miércoles, 28 de noviembre de 2012

Corrigiendo el error, de Pamela Fagúndez Pivetta

Siempre es un gusto ver que los gurises escriben. Hoy traemos a colación un relato y un poema, además de tres fotografías.
El primero es de Pamela Fagúndez Pivetta, estudiante del liceo departamental de Artigas, y pone voz a un antiguo alumno del liceo que compara sus tiempos de estudiante con los actuales.

Estudiantes y docentes del Liceo Departamental de Artigas
en la presentación del libro,
que se celebró en la Intendencia de Montevideo
El poema es de Sabrina Martins Gómez.
Ambos, poema y relato, se escribieron para participar en el concurso que conmemora el centenario de los Liceos Departamentales del Uruguay.



















Los docentes que coordinaron el concurso por parte del liceo artiguense fueron Nahara Rau, Fabricio Díaz y Nelson Ponte (este último no aparece en la fotografía).
ProARTE, un proyecto del  CODICEN para la generalización
educativa de la experiencia artística y creativa,
 impulsó la edición del libro Cien años compartidos.
En él se recogen
fotografías, poemas y relatos de estudiantes
de los departamentos del Uruguay en los que se
conmemora el Centenario de los
Liceos Departamentales.
Está previsto que durante el año 2013 una muestra fotográfica,
 con los mejores trabajos del país,  recorra los liceos del interior.
El ministro Ricardo Ehrlich, que prologa el volumen,
destaca un componente central de las propuestas educativas:
"el proceso que lleva al descubrimiento de las riquezas y
potencialidades que cada ser humano encierra, en su diversidad".
Corrigiendo el error
Pamela Fagúndez Pivetta

Yo vengo de otras épocas, épocas donde el olor de un cuaderno nuevo llenaba los pulmones y donde la historia del mundo infundía respeto; claro que yo no era uno de aquellos que se pasaban todo el día frente a sus cuadernos, pero sabía que aunque no me agradase demasiado tenía que dar una leída en mis garabatos; si no, al otro día sería yo el que quedaría pegado. Eran buenas épocas, a mi criterio. El viejo que estaba parado adelante era figura importante. Con su gran presencia, iba demostrándonos esas cosas que yo creía que para nosotros no servían de mucho y, asimismo, nuestros oídos se afinaban hacia cada afirmación que decía. Si no estudiabas algo, ¡caray!, la presión de estar observado por todos y tener que decir que no tenías de qué hablar, era peor a que no te dejaran jugar al fútbol en la tarde. Pero eran buenos tiempos, mejores que los de hoy en día.


Mariana Monges











Hay veces que recostado acá en la mecedora con la negra nos preguntamos, ¿qué hará la gurisada ahora? Porque yo veo toditas las tardes pasar un montón de chiquilines que pinta de estar trabajando no tienen, bien a la hora donde mi madre me hacía entrar y sentarme a repasar. Y yo lo hacía, sabía que tenía que hacerlo. Me acuerdo un día, la de Filosofía nos había mandado un deber para pensar. Llegué a casa y leí aquello y juro que la cabeza me dio tantas vueltas como un taladro encendido. Yo lo escribí bien grande y con un lápiz rojo, a ver si me hacía pensar con más facilidad: “¿QUÉ ES EL CONOCIMIENTO?”.

Sí, la profe era de mandar tareas que parecían breves y que cuando te ponías a escribir, te llegaban a doler las yemas de los dedos; porque, claro, ella no quería solo “¿qué era?”, sino “¿para qué servía y hacia dónde creíamos que iba?”. Cuando empecé, era como si las palabras me brotaran cual flor en primavera. Para mí el conocimiento era ilimitado y como todas las cosas, había que quererlo para tenerlo. Era algo de educación, de pensamiento, alguien tenía que ayudarte a razonar y ese alguien en mi caso era el profesor. Aquel al que yo llamaba de viejo de Historia, bajita de Química, ellos eran los puentes que teníamos para saber, pero ¿de qué nos serviría el puente si no caminábamos a cruzarlo? Es lógico, si te dan la mano tenés que alzar la tuya y tomarla; si no, ¿qué adelanta? Para mí era un proceso colectivo. El profesor nos daba las herramientas y nosotros éramos la mano de obra. Era algo mutuo. Hasta ahí me iba bien, me embromé cuando me puse a pensar hacía donde iba, ahí ¿yo cómo iba a saber? La profe seguramente me creía adivino. Me acuerdo que le pregunté a mi vieja, al viejo, hasta mi hermano mayor fue interrogado. Raramente estaba compenetrado con ese deber. Me había interesado y quería saber opiniones; corrí a lo de la abuela, mis tíos, hasta otros compañeros fueron bombardeados con mis preguntas. Cuando llegué a casa estaba oscuro. Nunca había pasado hasta tan tarde escribiendo, y lo peor era que me estaba gustando. Le di al lápiz como si fuera interminable. Pensé, pensé y pensé una y otra vez en esa pregunta y llegué a mi conclusión. Yo escuchaba la radio, iba a la casa de mis tíos y miraba tele con ellos, y como todo gurí, me escondía detrás de una puerta a escuchar lo que discutían mis padres sobre distintos temas.
Anthony Rafael Paz Silva

Todo aquello tenía algo en común; todos los días escuchaba que algo mejoraba, que algo había descubierto. Mi madre decía que siempre estaban innovando, sacando cosas nuevas, que había mucho avance. Ahí mi cerebro hizo clic. Si todo estaba avanzando, y el conocimiento era la base del todo, él crecía también. Dentro de unos años habría alumnos recitando la Constitución (exageré un poco, ya sé). El punto es que para mí cada vez habría más gente interesada en conocer, como me había pasado a mí ese día, que de no estar muy interesado, pasé a querer saber más y más.

Llegué desesperado a la otra clase, levanté la mano antes de que la profe preguntara y con cara de sorpresa ella me dijo: “Bueno, cuéntenos su tarea, Rodríguez”. Leía mis hojas como si estuviese recitando un poema. Cuando terminé me felicitaron. Estaba excelente, sin duda el mejor de la clase. Salí al recreo, me comí un buen refuerzo y cuando giré la cabeza fue como si el día se hubiese transformado en una misión. Allí estaba ella, yo que sabía.

Estaba parada con sus amigas, se reían y me miraban como en burla. Yo me pensaba muy gallo, pero reconozco que era apenas pasable. Sin embargo, ella era una de las observadas por todos; no sé en qué estaba pensando. Es más, creo que directamente no estaba pensando cuando mis pies comenzaron a avanzar en dirección a los suyos.
Era como si mi mente dijera que no, y mi corazón no lo escuchara. Llegué frente a frente y solo me salió un miserable “Hola”. Me saludó. No era tan antipática como se decía, pero ¿y ahora qué? Sus amigas me miraban con desprecio y yo me sentía una partícula de polvo entre tantos perfumes. Me preguntó si quería algo, y sí, pero no le iba a contestar que era a ella. Le pregunté su nombre. María, me respondió. Me preguntó el mío y creo que en vez de decirle Pedro le dije Pedreo. Detalles. Se rió y quiso saber cuál era mi grupo, el de abajo al fondo a la derecha, el de ella era enfrente. Sonó el timbre y nadie quedaba parado, no era como ahora que mi nieto me cuenta que compra un alfajor, después lo come y ahí recién entra.

Era la última hora. Reconozco que esa ansiedad de irse ya existía, pero algo más bien implícito, no lo hacíamos público. Yo seguía pensando con qué pie me había levantado, porque para haber salido como el mejor de la clase y que la más linda me hablara algo raro estaba pasando.

Llegó la hora de irnos. Juntábamos y salíamos en el más absoluto silencio. Si gritábamos nos hacían dar vuelta. Cuando salió del salón, ella estaba parada sola. Su clase ya se había ido y me hizo seña para que fuera. Siendo sincero, dudé, creí que estaba soñando. Me dijo que se había enterado de mi suceso en la tarea. Alardeé un rato, claro; me servía de mérito. Yo no era bobo. Aclaro, no confundan, tampoco era un avivado. En mi época respetábamos a las gurisas, diferente a los y las de ahora. Ya no hay respeto para nada. La acompañé unas cuadras, las palabras salían de mi boca sin esfuerzo. Era extraño. Yo no era tan extrovertido. Al correr los días comenzamos a conocernos mejor y ese día me quedó marcado como el mejor por lejos.

La gurisa de la que les hablo, es la misma que tengo sentada a mi lado ahora en la mecedora. Y aún conservo esa tarea. Casi ni se lee, pero permanece en mi cofre de recuerdos y su contenido en mi memoria.

Los años en el liceo pasaban, María y yo seguíamos juntos y mi desempeño había mejorado notoriamente. Mis grupos siempre fueron buenos, dedicados, hacían que el profesor sintiera orgullo de entrar al salón. Yo estudié abogacía y a la larga formé mi familia. A mis hijos los eduqué a mi estilo, pero a diferencia de sus padres, uno me salió estudioso y el otro bastante haragán, pero los dos estudiaron. Era eso o no tendrían cómo vivir. Siempre dejé claro que mi responsabilidad terminaba cuando comenzaba la de ellos.

Pero claro, ahora entiendo el dicho de que todo lo que sube tiene que bajar. En los siguientes años nacieron mis nietos, dulces y cariñosos, buenas personas. Somos una familia de bien en lo que a valores respecta. El único gran cambio fue su educación. Ellos estudian en el mismo liceo que yo, no hicieron todos los grados allá como sus padres y abuelos y me cuentan historias que me hacen ver el gran error de mi tarea.

“Abue, hoy nos dejaron sin recreo. Ayer saqué dos unos. Rompieron la puerta de mi salón». Yo lo miro y me río. Ya me acostumbré, no es mi asunto, es de mis hijos. Les pregunto a ellos qué pasa que mis nietos llegan a casa con esas historias y ellos no hacen nada. El otro día me cayó la ficha. Mis nietos con todas esas desafortunadas historias que me cuentan, no son de los peores, es más, son alumnos promedio. En mis años ese comportamiento directamente no existía y los vagos casos ya ni los veo por la ciudad. Pero mis nietos no son malos alumnos, y asimismo, con la negra los vemos todas las tardes caminando por la calle con más chiquilines. Me duele verlos, al igual que toda esa gurisada, despreocupados por los cuadernos que deben quedar en el mismo lugar que los dejaron al llegar. Fui a retirar a mi nieta de clase hace una semana, llegué allá y no lo podía creer. Los bancos, que cuando yo estudiaba no tenían marcas, ahora eran como una hoja más de cuaderno, al igual que el pizarrón, donde ni siquiera tienen la cara para no escribir sus nombres. Hasta anotan sus apellidos. Las paredes, ventanas, las cortinas que mi madre a veces arreglaba y ahora las suyas están desgastadas. El liceo ya no tenía ni un poco el aire de mis días, y no estaba mejor. Le conté mi asombro a mi nieta y me dijo “Eran tus épocas, abuelo, ya pasó mucho tiempo. Las cosas cambian”. ¿Cambian? Yo sabía que los buenos ejemplos se seguían.
Era lo que pensaba cuando escribí mi tarea. ¿Cambian? Cambio fue el mío cuando comencé a estudiar aquella tarde, ¡eso es un deterioro! ¡Una vergüenza! Mi nieta me miró asustada, y con los ojos llorosos pedí disculpas. No era solo su culpa. Era la de todos.
Josías Fornazarich Maidana

Mi nieto llega cada domingo y me cuenta que agarró a dos en el baile. ¿Dos? ¿Agarrar? ¿Qué son las chicas, acaso?, ¿objetos que se toman y se dejan al aburrirse? Hasta las chicas hacen lo mismo, me cuenta mi nieto. Quizás sea yo el antiguo, pero si es así, sigo creyendo que antes era más sano. No lo será en todos los casos, pero en lo que a mi querido liceo se refiere sin duda.

Decidí escribir esto para guardarlo junto a mi tarea. Su nombre será Corrigiendo el error, ese error del que mi profe de filosofía se lamenta en su tumba, quizás bajo el asiento de mis nietos, quién sabe. Perdón, profe, fue un error grave, pero no lo cometí yo. Hice lo que pude pero ya es tarde, no me queda tiempo para remediarlo.

Qué triste pensar que el conocimiento, lo que hizo cambiar mis actitudes, que me abrió la mente, que hasta me ayudó a encontrar a mi esposa, lo que en sí fue lo que me impulsó a formar mi propia y exitosa vida, hoy esté siendo menospreciado por mis propios descendientes.


Sabrina y Pamela



Tiempo de aula
Sabrina Martins Gómez

Un viejo salón, un sol radiante
Los pasos sigilosos del profe
anuncian su llegada, reflejos inquietos
en los rostros de los alumnos
comparados a un diamante.

Aquellos también vivieron un tiempo feliz,
Como nosotros sus aulas, tuvieron un tiempo mejor,
con calles espaciosas.
El aire tenía dulzura de mora y de luz de rosas.

Nuestras aulas son barquitos
de la “divina creación”
y nosotros como alumnos
dirigimos el timón.

Para que el barco no se hunda
todos debemos remar
siguiendo las directrices
de quien nos quiere ayudar.

Rememos, rememos, todos sin pesar;
la vida es un barco
y hay que navegar
buscando un buen puerto donde anclar.
Un profe llega y otro se va
aquí en nuestro liceo esa es la realidad.
Otro nos quiere mucho, poquito y “naa”.
Esa es la realidad.

¡Cómo suenan en las aulas, el murmullo
de las clases al comenzar!
Tiene el timbre un singular toque.
La clase va a empezar.

Apenas se apagó el timbre
suena la voz de la profe, voz de esperanza,
Luego de pasar la lista
explica la clase con “amor y confianza”.

Yo no voy al liceo para estudiar y nada más.
Voy porque me gusta aprender a triunfar.
Mis compañeros y mis profes con alegría o con pena
siempre me llevan a estudiar.

Es muy sencillo y arcaico mi amplio salón.
Mi histórica casa de blancas paredes
con techos de tejas, zaguán y balcón.





1 comentario:

  1. Fue una experiencia muy especial, enriquecedora e inolvidable, una gran oportunidad, realmente estuvo buenísimo

    Pamela Fagúndez

    ResponderEliminar

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...