sábado, 10 de noviembre de 2012

El negro que lloraba, de Antonio Ballesteros con Paula Schwedt

Cuando Paula Schwedt se enteró del título de este blog, dijo que ella recordaba una historia que le había contado su abuela, y añadió que le gustaría verla convertida en cuento. Por eso el argumento y los detalles básicos de este relato son de Paula, que es la Paulita que aparece en él como oyente y receptora del mismo. Es, pues, una historia real a la que di forma literaria, añadiendo cómo se resuelve la escena del armario. Elegí como narradora a la abuela de Paula, para ajustarme a cómo se trasmitió el relato y, por cuestiones de cronología, darle mayor verosimilitud.

Era una noche de luna llena, y mientras Paula tras compartir con nosotros una espectacular lubina con verduras al horno y su exquisito pan casero, todavía caliente nos contaba la historia a Ale y a mí, en La Casa de la Luna (en Punta Rubia, todos los detalles al final), las luciérnagas brillaban entre el pasto, afuera, y el viento nos acercaba el rumor de las olas que rompían en la cercana playa.
Al amanecer siguiente, cuando esbozaba el primer borrador sentado en un peldaño de las escaleras, a mis pies se enroscaba Luna, la perra de la casa; decenas de aves se cortejaban alborotadamente sobre nosotros y en el borde del pasto jugueteaba una familia de aperiás.
¿Qué más se puede pedir cuando vas de balneario?

El negro que lloraba

Antonio Ballesteros con Paula Schwedt

La historia del negro que lloraba, lloraba, lloraba y no paraba de llorar me la contó mi madre, igual que ahora yo te la cuento a vos, Paulita, que sos mi nieta. Ta, no me mires así, ya sé que ahora está mal visto decir de alguien que es negro, se le dice afrodescendiente. Ya lo sé, mirá lo que le pasó hace poco a Luisito Suárez en las Inglaterras. Pero entonces no había esos reparos, hija, las cosas no tenían tantos nombres como ahora y la gente no era tan instruida.


La historia de la que te hablo pasó hace mucho tiempo, cuando la Guerra Grande. Todo empezó cuando mi bisabuelo Adolfo, que era tropero, fue a entregar vacas a Misiones. Al tipo no se le ocurrió otra cosa que a la vuelta raptar a una india. Liboria Maldonado se llamaba la infeliz, yo no llegué a conocerla. La vieron bien linda, la ataron a la grupa de un caballo y la trajeron como un fardo más.

Y Liboria no se adaptó a vivir acá. Fijate vos que se escapó al campo para parir a mi abuela Florencia, porque temía que se la quitasen. La pobre india murió al poco de parir, pero nos dejó como herencia estas cabelleras tan espesas que tenemos vos y yo y todas las mujeres de la familia.

A Florencia le costó sudores contarme que su madre había sido raptada. Se avergonzaba de ello y dio mil vueltas antes de hablar del asunto, pero al fin lo hizo y por eso yo te lo puedo contar a vos.

Mis abuelos tenían una pequeña estancia en Molles del Pescado, en Florida. Estaba cerca de Cerro Chato, Nico Pérez e Illescas. Y resulta que en la estancia había un negro muy grandote, más alto y más fuerte que cualquiera de los que se conocían por allí.

El caso es que el negro, Jeremías se llamaba, estaba allí en la gloria y era querido por todos. Fijate vos hasta qué punto, que una vez que internaron a una tía mía que enfermó, la niña estuvo tres días casi sin comer, cada vez más decaída. Solo pedía con una vocecita que apenas se le oía que fuera «mi negrito» a verla. Y hasta que no fue Jeremías a visitarla, no se le abrió el apetito. Así que durante todo el tiempo que estuvo convaleciente, tuvo que ir Jeremías a la hora de las comidas, porque si no estaba él la niña no comía.

Eran tiempos muy revueltos aquellos. Hacía poco que la esclavitud se había abolido, pero una cosa es la ley y otra la realidad, como ahora. Y la realidad era que los esclavos liberados, unos negros y otros indios, si no tenían trabajo la pasaban muy mal. Al que estaba en una estancia y le decían que se podía ir donde quisiera, lo primero que se preguntaba era adónde marchar y de qué viviría. Y no sé si la mayoría, pero muchos decidieron quedarse donde estaban.

Jeremías fue uno de ellos. Se sentía querido, le gustaba lo que hacía, conocía el terreno como la palma de su mano y se llevaba bien con todos. ¿Adónde podría ir que mejor estuviera? Pero eran unos tiempos, ya te digo, muy alborotados, y lo peor es que había guerra, entre los colorados de Rivera, que era el Presidente de entonces y se había aliado con Lavalle, el de Entre Ríos, y los blancos de Oribe, que era amigo de Rosas, el de Buenos Aires.

Ambos bandos estaban necesitados de tropas, de forma que cada dos por tres hacían una batida por los campos y los pueblos para acopiar provisiones y caballos y reclutar hombres para la batalla. En una de esas se presentó en la estancia un peón al galope, muy agitado, para anunciar que desde Cerro Chato se acercaba un destacamento en busca de Jeremías, porque habían oído hablar de su legendaria resistencia para el trabajo y lo querían reclutar. En cuanto el negro escuchó aquello comenzó a temblar, y unos instantes después ya lloriqueaba. Balbuceaba gimiendo que él no quería ir a la guerra, que no se quería ir de allí.


Mi abuela parece que ya se había presentido el asunto, porque sin dudarlo hizo un guiño a mi abuelo y ordenó a Jeremías que la siguiera. No podían ocultarlo en los establos ni en los ranchos porque era donde primero buscarían los hombres que se acercaban, así que mi abuela mandó al negro hacia la planta alta, confiando que a los hombres de armas les quedara algo de decoro y no registrasen sus propias habitaciones.

Abrió un armario ropero y ayudó a Jeremías a entrar en él para que se ocultara. Le ordenó que se quedara quietito y callado y luego bajó, para recibir al destacamento con mi abuelo.

Con eso parecía resuelto el asunto, al menos hasta la próxima batida, pero muy pronto comenzaron los problemas: y es que a Jeremías, aparte del temor que sentía porque se lo llevaran, le daba miedo la oscuridad. Sus gemidos comenzaron a escucharse enseguida incluso fuera de la casa, quedos e intermitentes al principio, nítidos, constantes y cada vez más fuertes muy poco después.

Mis abuelos, dos o tres peones y unas cuantas chinas aguardaban en el frente, a la sombra porque era el mediodía y hacía un sol de justicia. En el horizonte ya se avistaba la nube de polvo que levantaban los caballos del destacamento, y entretanto el llanto de Jeremías aumentaba por momentos. Ya no era el soniquete desconsolado del principio sino la clamorosa llantina de un gurí con hambre o escocido, que por momentos se transformaba en el mugido de un toro herido.

Así que mi abuela, antes de que los que se acercaban estuvieran más a la vista, repartió unas rápidas instrucciones y volvió a la planta alta. Chistó a Jeremías y le animó a que callara. Pero como el llanto del negro no cesaba, abrió el armario, entró en él y cerró las puertas. Luego se hizo un sitio sentada en cuclillas tras el hombre, cuyos ojos brillaban acuosos en la penumbra, e hizo que reclinara la cabeza en su regazo. Los labios de Jeremías temblaban dejando ver sus blanquísimos dientes, que castañeteaban. Después, mi abuela comenzó a acariciarlo y a mecerlo como si fuera un bebé.

Mientras Jeremías se calmaba, ella escuchaba afuera el trajín y los gritos de los recién llegados, que no parecían tener ni demasiada educación ni muchas prisas. Se cobijaron bajo la sombra del porche de palos y cañas y pidieron sin ninguna diplomacia de comer y de beber.


www.portaldesalta.gov.ar
Una hora después, ya saciado su apetito, cuando mi abuelo les dijo que Jeremías se había ido a otros pagos en busca de trabajo, se sintieron frustrados y se enojaron mucho. Uno de ellos, quizá el más desconfiado, pidió con altanería entrar a la casa para confirmar lo que mi abuelo les acababa de decir.
No dio tiempo a que nadie le franqueara el paso o le negara la entrada. Seguido de sus hombres entró a la casa y comenzó a pasearse por el salón, la cocina y los galpones anexos. Luego, acompañado de mi abuelo, que no cesaba de hablar de los temas más variopintos, subió a la planta alta. Mi abuela continuaba meciendo a Jeremías, que parecía haberse calmado y dejado de gemir, pero temía que en cualquier momento se abrieran las puertas del armario y se descubriera el engaño, lo que les pondría en una situación muy embarazosa.

Desde adentro escuchaba la perorata de mi abuelo, que trataba de distraer al visitante. Parece ser que el hombre miró incluso debajo de la cama matrimonial, pero quizá agobiado por la verborrea de su obligado anfitrión, salió pronto de la habitación para revisar las contiguas.

Media hora después, los soldados abandonaban la estancia, no sin llevarse con ellos unos cuantos sacos de harina, tres caballos y cuatro vaquillonas. Mi abuelo, en cuanto confirmó que se alejaban, corrió hasta la planta alta y abrió la puerta del armario. Mi abuela le miró con el gesto fatigado y contraído de quien ha soportado durante mucho tiempo una postura forzada. En cambio, Jeremías disfrutaba el más dulce de los sueños, como un feliz bebito: incluso roncaba levemente.

Lo despertaron y el hombre, sobresaltado, comenzó de nuevo a llorar porque pensó que le habían descubierto y se lo llevarían. Sin embargo, cuando instantes después se percató de que con él solo estaban los patrones, le iluminó la cara una bonachona sonrisa de agradecimiento que mi abuela, cuando me lo contaba, reprodujo involuntariamente en su rostro.

Jeremías se murió de viejo, en la estancia. Vivió sin complicaciones y feliz, haciendo el trabajo que le gustaba y en el lugar que había elegido. Mi abuela Florencia tuvo tres nietas: Marta, Angélica y La Chola. La del medio fui yo. Cuando enviudó, con las hijas ya casadas, puso una pensión en la Ciudad Vieja de Montevideo que pervivió hasta no hace muchos años.

Yo acabé viviendo también en Montevideo, ya sabés, aquí mismo, en Requena entre Maldonado y Bulevar España. Con tu abuelo montamos el Hotel Saint Michel y otros tres más, uno en Punta Gorda, pero incluso en medio de tanto ajetreo nunca olvidé la historia que mi abuela me contó sobre el negro que lloraba…



Las "Cárcavas de Punta Rubia" o “El Valle de la Luna", que es como llaman al paraje los naturales del lugar, es un paisaje milenario de unos 5 km. de extensión ubicado en las inmediaciones de Punta Rubia de la Pedrera (Rocha, Uruguay), ingresando por el km. 230 de la Ruta 10.



El hostel-posada La Casa de la Luna (www.lacasadelaluna.com.uy) es una empresa familiar ligada a este paisaje, ya que se encuentra ubicado a orillas de esta particular formación natural.

El eje de su recorrido comienza en la era Cuaternaria, momento cronológico donde data la primera presencia del hombre en la tierra. El recorrido guiado reconstruye los diferentes sucesos de los recursos naturales existentes en la zona, como son la flora, la fauna y sus formaciones geológicas, proponiendo acciones para la conservación de la biodiversidad de la zona.







Este enlace te lleva a la página web del “Sendero Cárcavas Milenarias”, más concretamente a una nota del diario El País que habla más extensamente del tema:


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