Torrecilla de la Jara, en las tierras donde se desarrolla su novela Una mujer de la Oretana |
Esta compañera del grupo Arrendajos nació en Torrecilla de la Jara y fue docente de Lengua y Literatura.
Club de Lectura de Urda (Toledo) |
Como los relatos cortos me parecen muy difíciles de construir, ya que tienes que vestir la historia con un traje muy estrecho y que le quede bien, sigo escribiendo novelas. La novela es como un río, con fuertes corrientes, y remansos donde puedes relajarte. Perderte y volverte a encontrar.
Hasta
ahora tengo publicadas tres: Una mujer de
la Oretana, Entre la arena y el cielo, y La
voz del mar, premiadas por la Diputación de Cuenca, el Ayuntamiento de
Lorca y López Torrijos de Almansa, respectivamente.
Pero
esto, con ser interesante, que lo es, no es tan importante como el proceso de
creación de la obra en sí mismo; como el trabajo de construcción. Eso sí que es
una gozada del principio al final.
El otro texto es un capítulo, el VI, de su novela Entre la arena y el cielo, y según ella misma señala:
Los dos, cada uno en un contexto diferente, abordan la problemática de la inmigración: uno tiene como protagonista a una mujer del norte de Europa, y el otro a un negroafricano oriundo de Senegal. Él y ella buscan dinero para mejorar sus vidas, y los dos sufren la tragedia del desarraigo.
Aunque sintiera desde siempre la afición por las historias que se tejían con palabras, mi profesión de enseñante recondujo mis pulsiones durante años, en lo que a escritura se refiere, hacia el campo de la pedagogía (grupos de investigación metodológica, elaboración de materiales…).
Puente de piedra de Torrecilla |
No será hasta 1999 cuando empiece a escribir mi primera novela. Fruto de la reflexión y del análisis, en ella planteo la dudosa libertad de los actos humanos, condicionados siempre por un motivo que empuja nuestras acciones. Y precisamente con el título Siempre hay un motivo, la envío al Premio Planeta en 2001. Mi sorpresa se produce cuando me comunican por teléfono que se encuentra entre las diez finalistas y tengo que acudir a la cena.
Claro que nunca lo hubiera ganado, ahora lo sé mejor que entonces, pero me sirvió para darme cuenta de que las historias que contaba, las ideas que se escondían detrás de esas historias, o la forma de contarlas, habían tenido eco en las comisiones lectoras, y eso para mí era lo importante.
Fue una inyección de moral, tengo que reconocerlo y, aunque sólo sea por eso, la experiencia mereció la pena.
Tal
vez, para recuperar los sueños, para librarme de las pesadillas, para que no
mueran las ideas que me pasan por la cabeza, para hacer eternos los
sentimientos, para arrojar los miedos, para ser más libre, para vivir más…
Les dejo el enlace a su página y el de su blog, "Parva Voce", que siempre está anclado en mi "sidebar":
http://www.consolaciongonzalezrico.com/
http://parvavoce.blogspot.com/
Nada más por ahora.
Saludos para Conso (a ver si pronto compartimos un café (el mío irlandés)).
Y para los lectores, el premio: disfruten los relatos con que hoy nos obsequia mi maestra.
Otras mujeres, otras vidas
Llegaste a España hace nueve años. Venías del este de Europa como tantas otras mujeres en busca de trabajo, y traías las huellas de la despedida en las manos y en los labios.
http://azulescorpio.wordpress.com |
El avión ascendía, y tú buscabas entre las imágenes que se empequeñecían deprisa algo tuyo, querido, reconocible. No sabes muy bien si fue la altura o las lágrimas prisioneras que los sentimientos dejaban libres en la soledad del cielo, pero en un instante se te borró el barrio oscuro de la ciudad oscura donde habías crecido, sin más luz que la que se desprendía del resplandor de la nieve; donde habías quemado tu primera juventud entre sueños y miseria; donde tu cuerpo de niña había alumbrado dos hijos, que ahora las circunstancias te obligaban a abandonar.
http://sinimportanciaparanadie.blogspot.com |
Todavía se te humedecen los ojos cuando recuerdas que apretaste los párpados fuerte para volver a aprisionar las lágrimas; a nadie en aquel avión le importaba tu dolor.
A los pocos minutos te diste cuenta de que el avión había puesto alas a tu destino y remontaba las nubes. Un mar gaseoso te ocultaba la tierra donde quedaban tus raíces. Y entonces sentiste que el cielo estaba debajo, y que tu vida se volvía del revés.
Aunque en tus papeles se reflejaba claramente tu condición de turista, sabías muy bien a qué habías venido. Sin conocimiento del idioma, sólo te quedaban las tareas domésticas en una familia de clase media los días laborables, la limpieza por horas los sábados y festivos o, con un poco de suerte, los peores oficios en la cocina de cualquier restaurante.
Y así pasaron varios meses. Una tarde de julio, mientras encerabas aquellas interminables escaleras y aprehendías las palabras que saltaban los peldaños en saludos y conversaciones ocasionales, te fijaste en un anciano, a quien una mujer madura con aires de ejecutiva empujaba hacia el ascensor.
En un principio no entendiste por qué esa mujer te eligió a ti como confidente. Dejaste tu tarea y le abriste los oídos. Quizá también el corazón. No en vano llevabas más de medio año sin ejercer los afectos de otra manera que no fuese a través del teléfono para oír las voces de tus hijos, cada vez más lejanas. O cuando los pensabas hasta sentirlos en tus noches de soledad y silencio.
A mi padre se le han gastado las palabras. Está cansado de todo. De acostarse, de levantarse, de comer, de salir a la calle, de la partida de cartas, de coleccionar ausencias... ―esto no lo entendiste muy bien―. Los viejos están cansados de vivir.
Eso fue lo que te dijo, con una resolución y un convencimiento que no hubieran dejado lugar a dudas, pero tú dudaste. El anciano te miraba de soslayo. Callado, sin réplica, con la cabeza baja. Tú le dedicaste una sonrisa. Me llamo Alina. Te miró y no dijo nada, y te quedaste prendida de su silencio.
durrapink.wordpress.com |
Llevas casi una década ocupándote de este nonagenario, tozudo y áspero de carácter, al que en ocasiones le arrancas la mitad de una sonrisa; de este hombre gastado que ha recuperado las palabras; que no protesta cuando lo levantas de la cama; que se apoya en tu brazo y arrastra los pies detrás de los resquicios por los que aún vislumbra pedazos de vida.
Tú le has dado el tiempo que en la sociedad de vértigo del primer mundo no tiene su familia para él; las atenciones que las circunstancias te han obligado a robar a la tuya. A tus dos hijos, que se están convirtiendo en hombres en tu ausencia. El corazón te aprieta cuando piensas en tus hijos. Visten ropa de marca, viven con tu madre en un piso céntrico que estás pagando sin agobios; tienen una habitación para cada uno, ordenador, cámara de fotos, y una televisión enorme donde una vez al año, durante tu mes de vacaciones, intercambiáis instantáneas de soledad.
http://www.viajescondestino.com |
Este año será el último ―prometiste en silencio―, pero te quedarás un año más. No estás segura de haber logrado para ellos todo lo que viniste a buscar.
Capítulo VI de la novela Entre la arena y el cielo, X Premio de Novela Casino de Lorca, publicado por Tres Fronteras Ediciones.
Hombre negro 2 (Carlos Mario Lema) |
Más de diecisiete horas hundidos en el mar, en una noche larga como
jamás conocieran otra. A las tres de la madrugada del 19 de junio de 1993
zarparon de la costa de Marruecos. La complicidad de las aguas oscuras del
océano ocultó sus temores, mientras la patera zarandeaba sus sueños, casi a la
deriva, desafiando la violencia de las aguas que, en constantes sacudidas,
hacían crujir las viejas maderas y sus
cuerpos.
Aquellos hombres fueron silencio temeroso. Sombras mudas engullidas por
la noche. El océano era el único que alzaba su voz entre sus cavilaciones al
chocar contra la patera, hasta que fueron recuperados por la luz de un amanecer
de plomo y sus labios se despegaron para rezar.
Luego, creció el día con todas sus horas, y creció el sol entre el azul
encrespado del océano. Un sol rabioso que logró aplacar las convulsiones
producidas por la hipotermia y el miedo.
Modibo era el único senegalés entre un
grupo de veintitrés marroquíes.
Aquella travesía interminable le permitió
recapitular sobre lo acontecido, desde que diez meses atrás dejara la aldea
situada en el valle del río Senegal, al este de Podor, casi en la misma
frontera de Mauritania, donde había pasado los 22 años de su vida, gran parte
de ellos dedicados a ayudar a su familia en el cultivo de los campos y en el cuidado
de los rebaños.
Lo primero fue convencer a su padre, que no
estaba seguro de obrar con acierto cuando se vio obligado a entregarle los
ahorros que poseía para costear su salida del país, aunque Modibo no dejara de
decirle que en poco tiempo lo resarciría con creces. Estaba seguro de que así
habría de ser; siempre lograba aquello
que se proponía.
Su padre siempre decía que Modibo era como
un baobab, grande y fuerte, capaz de resistir vientos y tempestades. Tantas
veces se lo oyó decir cuando era pequeño, que acabó desarrollando destrezas
para la supervivencia que pocos igualaban.
En épocas de sequía, conducía los rebaños
de cabras hacia el sur durante semanas, en busca de los pastos milagrosos que
salvarían a los escuálidos animales de la muerte; o arrancaba puñados a la
tierra, desde que apuntaba la luz por oriente y se diluía en el poniente, hasta
que la herida era tan honda que la tierra lloraba agua de su entraña.
Pero los pastos estaban cada vez más lejos y el agua más profunda. Por
eso decidió partir.
A
Modibo le parecía que habían pasado tres vidas desde el 28 de agosto de 1992.
Ésa fue la fecha en que abandonó Senegal en una barcaza cargada de coches,
turistas y buscadores de horizontes como él, que lo trasladaría de una orilla a
otra del reducido cauce del río, con el propósito de llegar a la frontera de
Rosso y pasar a Mauritania, primera etapa del viaje que en su cabeza había
trazado.
Sabía que era un viaje largo y su intención
era atravesar el desierto por la zona cercana a la playa, con el fin de hacer
más llevaderos los rigores del clima.
Y así fue como inició el tránsito por
Mauritania en una vieja camioneta de color verde, entre decenas de personas que
rebosaban el espacio destinado a la carga y se colgaban de las puertas, desafiando
los peligros del desierto; las mismas que compartieron con él los doscientos
kilómetros de pistas arenosas y bacheadas que les conducirían a Nouakchott, la
capital del país.
Al llegar a la capital, la primera
impresión fue grata a los ojos de Modibo. Cuando circulaban por las
proximidades de la playa, pensó que nunca había visto tanta gente como la que
se hacinaba en la orilla del mar de aquella ciudad costera.
Tampoco antes había visto el mar, aunque
sabía que si quería cruzar a España tendría que familiarizarse con él. Aquel
desierto azul, cuyos confines se abrazaban con el cielo, le produjo tal
sobresalto que le cerró la respiración por un momento; fue la misma sensación
que, meses más tarde, llegaría a sentir ante las dunas del Sahara.
Las gentes se cruzaban delante de la
camioneta para zambullirse en las olas; algunos jugaban al fútbol sobre la
arena mojada; otros corrían enloquecidos para ahogar en las aguas el fuego de
la arena que les quemaba la piel.
Poco más tarde supo que ésa era la cara de
la ciudad turística, y descubrió la otra cara, sórdida y oculta. Los suburbios
donde se refugiaban los subsaharianos, que como él soñaban con el viaje
a Europa, eran chabolas de cartón y Uralita, apretadas en calles donde la
miseria se pisaba y se respiraba, entre supervivientes hambrientos, basura,
excrementos y animales moribundos.
Pero Modibo tenía claro su horizonte.
Después de resistir una semana en penosas condiciones, logró unirse a un grupo
de ocho personas, tres de Senegal y cinco de Malí, dispuestas a iniciar con él
la aventura de atravesar los casi 500 kilómetros de
desierto que separaban Nouakchott de Nuadhibou.
Caminos en terreno rocoso y abrupto; arena que
encallaba la vieja furgoneta sepultando las ruedas en el suelo; horas de fuego
campo a través, dunas que había que salvar con la misma pericia que si de una
embarcación se tratara, saliendo a flote entre aguas turbulentas; llanuras
inmensas con baches inesperados, que ponían en peligro la estabilidad del
vehículo y la integridad de sus ocupantes.
Y, ahogándolo todo, aquel calor que cocía
los cuerpos, desdibujaba el tiempo, anulaba la memoria y borraba el futuro; que
desposeía el corazón de cualquier anhelo que no fuera la propia supervivencia,
en aquella planicie infinita, mar y horizonte de arena sin límites.
Mientras sus ojos resbalaban por la
superficie grisácea de las aguas, Modibo recordó aquellos días en Nuadhibou,
tan parecidos a los vividos en Nouakchott. La calle y los agujeros donde
se apiñaban los subsaharianos fueron otra vez la segunda estación de su
peregrinaje. Tan dura como la anterior, pero aún soportable; nada que ver con
la inclemencia de los tiempos que estaban por llegar.
El mar empezaba a calmarse. La calidez del
sol acabó con el silencio de los viajeros y con el ensimismamiento de Modibo.
El grupo de marroquíes no dejaba de mirarlo, mientras hacían comentarios, entre
risas y gestos de desdén, que él no acertaba a comprender.
De forma intencionada habían dejado de
hablar en francés, única lengua común en la que Modibo podía comunicarse con
ellos. De esta manera, le era imposible compartir con quienes corrían su misma
suerte pensamientos y temores, palabras de aliento y sueños, referidos al
tiempo de abundancia que sin duda estaba por venir.
Su actitud hostil hacia Modibo se convertía
en una especie de frontera humana, que intentaba marcar entre él y el grupo la
misma distancia que la del desierto que separaba sus mundos: ellos eran
marroquíes; él, negroafricano. Parecían olvidar que esos mundos, tan
distantes en el espacio, estaban unidos por la dureza del clima, por el Islam,
por la geografía de un continente virgen de naturaleza despiadada que curtía su
piel y sus vidas.
No
querían ver que sólo estaban separados por kilómetros de arena y por la
pigmentación más o menos intensa de la piel. Como si las leyes de la genética
pudieran establecer las categorías humanas en una gradación del blanco al negro
o del negro al blanco.
Modibo reparó en un muchacho de apenas quince años que no coreaba las
risas y la actitud de los otros. En su mirada había una chispa de curiosidad e
inteligencia; una viveza que lo convertía en diferente.
El
chico no había dejado de mirarlo, desde que el azul de la mañana empezara a
desvelar a la curiosidad de todos los rostros de los ocupantes de la patera.
- ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país?
Dos preguntas formuladas en francés
acabaron con las reflexiones de Modibo.
- Soy
de Senegal. La tierra que empieza donde acaba el desierto.
Fueron las primeras palabras que pronunció
aquel 19 de junio entre los sonidos del agua al chocar contra las maderas.
El muchacho quería contar lo que a nadie le
interesaba saber en aquellos momentos:
- Mis padres han gastado sus ahorros en
este viaje. No quieren que viva como ellos, en la miseria. ¿Sabes por qué me
voy a España?
- Eres muy joven… ¿lo sabes tú?
- Allí hay dinero y es muy fácil
conseguirlo.
- ¿Cómo estás tan seguro? –preguntó Modibo.
- Soy de Tetuán, y lo he visto en la tele.
Hay muchos coches, y muchas diversiones… los jóvenes en España todos llevan
pantalones y zapatillas de marca. Los muchachos españoles no tienen que
esperar; lo tienen todo enseguida… Yo también lo quiero todo enseguida. ¡Tengo
el mismo derecho que ellos!
- Quizá las cosas allí no sean como dices.
- Entonces, ¿tú a qué vas a España?
- Quiero trabajo y dinero para mandar a mi
familia.
- ¿Tienes mujer?
- Mi padre va a entregar 15 cabras, una
choza y un terreno cerca del río Senegal a un anciano de Kolda que tiene una
hija muy hermosa.
-¿Vas a desposarte con ella?
- A su pueblo y al mío los separan muchos
días y muchas noches. La esperé durante siete lunas, pero tardaba en llegar. Si
alcanzamos España, y consigo papeles y dinero, vendré a buscarla –explicó
Modibo y volvió la vista hacia el Este, donde África había quedado sepultada
por el mar.
- ¿Cómo se llama?
- ¿Quién?
- ¿Quién va a ser? Tu mujer.
- Oureye… Se llama Oureye… y todavía no es
mi mujer; ya te lo he dicho.
Los
ojos del muchacho magrebí se volvieron también hacia el Este detrás de algún
recuerdo.
- ¿Cuántas veces has estado con ella?
- Nunca. Ni siquiera la he visto.
- ¿Y cómo sabes que te va a esperar?
- Ella sabe que tiene que esperarme, y eso me basta. Es así como suceden
las cosas en mi país.
- ¿No tienes miedo a ahogarte?
- Soy un peuls –dijo con orgullo- He
resistido con mi familia años de sequía que acababan con los cultivos y con los
animales; he malvivido junto a ellos buscando el sustento de un lugar a otro,
sin reposo; he sobrevivido siete meses en las dunas del Sahara, sin comida ni
agua para beber, esperando este momento. Puedes creerme: el hambre me da más
miedo.
- ¿Y si tu chica se queda esperando y tú no
vuelves? ¿Y si no volvemos?
- No tengas temor, muchacho. Algún día
sabrás que para que los cultivos nazcan de la tierra, hay que plantar la
semilla. Nosotros hemos sembrado el mar de sueños esta noche. Quiera Alá que
crezcan en España.
Eran las ocho y cuarto de la tarde cuando avistaron la isla. Modibo no
podía creer que a media milla escasa pudiera pisar la arena de las costas
españolas después de once meses eternos, pero las luces rojizas de la tarde
definían ya los contornos de Fuerteventura.
El corazón se le paró un momento, justo antes de redoblar sus latidos.
Emotivas historias que nos trasladan a lugares comunes. A compartir la intimidad de los personajes guiad@s de la mano maestra de Conso.
ResponderEliminarTenacidad compañera.