Hace años mi familia regentaba una heladería. Venía mucha gente a saborear los magníficos helados que mis padres
elaboraban. En el negocio ayudábamos todos, aunque yo, que soy el pequeño
de la familia, tenía menos obligaciones que mis hermanos mayores. Cuando me
tocaba ayudar, me acompañaba Fabricio. Es un loro que todavía, quince
años más tarde, sigue conmigo.
Casi siempre descansaba en mi hombro, y eso a la gente le parecía gracioso.
Casi siempre descansaba en mi hombro, y eso a la gente le parecía gracioso.
A Fabri le gustaban mucho los helados y había que tener
cuidado con él. Si el que le servía a algún cliente era de sus preferidos, en
cuanto me descuidaba el pájaro exclamaba con su estentórea voz rrrrrrrrrrico,
saltaba hacia el helado y lo picoteaba. Eso ya no les hacía tanta gracia a los
clientes, y mucho menos a mi madre.
Cuando eso ocurría, ella amenazaba con matar al animalito. Más
exactamente prometía ahogarlo, o "curtirnos a palos" a los dos, a
Fabricio y a mí.
Una tarde la heladería estaba repleta, y cuando fui
a servir su helado a una niña, Fabri extendió sus alas,
gritó rrrrrrrrrrico, dio un salto hacia la muchachita y picoteó el
cucurucho. La niña se asustó tanto que dejó caer el helado contra el suelo
mientras empezaba a llorar.
Su mamá inició un tremendo alboroto que acompañó con
grandes aspavientos. Fabricio también se espantó y revoloteaba a lo largo y
ancho de la heladería, lo que revolucionó irremisiblemente a todos los que se
encontraban allí, sobre todo a los más pequeños.
Ante aquella desmesurada algarabía, mi mamita se enfadó tanto que de sus ojos ―mientras intentaba
disculparse con la señora y la niña― salían llamaradas incandescentes y lacerantes
chispas hacia mí. Tantos rayos y serpientes y malos bichos salían de sus ojos,
que dentro de mi cabeza empecé a sentir avispas o alimañas parecidas que amenazaban con taladrarme los tímpanos, y decidí
salir corriendo del local con Fabricio, que entretanto, sin saber dónde
meterse, había vuelto a mi hombro.
Vámonos de aquí, Fabri, le dije, esto se pone muy feo.
Y nos fuimos lejos de allí, a la playa. Horas después, cuando me entró sed
le dije a Fabricio que necesitábamos dinero. Nunca supe si me
entiende o no, pero cuando le hablaba de dinero siempre me contestaba lo que yo le había enseñado: parapán, parapán, quieropán. Eso
bastaba para que la gente se nos quedara mirando. En ese momento yo ponía cara
de niño triste y decía eso tan socorrido de ¿me da para comprar pan?, señora, al tiempo que extendía con
languidez la mano. Siempre había alguien que nos daba alguna moneda.
Cuando reuníamos el dinero suficiente, Fabricio y yo nos
íbamos a una heladería industrial del malecón y nos comprábamos uno de
esos grandes helados de turrón que tanto nos gustan a los dos. No estaban tan ricos
como los que hacían mis padres, pero igual eran refrescantes y nos quitaban la
sed y el hambre.
Luego se hacía de noche y, como siempre que desaparecíamos de la heladería o de casa, uno de mis hermanos llegaba hasta
la playa a buscarnos, por si queríamos cenar y para que no nos pasara nada malo.
Mi agradecimiento por la genial fotografía que ilustra este relato a "Cocoparisienne": https://pixabay.com/es/users/cocoparisienne-127419/
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