martes, 30 de septiembre de 2014

El poeta negro, de Antonio Ballesteros

La pereza me impide participar en concursos asiduamente, pero cada tanto envío un texto al certamen que convoca "Iniciativa Ciudadana del Toledo Histórico", para mantener lazos con mi ciudad natal. Hace poco publiqué en este blog El desalojo,  premiado en 2014, y ahora hago lo propio con El poeta negro, ganador del 15º certamen de relato corto “Cuentos de las Cuatro Calles”.
Espero que les guste, al menos yo lo pasé estupendamente mientras lo escribía.



El poeta negro, de Antonio Ballesteros

Dicen que la realidad supera con frecuencia a la más delirante ficción. Por eso, a nadie debería extrañarle que si en esta brumosa madrugada mi famoso e insigne archiabuelo, el ilustre poeta don Gustavo Adolfo Bécquer, levantase la cabeza y me viera pasear por las desiertas callejuelas de este Toledo remozado que apenas vagamente reconocería, podría pensar que revivía los delirios de la tuberculosis que lo llevó al más allá.

Rutas de Toledo
Y si por algún extraño encantamiento por fin se convenciera de que yo ―su archinieto bastardo y negro― soy real, muy probablemente suplicase que lo regresaran a la tumba: nada supo en vida de aquel hijo ilegítimo que fue mi tatarabuelo.

Su desconcierto habría sido absoluto, siglo y medio más tarde, al encontrarse frente a alguien casi completamente igual a él, pero con la piel negra.

Se habría visto reflejado a sí mismo como en un espejo oscuro: su afilado rostro y su nariz aguileña, las inconfundibles guedejas de su ondulado cabello, la misma perilla e idéntico bigote para disimular el barbilampiño rostro. Y porque la genética es mucho más tenaz y fiable que la genealogía, quizá también habría reconocido en mí, en esta extraña noche en la que mis atribulados pensamientos volvieron errática mi mirada, su melancólico y desesperanzado gesto.

Y si, además, el poderosísimo conjuro que le podría haber convencido de que no deliraba consiguiese guiarle hasta el portón que yo me dispongo a franquear ahora... hubiera recordado que él traspuso aquel umbral en busca de la aventura galante que preñó a mi archiabuela. Sin duda, él nunca sospechó que aquella calurosa noche en la que disfrutó del lecho de una joven e inocente mujer enamorada, tuviera más consecuencias que las de aliviarle, momentáneamente, las penas y los ardores de otro amor.

En ese improbable momento, si se hubiera convencido de que yo no era el reflejo de ningún espejo, ni el fruto de alguna excepcional alquimia, entonces quizá se habría atrevido a preguntarme si yo era el hijo del hijo del hijo del hijo de alguno de sus hijos…
Arco de Palacio, José Luis Rodríguez Holgado


Y yo le habría tenido que contestar que sí, pero también aclararle que no descendía de los hijos que él conoció, los que engendró con su esposa, Casta Esteban. Le habría tenido que decir la verdad: que aquellos muchachos murieron jóvenes y sin descendencia.

Su desconcierto me habría dado la oportunidad de contarle que Manuela Alonso, la ilusionada virgen que él desfloró aquella ardiente noche ―la que ilusamente pensó que los versos y las rimas que su pretendiente declamaba eran inspirados por ella, y no por otra―, se quedó esperándolo muchos días y muchas madrugadas, hasta que su vientre engruesó y ya no pudo disimular su estado.

Habría podido ponerle al día de que el padre de Manuela, el ilustre señor don Inocencio Carlos Alonso de Heredia y Olmedilla, al descubrir el sorpresivo embarazo de su hija, montó en cólera y de inmediato escribió a un allegado de la familia para que le auxiliase en tan amarga situación.

Era este pariente un clérigo recién afincado en muy lejanas tierras, y sin pensarlo dos veces a él le envió a su hija descarriada, junto con un cofre repleto de monedas para que, en adelante, la tuviera confinada y a buen recaudo, buscando salvaguardar así el buen nombre de la familia.

Le habría podido explicar a don Gustavo Adolfo que mi archiabuela, para alejarse del vergonzante destino monacal que le aguardaba, al desembarcar en el puerto de Montevideo, tras una larga travesía en la que sufrió innumerable náuseas y mareos ―hasta el punto de desconfiar que la criatura que portaba en sus entrañas fuera a nacer con vida―, a la primera oportunidad huyó del sacerdote que la esperaba, llevando a mi tatarabuelo en su vientre y bajo el brazo, bien sujeto, el cofre y las monedas con las que el padre que la repudiaba creía salvado su honor.

A continuación consiguió convencer a un carretero de lanas  que la llevase lo más lejos posible. Y temiendo el aborto en cada salto del vehículo, tras siete insufribles días llegó a un inhóspito pueblito de frontera llamado San Eugenio del Cuareim, de apenas veinte casas y doscientas almas.

Más tarde, tras alumbrar en condiciones bien precarias y auxiliada por sus nuevos vecinos ―muchos de ellos esclavos negros recién liberados, llegados del Brasil―, hubo de inscribir a su vástago en un registro.

Y en esa ocasión no utilizó el propio apellido, Alonso: no quería dejar ningún rastro de su periplo. Inscribió a su hijo con los nombres y el apellido del hombre al que, aunque desengañada, continuaba amando con infinita devoción. Incluso tuvo que corregir al escribano, que en vez de Bécquer, con cqu, escribió Bécker con ck: en realidad el verdadero apellido de los ascendientes de don Gustavo Adolfo.

Es explicable el error: antes de que se fundara aquel pueblín fronterizo que años más tarde pasaría a denominarse Artigas, unos comerciantes alemanes comprobaron que sus alrededores eran extremadamente ricos en piedras semipreciosas, y se asentaron en la zona: su apellido era el mismo que los nobles flamencos de los que descendía don Gustavo Adolfo.

En efecto, tanto el poeta como su hermano Valeriano y su padre, el también pintor José Domínguez Insausti, para sus obras utilizaron, castellanizado, el apellido de sus antepasados: es decir, cambiaron la ck por cqu. Quizá Manuela Alonso nunca lo supo, y por eso yo me apellido Bécquer con cqu y no Bécker con ck.

Lo demás, si el espectro del desafortunado poeta me hubiera acompañado en el paseo, habría sido fácil de contar: al contrario que los legítimos, el hijo de don Gustavo Adolfo y de Manuela creció sano y perpetuó no solo su apellido sino, en el primogénito varón de cada generación, el conocido nombre compuesto que figura en mi cédula de identidad.

Se dio la curiosa circunstancia de que tanto aquel vástago bastardo del poeta 
el que cruzó el océano en el vientre de su madre como sus sucesivos descendientes, incluido yo, mostraron una marcada inclinación por emparejarse con las mujeres afrodescendientes que tanto abundan en esa zona fronteriza con el Brasil. Por ello, aunque los nombres y el apellido se transmitieron durante seis generaciones, y los rasgos del poeta permanecieron en nuestro rostro ―yo soy la prueba viviente del suceso―, nuestra piel se tiñó del color de la canela.

Por lo que a mí respecta, solo recientemente tuve el anhelo de cruzar el océano Atlántico y visitar Toledo, la ciudad natal de mi archiabuela. La peripecia de Manuela Alonso no pasó de ser, en nuestra familia, más que una amable curiosidad, una vaga leyenda que se transmitía de padres a hijos como la propiedad de un mueble antiguo al que no se sabe dónde colocar ni qué hacer con él, pero del que es agradable sentirse dueño.

Aunque he de confesar que durante un tiempo sí aproveché mi ascendencia: cuando mis compañeras adolescentes, acostumbradas al rudo cortejo de sus otros pretendientes, me escuchaban decir que “los suspiros son aire y van al aire, las lágrimas son agua y van al mar; dime, mujer, cuando el amor se olvida, ¿sabes tú adónde va?”, se me quedaban mirando embobadas y se reían, nerviosas por no saber qué contestar, pero me dejaban acariciarlas con mucha más facilidad que a los otros, quizá esperando escuchar nuevos poemas.


Tampoco debe de ser casualidad que cuando hube de optar por una salida profesional me dediqué a rapear, porque las letras me brotan con una facilidad que asombra a mis compañeros de grupo.

Si el mismo conjuro que hubiera podido traer al poeta desde ultratumba hubiera permitido presenciar la escena a Manuela, mi archiabuela, ella quizá habría expresado la pregunta que sin duda le carcomió el alma durante el resto de sus días: ¿Por qué, por qué, mi amado, si con voz tan inflamada y mirada tan ardiente me declaraste tu amor, después de esa noche nunca me buscaste…?

Pero en realidad ni aquella desdichada mujer ni el poeta se me han aparecido esta noche. Tras mi plácido paseo por las calles toledanas dormiré en el mismo caserón en el que Manuela Alonso vivió: hace años lo reconvirtieron en un coqueto y confortable hotel. 


Entre las mismas paredes en las que yo reposo ahora, vagó ella muchas noches: inquieta y desvelada, esperando en vano la presencia del amor imposible que nunca llegó…

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