La rica y prolífica literatura rusa de todos los tiempos parece abocada al drama, y Konstantín Mijáilovich Símonov (1915 – 1979) no parece ser una excepción. El tercer ayudante, un relato bélico, es el retrato de un comisario ruso que dirige en precarias condiciones pero con una fe inquebrantable, a prueba de bomba y metralla, la defensa de su territorio para detener o retrasar el avance de las tropas nazis.
Recuerdo que cuando lo leí, allá por 1980, me sorprendió la facilidad para el retrato humano que demostraba el autor, mostrando sin alardes la terca dignidad de alguien que, en las peores condiciones y rodeado de muerte, con sus tropas diezmadas, mantiene intacto su carácter. Y, aferrándose a su frase preferida («a los valientes los matan menos que a los cobardes»), intenta elevar el de sus camaradas. Todo un ejemplo para tiempos de crisis.
El tercer ayudante, de Símonov
El comisario estaba plenamente convencido de que a los valientes los matan menos que a los cobardes. Le gustaba repetirlo y se enojaba cuando se lo discutían.
En la división le querían y le temían. Tenía su manera especial de familiarizar a los hombres con la guerra. Los estudiaba sobre la marcha. Tomaba a un hombre en el Estado mayor de la división o en un regimiento y durante todo el día iba con él a los puntos que debía recorrer.
Cuando había que atacar, se lo llevaba a su lado al ataque.
Si el hombre salía airoso del examen, por la noche el comisario de nuevo trababa conocimiento con él.
―¿Cómo se llama? ―le preguntaba de pronto con su voz entrecortada.
El sorprendido oficial decía cuál era su nombre.
―Yo me llamo Kórnev ―decía entonces el comisario, tendiendo la mano―. Kórnev. Hemos sido compañeros durante todo el día, juntos nos hemos echado vientre al suelo; ahora tenemos que saber quiénes somos.
A la semana de haber llegado a la división, le habían matado dos ayudantes.
El primer tuvo miedo y salió de la trinchera para retroceder arrastrándose. Una ametralladora acabó con él.
Por la noche, al regresar al Estado mayor, el comisario pasó indiferente al lado del ayudante muerto, sin volver siquiera la cabeza hacia él.
Al segundo ayudante una bala le atravesó el pecho durante un ataque. Quedó echado sobre la espalda en la trinchera conquistada, sorbía penosamente el aire y pedía de beber. Estaban sin agua. Delante del parapeto yacían cadáveres de los alemanes. Cerca de uno de ellos se veía una cantimplora.
El comisario sacó los gemelos y estuvo mirando un buen rato, como si deseara ver si estaba vacía o llena.
Luego, con su cuerpo pesado de hombre ya maduro saltó no sin dificultad el parapeto y entró en campo abierto, sin acelerar el sosegado paso que le era habitual.
No se sabe por qué, los alemanes no disparaban. Empezaron a hacerlo cuando el comisario alcanzó la cantimplora, la agitó y, apretándola bajo el brazo, dio la vuelta.
Dispararon y dos balas dieron en la cantimplora. El apretó los orificios con los dedos y siguió avanzando, sosteniendo la cantimplora con las manos extendidas.
Saltó a la trinchera y pasó la cantimplora a uno de los soldados con mucho cuidado, para que no se perdiera el agua.
―¡Dadle de beber!
―¿Y si hubiera estado vacía? ―preguntó alguien con interés.
―Habría vuelto y os habría enviado a vosotros a buscar otra llena ―respondió el comisario, enojado, midiendo con la mirada al que le había formulado la pregunta.
A menudo hacía cosas que él, comisario de división, en realidad no tenía que hacer. Pero se acordaba de que no era necesario cuando ya lo había hecho. Entonces se enfadaba consigo mismo y con quienes le recordaban su acción.
Así le ocurrió esta vez. Después de haber traído la cantimplora, no volvió a acercarse al ayudante y parecía que se había olvidado de él, ocupado en observar el campo de batalla.
Quince minutos más tarde llamó inesperadamente al jefe del batallón y le preguntó:
―Qué, ¿lo han enviado al puesto de socorro?
―Es imposible, camarada comisario; habrá que esperar a que oscurezca.
―Antes del oscurecer habrá muerto.
El comisario le volvió la espalda, dando por terminada la conversación.
Cinco minutos después, dos soldados, encorvándose bajo el silbido de las balas, llevaban hacia atrás el inmóvil cuerpo del ayudante por el campo sembrado de montículos de tierra.
El comisario los contemplaba impasible. Medía el peligro con el mismo rasero, tanto para sí como para los demás. La gente muere; es la guerra. Pero los valientes no mueren tanto.
Los dos soldados recorrían su camino con audacia, sin echarse al suelo. No se les olvidaba que llevaban a un herido. Por esto precisamente Kórnev creía que llegarían a buen término.
De noche, al dirigirse al Estado mayor, el comisario se detuvo en el punto de socorro del batallón.
―¿Qué tal? ¿Mejora? ¿Lo han curado? ―preguntó al cirujano.
A Kórnev le parecía que en la guerra todo puede y debe hacerse con la misma rapidez: obtener informes, lanzarse al ataque y curar a los heridos.
Cuando el cirujano le respondió que el ayudante había muerto a causa de la pérdida de sangre, levantó los ojos, sorprendido.
―¿Se da usted cuenta de lo que dice? ―replicó en voz baja, agarrando al cirujano por el correaje y acercándoselo hacia sí―. Dos soldados lo han llevado dos verstas bajo las balas enemigas para que viviera, y usted dice que ha muerto. ¿Para qué lo llevaron, pues?
No dijo una palabra de que él mismo había ido a buscar la cantimplora de agua bajo el fuego.
El cirujano se encogió de hombros.
―Además ―añadió el comisario, al observar este movimiento―, era un muchacho valiente, tenía que vivir. Sí, sí, tenía que haber sobrevivido ―insistió enojado―. Usted trabaja mal.
Y subió al coche sin despedirse.
El cirujano le siguió con la mirada. Claro es que el comisario no tenía razón. Desde un punto de vista lógico, lo que acababa de decir era una tontería. Pese a todo, empero, había en sus palabras tanta fuerza y tanta convicción, que por un instante al cirujano le pareció que los valientes realmente no debían morir, y que si, no obstante, morían, se debía ello a que él trabajaba mal.
―¡Vaya disparate! ―dijo en voz alta, procurando sacudirse ese extraño pensamiento.
Pero aquel pensamiento no se desvanecía. El cirujano tenía la impresión de que veía cómo dos soldados llevaban al herido por el campo sin fin, lleno de montículos de tierra.
―Mijail Lvóvich ―dijo de pronto a su ayudante, que había salido al soportal para fumar un pitillo, como si se tratara de algo madurado y resuelto desde mucho antes―. Por la mañana habrá que establecer otros dos puntos avanzados de primera cura, atendido por médicos...
El comisario llegó al Estado mayor solo al amanecer. Estaba de mal humor. Trató con los hombres que le esperaban de las cuestiones pendientes, con mayor rapidez que de costumbre, y los mandó a sus puestos con palabras breves, a menudo rezongonas. Esto obedecía a determinado cálculo y a cierta astucia. Al comisario le gustaba que la gente se fuera enojada después de entrevistarse con él. Creía que el hombre lo puede todo. Cuando reñía a alguien no era nunca por cosas inasequibles al hombre, sino por lo que ése no había hecho aun habiendo estado en condiciones de hacerlo. Si una persona había hecho mucho, el comisario le reprochaba no haber hecho más. Cuando la gente está un poco enojada, piensa mejor. Le gustaba interrumpir la conversación a media palabra, de modo que el interlocutor comprendiera solo lo esencial. Precisamente de este modo lograba que en la división siempre se dejara sentir su presencia. Después de haber permanecido unos instantes con un individuo, se esforzaba para que éste tuviera en qué pensar hasta la próxima entrevista.
Por la mañana le dieron relación de las bajas del día anterior. Al leerla, se acordó del cirujano. Evidentemente, decir a aquel experimentado médico que trabajaba mal había sido una falta de tacto, pero no le importaba; que medite, quizá se enoje e idee algo mejor. No le dolía haberse expresado en aquellos términos. Lo más triste era que su ayudante había fallecido. No se permitió, empero, recordarlo mucho tiempo. No podía acongojarse por todos los amigos o conocidos que habían muerto durante los meses que llevaban de guerra. De ello se acordará más tarde, terminada la contienda, cuando la muerte inesperada resulte una casualidad. Por de pronto, la muerte siempre era inesperada. No había otra, y ya era hora de acostumbrarse a aquella realidad. Sin embargo, se sentía triste y dijo con especial sequedad al jefe del Estado mayor que le habían matado al ayudante y que necesitaba otro.
El tercer ayudante era un mozo pequeñito, rubio y con ojos azules, recién salido de la escuela, y llegaba al frente por primera vez.
Cuando, al primer día de conocerse, tuvo que ir a un batallón acompañando al comisario, y cruzaron un campo endurecido por las heladas otoñales, donde las minas estallaban con gran frecuencia, no se retrasó ni un paso de su superior. Iba a su lado: tal era el deber del ayudante. Además, aquel hombre grueso y pesadote, con su sosegada marcha, le parecía invulnerable. Yendo a su lado, no podía ocurrirle nada.
Cuando las minas empezaron a estallar con singular frecuencia y resultó evidente que los alemanes disparaban precisamente contra ellos, comisario y ayudante se echaron al suelo, de vez en cuando.
Pero no bien acababan de echarse, sin esperar a que se dispersara por completo el humo desprendido por la explosión cercana, el comisario se levantaba y proseguía el camino.
―Adelante, adelante ―decía él refunfuñando―. No tenemos por qué estar aquí esperando.
Casi junto a las trincheras, los "cogieron en horquilla". Una mina explotó delante de ellos y otra detrás.
El comisario se levantó, sacudiéndose la tierra.
―¿Ve usted? ―le dijo, sin pararse, mostrando el pequeño embudo detrás―. Si por miedo hubiéramos esperado, nos habría caído encima. Siempre hay que avanzar aprisa.
―Pero si hubiéramos ido más aprisa, entonces... ―Y el ayudante señaló con la cabeza el embudo que tenían delante.
―Nada de eso ―replicó el comisario―. Han disparado contra nosotros cuando nos hallábamos ahí. Se han equivocado. Si nos hubiéramos encontrado allí, habrían apuntado a aquel lugar y también habría habido error.
El ayudante se sonrió sin querer: el comisario, naturalmente, bromeaba; pero tenía el semblante completamente serio, hablaba con plena convicción de lo que decía. Entonces al ayudante tuvo fe en aquel hombre, la fe que surge en la guerra repentinamente y queda de una vez para siempre. Recorrió los últimos cien pasos muy cerca del comisario, codo con codo. Así se conocieron.
Transcurrió un mes. Los caminos del sur tan pronto se helaban como se volvían fangosos e intransitables.
Según rumores, por la retaguardia se preparaban los ejércitos para el contraataque. Mientras tanto, la desmantelada división seguía luchando a la defensiva en sangrientos combates.
Era una oscura noche meridional de otoño. El comisario, sentado en la chabola, ponía a secar junto a la estufa de hierro sus botas llenas de barro.
Por la mañana había caído gravemente herido el jefe de la división. El jefe de Estado mayor, poniendo sobre la mesa la mano vendada con un pañuelo negro, hacía tamborilear levemente los dedos, lo cual le llenaba de satisfacción: los dedos empezaban a obedecerle.
―Es usted un hombre terco. Está bien, admitamos que a Jolodilin le mataron porque tuvo miedo ―prosiguió el Jefe de Estado mayor, continuando, por lo visto, una conversación interrumpida―. Pero el general era un valiente, ¿no lo cree usted?
―No lo era, lo es. Y sobrevivirá ―replicó el comisario, volviéndose, por considerar que no había que hablar más del asunto.
Pero el jefe de Estado mayor le tiró de la manga y le dijo muy quedamente, de modo que sus tristes palabras no llegaran a oídos que no debían oírlas:
―Muy bien, si sobrevive, aunque es poco probable. Pero Mirónov no sobrevivirá, ni Zavódchikov, ni Gavrilenko. Han caído, a pesar de ser unos valientes. ¿Qué dice a ello su teoría?
―Y no hablo de teorías ―replicó, brusco, el comisario―. Sencillamente, yo sé que en igualdad de circunstancias, los valientes caen menos que los cobardes. Si de los labios de usted no se apartan los nombres de quienes, siendo valientes, han perecido, se debe a que cuando muere un cobarde nos olvidamos de él antes de que lo entierren, mientras que cuando muere un valiente, lo recordamos, de él se habla y se escribe. Solo recordamos los nombres de los valientes. Esto es lo que ocurre. Si usted se empeña en llamar a esto mi teoría, es cosa suya. Una teoría que ayuda a los hombres a no tener miedo, es buena.
En la chabola entró el ayudante. La cara, en el transcurso de aquel mes, se le había oscurecido, los ojos se le veían cansados. Por lo demás, seguía siendo un muchacho tal como lo había visto el comisario el primer día. Después de cuadrarse haciendo resonar los tacones, informó que en la península de donde acababa de regresar todo estaba en orden, si bien el capitán Poliakov, jefe del batallón, había sido herido. ―¿Quién le sustituye? ―preguntó el jefe.
―El teniente Vasiliev, de la quinta compañía.
―¿Y quién manda la quinta compañía?
―Un sargento.
El comisario se quedó pensativo un momento.
―¿Ha pasado mucho frío? ―preguntó al ayudante.
―La verdad, mucho.
―Beba vodka.
El comisario sacó de una tetera medio vaso de vodka y el teniente, sin quitarse el capote, solo desabrochándoselo apresuradamente, se la bebió de un trago.
―Ahora tome el coche y vuelva allí ―dijo el comisario―. Estoy intranquilo, ¿comprende? Usted habrá de informarme de cuanto ocurra en la península. Puede irse.
El ayudante se levantó. Se abrochó el corchete del capote con el reposado movimiento del hombre que desea permanecer un momento más en un local caliente. Cuando se hubo abrochado, no se demoró más. Se inclinó profundamente para no darse un golpe en el dintel de la puerta y desapareció en la oscuridad. La puerta se cerró en seco.
―Es un buen muchacho ―dijo el comisario, acompañándolo con la mirada―. De hombres como él pienso que no ha de ocurrirles nada. Creo en ellos, creo que se salvarán, y ellos creen que también a mí me respetarán las balas. Esto es lo más importante. ¿Verdad, coronel?
El jefe del Estado mayor tamborileaba lentamente con los dedos sobre la mesa. Valiente por naturaleza, no era amigo de teorizar acerca de su valentía ni acerca de la valentía ajena. Pero entonces le pareció que el comisario tenía razón.
―Sí ―respondió.
En la estufa chisporroteaba la leña. El comisario dormía, caído el rostro en la tabla de un transportador sobre la cual había extendido los brazos con tal amplitud como si deseara abarcar toda la tierra que allí se había representado.
Por la mañana, el propio comisario se dirigió hacia la península. Más tarde evitaría recordar ese día. Por la noche, los alemanes habían desembarcado por sorpresa en la península y en duro combate habían aniquilado a la quinta compañía, que ocupaba las posiciones de vanguardia, sin dejar un solo hombre con vida.
En el transcurso de la jornada, el comisario tuvo que ocuparse de lo que, en su calidad de comisario de división, no tenía por qué hacer: reunió a cuantos hombres pudo y por tres veces los llevó al ataque.
La crujiente arena, endurecida por las primeras heladas, se hallaba sembrada de embudos y empapada en sangre. Los hitlerianos perecieron o cayeron prisioneros. Muchos que intentaron ganar a nado su orilla se ahogaron en las aguas heladas del invierno.
Desprendido del fusil, ya innecesario, con la negra bayoneta ensangrentada, el comisario recorrió la península. Solo los cadáveres podían contarle lo que allí había sucedido por la noche. Pero los muertos también hablan. Entre los cadáveres de los alemanes se encontraban los soldados de la quinta compañía, muertos. Unos yacían en las trincheras, cosidos a bayonetazos, apretando con los yertos brazos los fusiles rotos. Otros, los que no resistieron, se hallaban tumbados por el campo abierto de la helada estepa invernal: huyeron y allí los alcanzaron las balas. El comisario recorría lentamente el silencioso campo de batalla y se fijaba en las actitudes de los muertos, en sus caras rígidas, adivinaba cómo se había comportado el guerrero en el último momento de su vida. Ni siquiera la muerte le reconciliaba con la cobardía. De ser posible, habría enterrado por separado a los valientes y a los cobardes. Que hubieran continuado separados después de la muerte, como lo estuvieron en vida. Miraba atentamente los rostros, buscando a su ayudante. Su ayudante no pudo haber huido ni haber caído prisionero. Tenía que estar por allí, entre los muertos.
Por fin el comisario lo halló detrás, lejos de las trincheras donde los soldados lucharon y perecieron. El ayudante yacía boca arriba, con un brazo torpemente retorcido bajo la espalda y con el otro extendido apretando con la mano el revólver. En el pecho, sobre la guerrera, se le había cuajado la sangre.
El comisario permaneció largo rato, inmóvil, a su lado. Luego llamó a un oficial y le mandó levantar la guerrera para ver de qué era la herida, de bala o de bayoneta.
Lo habría mirado él mismo, pero su brazo derecho, herido durante uno de los ataques por un casco de metralla, le colgaba, impotente, a lo largo del cuerpo. Miraba irritado su guerrera, cortada a la altura del hombro, las vendas ensangrentadas, puestas a toda prisa. Le exasperaban no tanto la herida y el dolor, cuanto el hecho mismo de estar herido. ¡Él, a quien consideraban invulnerable en la división! La herida resultaba muy inoportuna. Era necesario curarla cuanto antes y olvidarse de ella. El oficial se inclinó sobre el ayudante, levantó la guerrera y desabrochó la ropa interior.
―Es de bayoneta ―dijo, levantando la cabeza, y de nuevo se inclinó sobre el ayudante, aplicando el oído largo rato, un minuto entero, al pecho del inmóvil cuerpo.
Cuando se levantó, en su rostro se reflejaba el asombro.
―Aún respira ―dijo.
―¿Respira?
El comisario no dejó traslucir en lo más mínimo su emoción. Aún no sabía si podía emocionarse por aquel hombre, que resultaba estar vivo, pero que yacía ahí, muy atrás de las trincheras. Probablemente huyó. Sin embargo, ¡no! No podía ser. El comisario raras veces se equivocaba en su estimación de las personas.
―¡Dos aquí, en seguida! ―ordenó secamente―. Llevadlo en brazos y a toda prisa al puesto de socorro. Quizá se salve.
Dio la vuelta y siguió recorriendo el campo.
"¿Vivirá o no?" Esta cuestión se entretejía en su mente con otras: cómo se había comportado en el combate, por qué se encontró detrás de todos en el campo de batalla. Sin querer, unía las dos preguntas en un todo... Si todo está bien, si se comportó como un valiente, vivirá, sin duda alguna vivirá.
Un mes más tarde, al puesto de mando de la división se presentó el ayudante, recién salido del hospital. Estaba pálido y delgado, pero tan rubio como antes, con los mismos ojos azules, semejante a un muchacho. El comisario no le preguntó nada y le tendió, en silencio, su mano izquierda, sana.
―Ya ve usted, entonces no llegué a la quinta compañía ―dijo el ayudante―. Me atasqué en el camino, y me faltaban unos cien pasos para llegar cuando...
―Ya lo sé ―le dijo el comisario, interrumpiéndole―, lo sé todo, no hace falta que me lo explique. Sé que es un valiente, estoy muy contento de que haya salido convida.
Miró con envidia al muchacho, que un mes después de haber recibido una herida mortal se encontraba de nuevo sano y salvo. Haciendo una señal con la cabeza en dirección a su brazo vendado, añadió con pena:
―Nosotros, el coronel y yo, ya no tenemos los años que usted. Hace más de un mes que me hirieron y todavía no se cicatriza la herida. Y a él, hace más de dos. Así dirigimos la división: con dos manos. Él con la derecha, yo con la izquierda...
No hay comentarios:
Publicar un comentario