán Narvaja, vimos de lejos una escena que nos pareció muy rara, pero más extraña nos pareció según nos acercábamos a ella: unos tipos descargaban, con cuerdas, y desde la terraza de un edificio de tres pisos al suelo, el barco que habían fabricado allí arriba: ¡La imaginación (y la optimización de los escasos recursos) al poder!


Quizá, como por esos días 
estaba anunciado el fin del mundo,
estos artesanos se decidieron a construir
la barca, por si llegaba otro diluvio universal.
La siguiente vez que pase por allí se lo pregunto...

La embarcación descendiendo desde las alturas,
ante la sorpresa de vecinos y transeúntes.




Pero con todo, la anécdota que quería contar hoy (para que no se me olvide), es esta: sobre todo en La Pedrera, el tiempo que dediqué a escribir lo hice para avanzar una novela (o crónica periodística, no sé muy bien todavía en qué quedará) que narra un fratricidio ocurrido en Artigas hace unos años.
Así que los primeros días me levantaba temprano, acomodaba bajo el porche dos sillas, los útiles necesarios para escribir y una botella con agua; luego me repanchingaba con los pies en alto y comenzaba la labor.

Atardecer en La Pedrera desde la casa de Inés
La casa donde nos alojábamos es la primera que se encuentra volviendo de la playa, y está situada al final de una ligera pendiente de unos cien metros, así que frente a mí transitaban diariamente ―como zoombies volviendo a sus nichos antes de que el sol los derrita― los jovencitos que habían pasado la noche en alguno de los conciertos o fiestas que se celebran en la playa. Tanto los atardeceres como la salida del sol son espectaculares.

Mientras acomodaba los pies en una de las sillas, vi que por la cuesta subía una pareja bien dispareja: él medía más de ciento noventa centímetros de altura, y era muy fornido; ella tenía treinta centímetros menos, y era tan delgada que me pareció anoréxica. Él vestía una camisa clara con rayas horizontales y unos vaqueros que le quedaban muy holgados, como si fueran de un hermano mayor que fuera leñador; ella lucía una liviana blusa blanca y una microfalda azul, que quizá en realidad fueran de su hermana pequeña.

Subían entrelazados y a cada poco se detenían para besarse y acariciarse con envidiable exaltación: entonces él se situaba de espaldas a la playa y ella de frente a la misma, porque gracias a la pendiente conseguían disminuir algo la diferencia de estaturas y, sobre todo él, evitaba un porcentaje no desdeñable de los complicados contorsionismos que se veía obligado a realizar para juntar su boca con la de ella.

Mientras tanto, junto a la pareja dispareja y apasionada pasaban los surfistas más madrugadores, que iban hacia la playa, y zoombies provenientes de ella; ni unos ni otros les prestaban mayor atención a los amantes, salvo un grupo de jóvenes varones, evidentemente alcoholizados y envidiosos, que les rodearon zafia y groseramente durante más de un minuto para jalearles, sin que ellos se dieran por aludidos.

Periódicamente pasaban también algunos autos y las camionetas de los repartidores de bebidas y comestibles. Incluso el camión de la basura pasó, y todos tuvieron que aminorar su marcha y bordear a los enamorados, ajenos a todo y anclados en mitad de la calle, en plena faena y como si el mundo se fuera a acabar minutos después.

Por lo que hicieron cuando acabaron de subir la cuesta ―enseguida lo relato―, supuse que los jóvenes estaban alojados en lugares diferentes uno del otro, y debían separarse sin remedio, lo que dada la situación de extrema calentura carnal que ambos presentaban, resultaba, sin duda, dramático.

Habían llegado muy cerca de donde yo me sentaba y seguían en lo suyo. Enfrente del porche se sitúa un hotel que tiene en la vereda una reproducción en madera ―a escala reducida― de las famosas efigies que se erigen en la costa de la Isla de Pascua, y junto a ella, al otro lado de la cuneta, había estacionada una camioneta blanca con matrícula argentina. En ese punto, los jóvenes parecieron llegar a un rápido acuerdo y ambos tomaron las posiciones que, debido a sus diferentes características antropométricas, les parecieron más idóneas: ella, al nivel de la calle, apoyó su espalda contra la camioneta, y él afianzó sus pies en lo más bajo de la cuneta y se  recostó sobre la chica para continuar más confortablemente con los arrumacos y mimos que uno al otro se prodigaban desde hacía rato.

Como la escena me pareció mucho más interesante que lo que yo escribía ―y era evidente que a ellos el resto del mundo, incluido yo, les importaba un carajo―, dejé mis cuadernos y mi lapicera (bolígrafo para los no rioplatenses) en el suelo y me dispuse, ya sin ningún recato, a observar: la pareja continuaba besándose, ahora desenfrenadamente, y el fornido joven, que apoyaba una de sus manos en la camioneta, utilizaba la otra para desabrocharse el pantalón y bajarse la bragueta, y luego aventuró sus manos por debajo de la microfalda de la chica, que abrazaba con sus brazos el cuello del chico y abría las piernas todo lo que la ajustada prenda le permitía, refregando al tiempo, jubilosa, su torso y sus menudos senos a los de él.

La mano libre del chico comenzó las ineludibles operaciones para que su pene quedase liberado del engorro que en aquella situación produce cualquier calzoncillo y, cuando aparentemente lo consiguió, supuse que comenzó a dirigirlo hacia la cueva de la chica, que a esas alturas sin duda estaba lo suficientemente húmeda como para acogerlo con afecto.

Ella ya tenía la falda a la altura de las ingles, por lo que podía abrir las piernas con la amplitud necesaria que requerían las operaciones que ambos desarrollaban. Por los movimientos de la pelvis del chico, hacia arriba y abajo, supuse que se había producido un comienzo de acoplamiento, pero quizá porque las dimensiones de su miembro viril no estuvieran acordes con su estatura corporal, o por lo forzado de la postura, la cosa no iba del todo bien. Cuando después contaba esa parte de la escena a mis compañeras de desayuno, Ale, Inés y Silvia (una cicloturista brasileña que pasó esos días con nosotros), la segunda de ellas aventuró que tras una noche de borrachera el miembro viril del chico seguramente no estaría en las mejores condiciones. Bue, ella no lo dijo exactamente con esas palabras, pero como estamos en un blog presuntamente literario, las traduzco.

El caso es que el muchacho, al tiempo que forcejeaba y realizaba los movimientos coitales de rigor, con una mano seguía apoyado en la camioneta y con la otra se sujetaba el pantalón por detrás, para que no se le escurriese piernas abajo; además, había juntado los pies más que al principio, para que su embestida tuviera más vigor, lo cual no era lo más aconsejable para mantener el equilibrio en el desnivel de la cuneta, llena de arbustos y yuyos y medio embarrada…

En efecto, la cosa no funcionaba y unos segundos después el chico se separó, se echó hacia atrás y quedó en posición vertical. Miró aun lado y al otro (hacia atrás, donde yo estaba, no miró), como buscando ayuda, y luego con la mano que antes apoyaba en el vehículo se subió el pantalón, mientras con la otra invitaba amablemente a la chica a que cruzase a la otra parte de la cuneta, junto a la efigie pascualina. Ella deshizo su abrazo y, apoyándose en el muchacho, dio un par de pasos hacia adelante, y luego un pequeño salto para evitar el agua que ―a juzgar por los championes de su compañero, que ahora aparecían todo mojados― se acumulaba en el fondo del canal. Luego dio media vuelta, se agachó y, tras posar su delicado culito sobre la hierba, se recostó boca arriba y extendió los brazos hacia su galán.

El muchacho en el momento de situarse sobre la chica,
 bajo la atenta mirada de la efigie,
que no perdía detalle pero lo disimulaba muy bien
El muchacho, sin dejar de sujetarse la parte trasera del pantalón, hizo un sitio para sus rodillas entre las de la chica, y se echó hacia adelante. En ese momento les inmortalicé con la camarita de mi celular. Apoyó uno de sus brazos en la hierba, mientras con la mano libre ―en ese momento, ya casi tumbado, se había liberado ya del engorro de sujetarse el pantalón― pareció buscar de nuevo en su entrepierna el miembro necesario para el acoplamiento, cuestión que aparentemente, y a juzgar por los inconfundibles movimientos que enseguida comenzó a practicar, consiguió muy poco después.


Como lo que seguía en la escena era bastante previsible y no tenía ya mucho aliciente estético, volví la vista hacia mis cuadernos. Los recogí del suelo, abrí uno de ellos por donde había guardado la lapicera y me dispuse a retomar la escritura.

Pero hete aquí que por bajar la vista me perdí uno de los polvos más rápidos de la historia, porque sin que me diera tiempo a escribir una sola letra, escuché una especie de gemido y al volver a mirar hacia adelante constaté que los movimientos del presunto leñador habían cesado; como si se hubiera desmayado, el muchacho estaba derrumbado groseramente sobre la damisela. Los brazos de la chica forcejeaban desesperadamente, para librarse de la masa de carne que la aprisionaba.


Por fortuna, el muchacho volvió en sí apenas unos segundos después, y se echó a un costado, lo que aprovechó la chica para incorporarse y, tras acomodar y estirar su falda, se levantó con rapidez y saltó con renovada agilidad al otro lado de la cuneta.


El galán, que parecía entregado a disfrutar de unos segundos de relax tras su "hazaña", aunque tenía los ojos cerrados se percató de los movimientos de la muchacha, y trató de seguirla. Pero como antes tuvo que acomodarse también el pantalón, cuando salió de la cuneta hubo de correr unos cuantos metros para llegar hasta ella. Entonces quiso rodearla con su brazo por los hombros, pero ella le dio un leve codazo, cruzó al lado contrario de la calle y continuó su marcha en silencio. Él, unos pasos más atrás, siguió tras ella, al menos mientras les tuve a la vista. Luego no sé qué pasó.

Ta, parece que el romance se había terminado, aunque podemos ser optimistas y pensar que continuó más tarde, en mejores circunstancias y con mejor final.


De cualquier forma, dos recomendaciones antes de acabar esta entrada: procuren ser felices pero, eso sí, hagan sus cochinadas en privado, no sea que les vea algún degenerado y las cuente en su blog.

Para terminar les dejo parte de una imagen -una joya, sin duda- que me envió un amigo. Ya la incluí (con algunas otras más que me han ido llegando o fotografié en mis paseos) en la entrada más popular de este blog:
 http://tallermecontasunahistoriadale.blogspot.com/2012/10/la-ortografia-como-un-juego.html




Saludos, seguimos a full en unos días.










1 comentario:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...