El primero es de Pamela Fagúndez Pivetta, estudiante del liceo departamental de Artigas, y pone voz a un antiguo alumno del liceo que compara sus tiempos de estudiante con los actuales.
Estudiantes y docentes del Liceo Departamental de Artigas en la presentación del libro, que se celebró en la Intendencia de Montevideo |
El poema es de Sabrina Martins Gómez.
Ambos, poema y relato, se escribieron para participar en el concurso que conmemora el centenario de los Liceos Departamentales del Uruguay.
Los docentes que coordinaron el concurso por parte del liceo artiguense fueron Nahara Rau, Fabricio Díaz y Nelson Ponte (este último no aparece en la fotografía).
Corrigiendo el
error
Pamela Fagúndez Pivetta
Yo vengo de
otras épocas, épocas donde el olor de un cuaderno nuevo llenaba los pulmones y
donde la historia del mundo infundía respeto; claro que yo no era uno de
aquellos que se pasaban todo el día frente a sus cuadernos, pero sabía que
aunque no me agradase demasiado tenía que dar una leída en mis garabatos; si no,
al otro día sería yo el que quedaría pegado. Eran buenas épocas, a mi criterio.
El viejo que estaba parado adelante era figura importante. Con su gran
presencia, iba demostrándonos esas cosas que yo creía que para nosotros no
servían de mucho y, asimismo, nuestros oídos se afinaban hacia cada afirmación
que decía. Si no estudiabas algo, ¡caray!, la presión de estar observado por
todos y tener que decir que no tenías de qué hablar, era peor a que no te
dejaran jugar al fútbol en la tarde. Pero eran buenos tiempos, mejores que los
de hoy en día.
Mariana Monges |
Hay veces que
recostado acá en la mecedora con la negra nos preguntamos, ¿qué hará la
gurisada ahora? Porque yo veo toditas las tardes pasar un montón de chiquilines
que pinta de estar trabajando no tienen, bien a la hora donde mi madre me hacía
entrar y sentarme a repasar. Y yo lo hacía, sabía que tenía que hacerlo. Me acuerdo
un día, la de Filosofía nos había mandado un deber para pensar. Llegué a casa y
leí aquello y juro que la cabeza me dio tantas vueltas como un taladro
encendido. Yo lo escribí bien grande y con un lápiz rojo, a ver si me hacía
pensar con más facilidad: “¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?”.
Sí, la profe
era de mandar tareas que parecían breves y que cuando te ponías a escribir, te
llegaban a doler las yemas de los dedos; porque, claro, ella no quería solo
“¿qué era?”, sino “¿para qué servía y hacia dónde creíamos que iba?”. Cuando
empecé, era como si las palabras me brotaran cual flor en primavera. Para mí el
conocimiento era ilimitado y como todas las cosas, había que quererlo para
tenerlo. Era algo de educación, de pensamiento, alguien tenía que ayudarte a
razonar y ese alguien en mi caso era el profesor. Aquel al que yo llamaba de
viejo de Historia, bajita de Química, ellos eran los puentes que teníamos para
saber, pero ¿de qué nos serviría el puente si no caminábamos a cruzarlo? Es
lógico, si te dan la mano tenés que alzar la tuya y tomarla; si no, ¿qué
adelanta? Para mí era un proceso colectivo. El profesor nos daba las
herramientas y nosotros éramos la mano de obra. Era algo mutuo. Hasta ahí me
iba bien, me embromé cuando me puse a pensar hacía donde iba, ahí ¿yo cómo iba
a saber? La profe seguramente me creía adivino. Me acuerdo que le pregunté a mi
vieja, al viejo, hasta mi hermano mayor fue interrogado. Raramente estaba
compenetrado con ese deber. Me había interesado y quería saber opiniones; corrí
a lo de la abuela, mis tíos, hasta otros compañeros fueron bombardeados con mis
preguntas. Cuando llegué a casa estaba oscuro. Nunca había pasado hasta tan
tarde escribiendo, y lo peor era que me estaba gustando. Le di al lápiz como si
fuera interminable. Pensé, pensé y pensé una y otra vez en esa pregunta y
llegué a mi conclusión. Yo escuchaba la radio, iba a la casa de mis tíos y
miraba tele con ellos, y como todo gurí, me escondía detrás de una puerta a
escuchar lo que discutían mis padres sobre distintos temas.
Anthony Rafael Paz Silva |
Todo aquello
tenía algo en común; todos los días escuchaba que algo mejoraba, que algo había
descubierto. Mi madre decía que siempre estaban innovando, sacando cosas nuevas,
que había mucho avance. Ahí mi cerebro hizo clic. Si todo estaba avanzando, y
el conocimiento era la base del todo, él crecía también. Dentro de unos años habría
alumnos recitando la Constitución (exageré un poco, ya sé). El punto es que
para mí cada vez habría más gente interesada en conocer, como me había pasado a
mí ese día, que de no estar muy interesado, pasé a querer saber más y más.
Llegué
desesperado a la otra clase, levanté la mano antes de que la profe preguntara y
con cara de sorpresa ella me dijo: “Bueno, cuéntenos su tarea, Rodríguez”. Leía
mis hojas como si estuviese recitando un poema. Cuando terminé me felicitaron.
Estaba excelente, sin duda el mejor de la clase. Salí al recreo, me comí un
buen refuerzo y cuando giré la cabeza fue como si el día se hubiese transformado
en una misión. Allí estaba ella, yo que sabía.
Estaba parada
con sus amigas, se reían y me miraban como en burla. Yo me pensaba muy gallo,
pero reconozco que era apenas pasable. Sin embargo, ella era una de las
observadas por todos; no sé en qué estaba pensando. Es más, creo que
directamente no estaba pensando cuando mis pies comenzaron a avanzar en
dirección a los suyos.
Era como si mi
mente dijera que no, y mi corazón no lo escuchara. Llegué frente a frente y
solo me salió un miserable “Hola”. Me saludó. No era tan antipática como se
decía, pero ¿y ahora qué? Sus amigas me miraban con desprecio y yo me sentía
una partícula de polvo entre tantos perfumes. Me preguntó si quería algo, y sí,
pero no le iba a contestar que era a ella. Le pregunté su nombre. María, me
respondió. Me preguntó el mío y creo que en vez de decirle Pedro le dije Pedreo. Detalles. Se rió y quiso saber
cuál era mi grupo, el de abajo al fondo a la derecha, el de ella era enfrente.
Sonó el timbre y nadie quedaba parado, no era como ahora que mi nieto me cuenta
que compra un alfajor, después lo come y ahí recién entra.
Era la última
hora. Reconozco que esa ansiedad de irse ya existía, pero algo más bien
implícito, no lo hacíamos público. Yo seguía pensando con qué pie me había levantado,
porque para haber salido como el mejor de la clase y que la más linda me
hablara algo raro estaba pasando.
Llegó la hora de irnos. Juntábamos y salíamos
en el más absoluto silencio. Si gritábamos nos hacían dar vuelta. Cuando salió
del salón, ella estaba parada sola. Su clase ya se había ido y me hizo seña
para que fuera. Siendo sincero, dudé, creí que estaba soñando. Me dijo que se
había enterado de mi suceso en la tarea. Alardeé un rato, claro; me servía de
mérito. Yo no era bobo. Aclaro, no confundan, tampoco era un avivado. En mi
época respetábamos a las gurisas, diferente a los y las de ahora. Ya no hay
respeto para nada. La acompañé unas cuadras, las palabras salían de mi boca sin
esfuerzo. Era extraño. Yo no era tan extrovertido. Al correr los días
comenzamos a conocernos mejor y ese día me quedó marcado como el mejor por
lejos.
La gurisa de la
que les hablo, es la misma que tengo sentada a mi lado ahora en la mecedora. Y
aún conservo esa tarea. Casi ni se lee, pero permanece en mi cofre de recuerdos
y su contenido en mi memoria.
Los años en el
liceo pasaban, María y yo seguíamos juntos y mi desempeño había mejorado
notoriamente. Mis grupos
siempre fueron buenos, dedicados, hacían que el profesor sintiera orgullo de
entrar al salón. Yo estudié abogacía y a la larga formé mi familia. A mis hijos
los eduqué a mi estilo, pero a diferencia de sus padres, uno me salió estudioso
y el otro bastante haragán, pero los dos estudiaron. Era eso o no tendrían cómo
vivir. Siempre dejé claro que mi responsabilidad terminaba cuando comenzaba la
de ellos.
Pero claro,
ahora entiendo el dicho de que todo lo que sube tiene que bajar. En los
siguientes años nacieron mis nietos, dulces y cariñosos, buenas personas. Somos
una familia de bien en lo que a valores respecta. El único gran cambio fue su
educación. Ellos estudian en el mismo liceo que yo, no hicieron todos los
grados allá como sus padres y abuelos y me cuentan historias que me hacen ver
el gran error de mi tarea.
“Abue, hoy nos dejaron sin recreo. Ayer saqué dos unos.
Rompieron la puerta de mi salón». Yo lo miro y me río. Ya me acostumbré, no es
mi asunto, es de mis hijos. Les pregunto a
ellos qué pasa que mis nietos llegan a casa con esas historias y ellos no hacen
nada. El otro día me cayó la ficha. Mis nietos con todas esas desafortunadas historias
que me cuentan, no son de los peores, es más, son alumnos promedio. En mis años
ese comportamiento directamente no existía y los vagos casos ya ni los veo por
la ciudad. Pero mis nietos no son malos alumnos, y asimismo, con la negra los
vemos todas las tardes caminando por la calle con más chiquilines. Me duele
verlos, al igual que toda esa gurisada, despreocupados por los cuadernos que
deben quedar en el mismo lugar que los dejaron al llegar. Fui a retirar a mi
nieta de clase hace una semana, llegué allá y no lo podía creer. Los bancos, que
cuando yo estudiaba no tenían marcas, ahora eran como una hoja más de cuaderno,
al igual que el pizarrón, donde ni siquiera tienen la cara para no escribir sus
nombres. Hasta anotan sus apellidos. Las paredes, ventanas, las cortinas que mi
madre a veces arreglaba y ahora las suyas están desgastadas. El liceo ya no
tenía ni un poco el aire de mis días, y no estaba mejor. Le conté mi asombro a
mi nieta y me dijo “Eran tus épocas, abuelo, ya pasó mucho tiempo. Las cosas
cambian”. ¿Cambian? Yo sabía que los buenos ejemplos se seguían.
Era lo que
pensaba cuando escribí mi tarea. ¿Cambian? Cambio fue el mío cuando comencé a
estudiar aquella tarde, ¡eso es un deterioro! ¡Una vergüenza! Mi nieta me miró
asustada, y con los ojos llorosos pedí disculpas. No era solo su culpa. Era la
de todos.
Josías Fornazarich Maidana |
Mi nieto llega
cada domingo y me cuenta que agarró a dos en el baile. ¿Dos? ¿Agarrar? ¿Qué son
las chicas, acaso?, ¿objetos que se toman y se dejan al aburrirse? Hasta las
chicas hacen lo mismo, me cuenta mi nieto. Quizás sea yo el antiguo, pero si es
así, sigo creyendo que antes era más sano. No lo será en todos los casos, pero
en lo que a mi querido liceo se refiere sin duda.
Decidí escribir
esto para guardarlo junto a mi tarea. Su nombre será Corrigiendo el error, ese error del que mi profe de filosofía se
lamenta en su tumba, quizás bajo el asiento de mis nietos, quién sabe. Perdón,
profe, fue un error grave, pero no lo cometí yo. Hice lo que pude pero ya es
tarde, no me queda tiempo para remediarlo.
Qué triste
pensar que el conocimiento, lo que hizo cambiar mis actitudes, que me abrió la
mente, que hasta me ayudó a encontrar a mi esposa, lo que en sí fue lo que me
impulsó a formar mi propia y exitosa vida, hoy esté siendo menospreciado por
mis propios descendientes.
Tiempo de aula
Sabrina Martins Gómez
Un viejo salón,
un sol radiante
Los pasos
sigilosos del profe
anuncian su
llegada, reflejos inquietos
en los rostros
de los alumnos
comparados a un
diamante.
Aquellos
también vivieron un tiempo feliz,
Como nosotros
sus aulas, tuvieron un tiempo mejor,
con calles
espaciosas.
El aire tenía
dulzura de mora y de luz de rosas.
Nuestras aulas
son barquitos
de la “divina
creación”
y nosotros como
alumnos
dirigimos el
timón.
Para que el
barco no se hunda
todos debemos
remar
siguiendo las
directrices
de quien nos
quiere ayudar.
Rememos,
rememos, todos sin pesar;
la vida es un
barco
y hay que
navegar
buscando un
buen puerto donde anclar.
Un profe llega
y otro se va
aquí en nuestro
liceo esa es la realidad.
Otro nos quiere
mucho, poquito y “naa”.
Esa es la
realidad.
¡Cómo suenan en
las aulas, el murmullo
de las clases
al comenzar!
Tiene el timbre
un singular toque.
La clase va a
empezar.
Apenas se apagó
el timbre
suena la voz de
la profe, voz de esperanza,
Luego de pasar
la lista
explica la
clase con “amor y confianza”.
Yo no voy al
liceo para estudiar y nada más.
Voy porque me
gusta aprender a triunfar.
Mis compañeros
y mis profes con alegría o con pena
siempre me
llevan a estudiar.
Es muy sencillo
y arcaico mi amplio salón.
Mi histórica
casa de blancas paredes
con techos de
tejas, zaguán y balcón.
Fue una experiencia muy especial, enriquecedora e inolvidable, una gran oportunidad, realmente estuvo buenísimo
ResponderEliminarPamela Fagúndez