viernes, 22 de enero de 2016

Montevideo transformado, de Antonio Ballesteros

La fotografía muestra cómo transmuta el primer edificio de la Avenida 18 de Julio.

Los iniciales choques en cadena se produjeron cuando los primeros rayos de sol alumbraron un Montevideo que comenzaba a desperezarse:

Los desconcertados conductores que llegaban al final de la Avenida 18 de Julio no desembocaban, como cada día, en Bulevar Artigas, sino que topaban con las rectas descampadas de General Flores y los alrededores del hipódromo.

Se sucedieron entonces los frenazos e, inevitablemente, las embestidas de los autos que circulaban a toda velocidad contra los que aminoraban la marcha para orientarse.

Un fenómeno parecido acaeció simultáneamente en múltiples puntos de la ciudad, y donde acostumbraba a estar la plaza Cagancha apareció de pronto un trozo de la plaza de la Independencia.

En la de los 33 apareció un trozo de rambla, y sobre su césped sesteaban los lobos marinos que poco antes se desayunaban con los peces del Río de la Plata. A su alrededor, cientos de perros ladraban, pero los lobos continuaban, indiferentes y perezosos, su indolente descanso.

Así, en menos de media hora el tránsito se colapsó absolutamente en todas las vías circulatorias montevideanas.

Por si lo anterior fuera poco, la gigantesca translación llevó las estaciones de energía eléctrica a las dársenas del puerto, donde quedaron medio sumergidas y humeantes, y el flujo eléctrico dejó de recorrer la ciudad.

La mayoría de los que por esa circunstancia quedaron atrapados en diversos ascensores, se afanaban desesperada e inútilmente en pedir socorro a través de unos celulares que ya no funcionaban. Sin embargo, una minoría de los encerrados convirtió el incidente en un suceso virtuoso, y de inmediato comenzó a intercambiar muy variados fluidos con el inesperado compañero o compañera de encierro que le había correspondido…

Al aeropuerto de Carrasco dejaron de llegar los aviones: ante la cambiante ubicación de las pistas, que tan pronto estaban como desaparecían, daban unas cuantas vueltas y después se desviaban a Ezeiza.

La mayoría de las esquinas fueron ocupadas por predicadores religiosos y apocalípticos: todos vociferaban el fin de los días y proclamaban el advenimiento de sus respectivos mesías, que sin excepción eran flamígeros y vengativos y muy de temer.

A esas alturas, los animales del zoológico campaban a sus anchas, y los más bravos y hambrientos correteaban jubilosos tras palomas, perros o incluso los transeúntes más artríticos, para darse un atracón de proteínas.

Los animales herbívoros que habían quedado sueltos, en cambio, pastaban tranquilos: las jirafas ramoneaban las jugosas hojas de los árboles; en uno de ellos, una familia de chimpancés se divertía con inverosímiles piruetas, tras haberse obsequiado con un festín de hamburguesas, panchos y chivitos al plato en un kiosco callejero abandonado por su dueño, que lo buscaba, infructuosamente, en otro trozo de la ciudad.

Caso aparte fue el de las serpientes y, en general, todo tipo de reptiles: nadie sabe por qué, se atrincheraron en los cajeros automáticos de los bancos y de las entidades financieras, privando a los montevideanos de practicar uno de sus deportes favoritos: integrarse en interminables colas para jugar apenas minuto y medio con la caprichosa maquinita que les dispensa, o no, su propio dinero.

Aunque a esas horas, y a decir verdad, el dinero servía ya para muy poco: sobre las diez de la mañana, el efecto translatorio había comenzado a producirse también en el interior de los inmuebles, y las habitaciones de los edificios comenzaron a aparecer en cualquier otro.

El intendente Martínez temblaba, pateaba y maldecía al ver aflorar por doquier las tripas de la ciudad, y al comprobar el surrealista estado en el que quedaban las veredas y el asfalto tras cada transformación.

Se cuenta que Pepe Mujica salió de su despacho para visitar, en el contiguo, a su asesor de imagen, pero no encontró a su camarada sino que se dio de bruces con un Alberto Lacalle que vestía un holgado uniforme de policía municipal.

Y es que había comenzado igualmente la transmutación de los objetos, y quien entraba a un baño ataviado como el ejemplar oficinista que era, salía de él embutido en un traje de bombero, cirujano, o bichicome.

Por cierto, cientos de bichicomes se vieron de pronto emplazados en los sillones de la cámara de senadores, vistiendo con austera elegancia trajes de dos mil dólares. Pero duraron poco allá, los bichicomes, y los más atrevidos incluso se llevaron el sillón al hombro.

Cerca del Palacio Legislativo vieron al presidente de Antel rebuscando en un contenedor de basura: el hombre no buscaba el decreto con el aumento de tarifas, como se rumoreó, simplemente pretendía rescatar de la caja fuerte de su despacho la escritura de propiedad de la chacra que el día anterior había comprado en un paradisíaco paraje de Rocha.

Quienes dormían cuando se iniciaron los cataclismos reseñados en esta crónica, se despertaban boquiabiertos junto a esposas que no eran las suyas o a maridos totalmente desconocidos.

El Presidente de Nacional C. de F. se vio de pronto rodeado de banderas y símbolos aurinegros que le produjeron violentos escalofríos, al despertar en la habitación del más forofo hincha de Peñarol. Peor incluso lo pasó el presidente carbonero: cuando despertó comprobó que vestía un gorro tricolor, idénticos colores a los de la camiseta y los calzones que ―sin recordar cuándo se los había puesto― vestía.

Los militantes del Frente Amplio que aparecían en casas de blancos o de colorados se convencían de que habían sido condenados a un infierno en el que no creían.

Y si el fenómeno acaecía a la inversa, y un colorado o un blanco se descubría de pronto en la morada de un frenteamplista, lo primero que se le venía a la cabeza es que los del gobierno querían finalizar los rumores sobre lo sucedido en ANCAP y estaban raptando a los opositores.

Los seleccionados de la Celeste, que en ese momento entrenaban en el Centenario, vieron interrumpidas sus evoluciones y se encontraron de pronto medio sumergidos en el estanque del Parque Rodó. Los Suárez, Cavani y compañía comenzaron a disputar la bola con los patos, ante la impertérrita mirada del maestro Tabaré, que insistía en convencerles de que allá no pasaba nada extraño y que podían aprovechar la transmutación para ejercitarse sobre césped mojado.

A un sacerdote católico le apareció inopinadamente en las manos un polvillo blanco que semejaba talco; quedó atónito en un primer momento, pero luego se llevó los polvillos a la nariz y los aspiró, y comenzó entonces una experiencia mística que jamás olvidaría.

Los redactores de los principales periódicos y emisoras de radio y televisión, que al principio de la mañana y con extrema urgencia fueron enviados a la calle por sus directores, habían desistido ya de regresar a sus redacciones, perdidos en el plano de una ciudad a cada poco cambiante.

Varios miembros de Agarrate Catalina vieron bruscamente suspendido su ensayo y se encontraron, de pronto, entre los muros del convento de clausura de unas monjas ursulinas: tras unos segundos de estupor pronto convinieron que los hábitos monjiles en los que estaban embutidos, aunque un poco estrechos para sus atléticos talles, les sentaban de maravilla.

Los okupas del centro de la ciudad se despertaron repartidos por diversas y lujosas residencias de Pocitos, cuyos moradores, en cambio, cuando salían de su pasmo se descubrían, con amargo gesto, en diferentes asentamientos irregulares y cantegriles, a lo largo y ancho de todo el extrarradio de la desmembrada ciudad.

Algunos taximetristas, cual ubérrimos guías, invitaban a los desconcertados transeúntes a viajes gratis de apenas cincuenta metros, en los escasos tramos por donde se podía circular. Y los chóferes de Cutsa, algo nunca visto, transitaban con inusitada suavidad y sin frenazos.

Varios empleados del Subte aparecieron sobre las cúpulas del Palacio de Salvo, pero por más que gritaban pidiendo auxilio nadie, desde el suelo, les escuchaba.

Una escuela de candombe de Palermo se vio transportada en bloque al interior de la Biblioteca Nacional, aunque sus componentes, por más que aporreaban sus instrumentos, hacían muy poco ruido porque sus tambores se habían trocado en los mullidos almohadones que unos segundos antes habían desaparecido, como por ensalmo, de varias sucursales de Tienda Inglesa.

Las estatuas ecuestres del Gaucho y de don José Artigas se habían liberado de sus anclajes y galopaban jubilosas y libres por el celeste y despejado cielo montevideano, quizá buscando los restos desperdigados del hipódromo para largarse una picadita.

Sobre las 15 horas, cuando no quedaba ya ningún supermercado, tienda ni kiosco libre de saqueo, y por las calles deambulaban personas abrazadas a televisores de plasma, microondas, torres de pc o incluso a heladeras que no sabían adónde llevar porque ni remotamente encontraban el camino hacia sus casas, se produjo en cadena otra transmutación: la de los líquidos, y en los termos el agua se trocó en medio y medio.

Por doquier comenzaron entonces a escucharse miles de sugerentes descorches, y quienes deambulaban por las calles con electrodomésticos los dejaron de inmediato en las veredas, para libar el burbujeante líquido.

Pero el alivio duró poco: a las cinco de la tarde, cuando el ambiente climatológico comenzaba a refrescar de forma alarmante, y parecía que a punto estaba el sol de zambullirse en el horizonte, de pronto el astro rey se detuvo y, luego de unos minutos de inmovilidad, trazando graciosas espirales comenzó a elevarse de nuevo.

No hubo noche ese día, y las transmutaciones y traslaciones continuaron sucediéndose en Montevideo. Al no encontrar nadie su verdadera casa, casi todas las cerraduras fueron forzadas, y en múltiples lugares, cuando la gente se convenció de que nada tenía ya que perder, comenzaron a brotar solidarias amistades.

Y en fin, esta apresurada crónica podría extenderse de manera indefinida si no fuera porque las páginas del cuaderno en las que este escribano escribe se trocan en tierna y moldeable arcilla (que este escriba no sabe manejar) y porque ―este escriba lo empieza a notar en la rigidez de sus falanges y en la opacidad y pesadez de sus párpados―, el propio escribano está comenzando a petrificarse y en pocos minutos quedará convertido en una más de las estatuas descolocadas de esta cambiante ciudad…



Si se quedan acá lo verán.

------------------------------------------------
El cuento se me ocurrió al poco de llegar a Montevideo: había quedado en La Pasiva de la plaza del Entrevero, pero justamente el día antes había tomado una cerveza en La Pasiva de la Plaza Matriz. No sabía que La Pasiva era una cadena, así que a la hora acordada me fui a La Pasiva que conocía. Media hora después me enteré del error, y en el trayecto nació la idea de este cuento.
Tomé la fotografía con el celular y la transformé con una herramienta de Corel Photo Paint.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...