Fuente:Bob Adelman:Raymond Carver in 1984.The New Yorker |
Cuando un escritor comienza un texto ha de hacer numerosas elecciones. Dos de las más significativas son el tema y la forma de narrar. Es decir, qué cuenta y cómo desarrolla su relato.
Igual que el director de cine opta por situar la cámara fija o en movimiento, entre muchos ejemplos posibles, el escritor, igualmente entre innumerables opciones elige dónde sitúa su atención, qué ilumina y qué oculta (o simplemente silencia) al lector sobre la historia que le cuenta.
También decide si realiza un relato exhaustivo que enumere hasta los más mínimos detalles de la misma o, en el otro extremo, sintetiza el relato dejando en él solo lo estrictamente relevante: busca la complicidad del lector dejando que sea él quien recree tales detalles: naturalmente, si al lector le viene en gana y, como es obvio, a su forma y conveniencia, según su experiencia, sus valores y prejuicios y su cosmovisión.
El norteamericano Raymond Carver (1939-1988) da una lección magistral de síntesis narrativa en Mecánica popular, y en muy pocas líneas esboza una situación cotidiana, la convierte en dramática mediante un ágil diálogo y la resuelve con cinco palabras, en este caso con un sarcasmo inapelable.
Ni una línea de más, ni una de menos.
Mecánica popular, de Raymond Carver
Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia. Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana —una ventana abierta a la altura del hombro— que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando. Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.
Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.
—¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas! —gritó—. ¿Me oyes?
Él siguió metiendo sus cosas en la maleta.
—¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas! —Empezó a llorar—. Ni siquiera te atreves a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.
Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después dio la vuelta y volvió a la sala.
—Trae eso aquí —le ordenó él.
—Coge tus cosas y lárgate —contestó ella.
Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar la luz. Luego pasó a la sala.
Ella estaba en el umbral de la cocina con el niño en los brazos.
—Quiero al niño —dijo él.
—¿Estás loco?
—No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.
—A este niño no lo tocas —le advirtió ella.
El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
—Oh! Oh! —exclamó ella mirando al niño.
Él avanzó hacia ella.
—¡Por el amor de Dios! —se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.
—Quiero el niño.
—¡Fuera de aquí!
Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina.
Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.
—Suéltalo —dijo.
—¡Apártate! ¡Apártate! —gritó ella.
El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la cocina.
Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con fuerza al niño y empujó con todo su peso.
—Suéltalo —repitió.
—No —dijo ella—. Le estás haciendo daño al niño.
—No le estoy haciendo daño.
Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la casi oscuridad él trató de abrir los aferrados dedos de ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no paraba de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
—¡No! —gritó al darse cuenta que sus manos cedían.
Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca y se echó atrás.
Pero él no lo soltaba.
Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas.
Así, la cuestión quedó zanjada.
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