Arthur C Clarke (1917 - 2008), el autor de 2001, una odisea espacial, se adentró en la ficción con una rigurosa base científica.
Ello le permitió adentrarse con autoridad en terrenos de otra forma pantanosos, y tratar temas que, en otros ámbitos y con otras formas, mucho más serias y académicas, no llegaban al gran público.
El relato de tan largo título que hoy traemos al blog, sin dejar de ser un entretenido y de fácil lectura divertimento, plantea el contraste entre una sociedad tecnificada y otra dedicada al servicio de Dios, y su final, no por previsible menos original, nos deja una pensativa sonrisa.
Los nueve
mil millones de nombres de Dios, de Arthur C. Clarke
―Esta es
una petición un tanto desacostumbrada ―dijo el doctor Wagner, en lo que
esperaba fuera un comentario adecuado―. Que yo recuerde, es la primera vez que
alguien ha pedido una computadora de secuencia automática para un monasterio
tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en
su... ejem... establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría
explicarme que intentan hacer con ella?
―Con
mucho gusto ―contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando
cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la
equivalencia entre las monedas―. Su computadora Mark V puede efectuar cualquier
operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para
nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido
modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no
columnas de cifras.
―No
acabo de comprender...
―Es un
proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos; de
hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de pensar,
así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo explico.
―Naturalmente.
―En
realidad, es sencillísimo. Hemos estado recopilando una lista que contendrá
todos los posibles nombres de Dios.
―¿Qué
quiere decir?
―Tenemos
motivos para creer ―continuó el lama, imperturbable― que todos esos nombres se
pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos ideado.
―¿Y han
estado haciendo esto durante tres siglos?
―Sí;
suponíamos que nos costaría alrededor de quince mil años completar el trabajo.
―Oh ―exclamó
el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida―. Ahora comprendo por qué han
querido alquilar una de nuestras maquinas. ¿Pero cuál es exactamente la
finalidad de este proyecto?
El lama
vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había
ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta.
―Llámelo
ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias.
Los
numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, solo
son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema filosófico de
cierta dificultad, que no me propongo discutir, pero en algún lugar entre todas
las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer están los que se
podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática
de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos posibles
nombres.
―Comprendo.
Han empezado con AAAAAAA... y han continuado hasta ZZZZZZZ...
―Exactamente,
aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial propio.
Modificando
los tipos electromagnéticos de las letras, se arregla todo, y esto es muy fácil
de hacer. Un problema bastante más interesante es el de diseñar circuitos para
eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe figurar más
de tres veces consecutivas.
―¿Tres?
Seguramente quiere usted decir dos.
―Tres es
lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar por qué, aun cuando
usted entendiera nuestro lenguaje.
―Estoy
seguro de ello ―dijo Wagner, apresuradanente―. Siga.
―Por
suerte, será cosa sencilla adaptar su computadora de secuencia automática a ese
trabajo, puesto que, una vez haya sido programada adecuadamente, permutará cada
letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera costado quince mil
años se podrá hacer en cien días.
El
doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan, situadas
muy por debajo. Estaba en un mundo diferente, un mundo de montañas naturales,
no construidas por el hombre. En las remotas alturas de su lejano país, aquellos
monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación, llenando sus
listas de palabras sin significado. ¿Había algún límite a las locuras de la
humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera sus pensamientos. El cliente
siempre tenía razón...
―No hay
duda ―replicó el doctor― de que podemos modificar el Mark V para que imprima
listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento ya
me preocupa más. Llegar al Tíbet en los tiempos actuales no va a ser fácil.
―Nosotros
nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños para poder
transportarse en avión. Este es uno de los motivos de haber elegido su máquina.
Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el
transporte desde allí.
―¿Y
quieren contratar a dos de nuestros ingenieros?
―Sí,
para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto.
―No dudo
de que nuestra sección de personal les proporcionará las personas idóneas. ―El
doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la mesa―. Hay
otras dos cuestiones... ―Antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó
una pequeña hoja de papel.
―Este es
el saldo de mi cuenta del Banco Asiático.
―Gracias.
Parece ser... hum... adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que vacilo en
mencionarla... pero es sorprendente la frecuencia con que lo obvio se pasa por
alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tiene ustedes?
―Un
generador diesel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios. Fue
instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el
monasterio mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para
proporcionar energía a los altavoces que emiten las plegarias.
―Desde
luego ―admitió el doctor Wagner―. Debía haberlo imaginado.
La vista
desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo.
Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos mil pies de
profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle
semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las
piedras pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas
montañas, cuyos nombres nunca se había preocupado de averiguar.
Aquello,
pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamás. El
"Proyecto Shangri-La", como alguien lo había bautizado en los lejanos
laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de
hojas de papel cubiertas de galimatías. Pacientemente, inexorablemente, la
computadora había ido disponiendo letras en todas sus posibles combinaciones,
agotando cada clase antes de empezar con la siguiente. Cuando las hojas salían
de las impresoras, los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a
unos libros enormes. Una semana más y, con la ayuda del cielo, habrían
terminado. George no sabía qué oscuros cálculos habían convencido a los monjes
de que no necesitaban preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien
letras. Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún
cambio de plan y que el Gran Lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no
se le parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería
aproximadamente hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una cosa
así.
George
oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al tiempo
que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre,
Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan popular
entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar
todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto era una
cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes
excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo...
―Escucha,
George ―dijo Chuck, con urgencia―. He sabido algo que puede significar un
disgusto.
―¿Qué
sucede? ¿No funciona bien la maquina? ―Ésta era la peor contingencia que George
podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso, y no había nada más
horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de
televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un vínculo
con su tierra.
―No, no
es nada de eso. ―Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era inhabitual en él,
porque normalmente le daba miedo el abismo―. Acabo de descubrir cuál es el
motivo de todo esto.
―¿Qué
quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos.
―Cierto,
sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos por qué. Es
la cosa más loca...
―Eso ya
lo tengo muy oído ―gruñó George.
―...pero
el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde para ver
cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante excitado o,
por lo menos, más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije que
estábamos en el último ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que
tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que
me gustaría saberlo... y entonces me lo explicó.
―Sigue;
voy captando.
―El caso
es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres, y
admiten que hay unos nueve mil millones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La
raza humana habrá acabado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido
alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia.
―¿Entonces
que esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?
―No hay
ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone en
acción, acaba con todas las cosas y... ¡Listos!
―Oh, ya
comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del mundo. ―Chuck
dejó escapar una risita nerviosa.
―Esto es
exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes que ocurrió? Me miró de un modo muy
raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo: «No se
trata de nada tan trivial como eso».
George
estuvo pensando durante unos momentos.
―Esto es
lo que yo llamo una visión amplia del asunto ―dijo después―. ¿Pero qué supones
que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más mínima
diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos.
―Sí...
pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada y la
traca final no estalle ―o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea―, nos
pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado
usando. Esta situación no me gusta ni pizca.
―Comprendo
―dijo George, lentamente―. Has dicho algo de interés. Pero ese tipo de cosas
han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Louisiana,
teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría
el domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta
vendieron sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos,
como se hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había
cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos
de ellos creen todavía.
―Bueno,
pero esto no es Louisiana, por si aún no te has dado cuenta. Nosotros no somos
más que dos, y monjes los hay a centenares aquí. Yo les tengo aprecio, y
sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso. Pero, de todos modos,
me gustaría estar en otro sitio.
―Esto lo
he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada hasta que el
contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para llevarnos lejos.
Claro que ―dijo Chuck, pensativamente― siempre podríamos probar con un ligero
sabotaje.
―Y un
cuerno podríamos. Eso empeoraría las cosas.
No
quiero decir eso. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del día, tal
como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro días a
partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo lo
que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando
hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo
arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el
tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso en
el registro. Para entonces ya no nos podrán coger.
―No me
gusta la idea ―dijo George―. Sería la primera vez que abandono un trabajo.
Además, les haría sospechar. No, me quedaré y aceptaré lo que venga.
―Sigue
sin gustarme ―dijo siete días más tarde, mientras los pequeños pero resistentes
burritos de montaña les llevaban hacia abajo por la serpenteante carretera―. Y
no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento pena por esos
infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo tontos que
han sido. Me pregunto cómo se lo tomará Sam.
―Es
curioso ―replicó Chuck―, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que
sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba, porque también sabía
que la máquina funcionaba bien y el trabajo quedaría muy pronto acabado.
Después de eso... claro que, para él, ya no hay ningún después... George se
volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio
desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los
achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular:
aquí y allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de
un transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo
circuito que el Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó
George. ¿Destrozarían los monjes la computadora, llevados por el furor y la
desesperación?
¿O se
limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?
Sabía
exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel mismo
momento. El Gran Lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con sus
túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes principiantes
las sacaban de las impresoras y las pegaban a los grandes volúmenes. Nadie
diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de las letras
sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso
mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, pensó
George, eran ya como para subirse por las paredes.
―¡Allí
esta! ―gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle―. ¿Verdad que es hermoso?
Ciertamente,
lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la pista,
como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando hacia
la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad.
George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el burrito
avanzaba pacientemente pendiente abajo.
La
rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima.
Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región,
y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: solo
cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente
despejado e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos,
pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de
las condiciones del tiempo. Esta había sido su última preocupación. Se puso a
cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las montañas,
brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a
esta expansión. De pronto, George consultó su reloj.
―Estaremos
allí dentro de una hora ―dijo, volviéndose hacia Chuck. Después, pensando en
otra cosa, añadió―: Me pregunto si la computadora habrá terminado su trabajo.
Estaba calculado para esta hora.
Chuck no
contestó, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la cara de
Chuck: era un ovalo blanco vuelto hacia el cielo.
―Mira ―susurro
Chuck, y George alzó la vista hacia el espacio.
Siempre
hay una última vez para todo. Arriba, sin ninguna conmoción, las estrellas se
estaban apagando.
Una historia genial y aterradora.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho los nombres de dios es una novela fascinante y el final da mucho que pensar, sin duda la recomiendo.
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