Ojalá ninguna sociedad futura se parezca a la que plantea
Vonnegut en este inquietante (además de distópico y satírico) relato, aunque si encendemos un poco cualquier
canal de televisión pareciera que vamos camino de ello.
Kurt
Vonnegut (1922 - 2007), autor de Las sirenas de
Titán, fue un escritor estadounidense con un apreciable sentido del humor,
a pesar de que su dramática experiencia como prisionero de los nazis en la IIª
Guerra Mundial seguramente marcó el tono un tanto pesimista de su obra.
Harrison Bergeron plantea una sociedad igualitaria por ley que eleva a
prototipo la mediocridad. Ya Heródoto, en Las
historias, Libro 5, 92-f, plantea algo similar para conseguir un gobierno “placido”:
Periandro había enviado un heraldo a Trasíbulo de Mileto y
le consultó de qué forma podía él gobernar mejor y de forma más segura su
ciudad. Trasíbulo condujo al hombre enviado por Periandro fuera de la ciudad, y
lo llevó a un campo sembrado. Mientras caminaba entre el trigo, preguntando
constantemente por qué el mensajero había ido a verlo a él desde Cípselo, iba
cortando los brotes más altos de trigo que veía a su paso, y los arrojaba al
camino, hasta que hubo destruido la mejor y más rica parte de su sembrado.
Luego, regresó a su morada y sin una palabra de consejo, despidió al heraldo.
Cuando el heraldo regresó a Cípselo, Periandro estaba
ansioso por escuchar el consejo que había traído el heraldo, pero el hombre le
explicó que Trasibulo no le había dado ninguno. El heraldo agregó que en
realidad lo había enviado a ver a un hombre muy extraño, un loco que destruía
sus posesiones, y le contó a Periandro lo que le había visto hacer a Trasíbulo.
Sin embargo, Periandro comprendió lo acontecido e interpretó que Trasíbulo le
había aconsejado eliminar a aquellos ciudadanos que tenían habilidades o influencias
fuera de lo común. Por ello comenzó a tratar a sus ciudadanos de una forma
desconsiderada y malvada.
Como ven, no hay nada nuevo bajo el sol, el “panem et
circenses” tiene muchas variantes.
Que disfruten el relato y mucho cuidado si dentro de su cabeza escuchan ruiditos sospechosos.
Harrison
Bergeron, de Kurt Vonnegut
En el año 2081 todos los hombres eran al fin iguales. No
sólo iguales ante Dios y ante la ley, sino iguales en todos los sentidos. Nadie
era más listo que ningún otro; nadie era más hermoso que ningún otro; nadie era
más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las
enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los
agentes de la Directora General de Impedidos de los Estados Unidos.
Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin
embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto confundía
a la gente. Y en este mismo mes, húmedo y frío, los hombres de la oficina de
impedidos se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y
Hazel Bergeron.
Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían
pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia perfectamente común, y por lo
tanto era incapaz de pensar excepto en breves explosiones. Y George, como su
inteligencia estaba por encima de lo normal, llevaba en la oreja un pequeño
impedimento mental radiotelefónico, y no podía sacárselo nunca, de acuerdo con
la ley. El receptor sintonizaba la onda de un transmisor del gobierno que cada
veinte segundos, aproximadamente, enviaba algún ruido agudo para que las gentes
como George no aprovechasen injustamente su propia inteligencia a expensas de
los otros.
George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las
mejillas de Hazel, pero ella ya no recordaba por qué. En ese momento unas bailarinas
terminaban su número.
Una chicharra sonó en la cabeza de George y los pensamientos
que tenía en ese instante huyeron como ladrones que oyen una campana de alarma.
―Era
bonita esa danza, la que acaba de terminar ―dijo
Hazel.
―¿Eh?
―dijo George.
―Esa
danza, era bonita ―dijo
Hazel.
―Ajá.
Trató de pensar un poco en las bailarinas. No eran realmente
muy buenas, y cualquiera hubiese podido hacer lo mismo. Todas llevaban
contrapesos y sacos de perdigones, y máscaras además, para que nadie se
sintiese triste viendo un gesto gracioso o una cara bonita. George había
empezado a pensar vagamente que quizá las bailarinas no debieran tener ningún
impedimento, pero no fue muy lejos en esta dirección, pues la radio transmitió
otro ruido anonadador.
George torció la cara a la vez que dos de las ocho bailarinas.
Hazel vio la mueca de George, y como ella no tenía radio
tuvo que preguntar qué ruido había sido ése.
―Como
si golpearan con un martillo en una botella de leche ―dijo George.
―Debe
ser interesante oír todos esos ruidos ―dijo
Hazel, con un poco de envidia―.
Las cosas que inventan.
―Hum
―dijo George.
―Pero
si yo fuera Directora General de Impedidos, ¿sabes qué haría? ―preguntó Hazel. Hazel en
realidad era muy parecida a la Directora de Impedidos, una mujer llamada Diana
Moon Glampers―. Si
yo fuese Diana Moon Glampers ―prosiguió
Hazel― usaría campanas
los domingos. Solo campanas. Una especie de homenaje a la religión.
―Yo
podría pensar, si fuesen solo campanas ―dijo
George.
―Bueno,
quizá habría que hacerlas sonar realmente fuerte ―dijo
Hazel―. Creo que yo
sería una buena Directora General de Impedidos.
―Tan
buena como cualquiera ―dijo
George.
―¿Quién
mejor que yo puede saber lo que es ser normal? ―dijo
Hazel.
―Nadie
―dijo George.
Empezó a pensar oscuramente en Harrison, su hijo anormal,
que ahora estaba en la cárcel, pero una salva de veintiún cañonazos le sacudió
la cabeza.
―¡Caramba!
―dijo Hazel―. Eso fue realmente
ensordecedor, ¿no es cierto?
Había sido tan ensordecedor que George estaba pálido y
tembloroso, y las lágrimas le asomaban a los ojos enrojecidos. Dos de las ocho
bailarinas habían caído al piso del estudio y se apretaban las sienes.
―De
pronto pareces tan cansado ―dijo
Hazel―. ¿Por qué no
te acuestas en el sofá y apoyas tu impedimento de plomo en los almohadones, mi
querido? ―Hazel se
refería a los veinte kilos de perdigones que George llevaba al cuello, en un
saco de tela―. Sí,
apoya ese peso. No me importa que no seas igual a mí durante un rato.
George sopesó el saco con las manos.
―No
tiene ninguna importancia ―dijo―. Ya no lo noto. Es parte
de mí mismo.
―Estás
tan cansado en este último tiempo, hasta agotado diría yo ―continuó Hazel―. Si hubiese algún modo
de abrir un agujero en el fondo del saco y sacar unas bolas de plomo… Solo unas
pocas.
―Dos
años de prisión y una multa de mil dólares por cada perdigón de menos ―dijo George―. No me parece un buen
negocio.
―Si
pudieras sacar unos pocos cuando llegas del trabajo ―dijo Hazel―.
Quiero decir que no compites con nadie aquí. No haces nada.
―Si
tratara de librarme de este peso ―dijo
George― otra gente
tendría derecho a hacer lo mismo, y muy pronto estaríamos de nuevo en la época
del oscurantismo, cuando todos rivalizaban con todos. ¿No te gustaría eso, no
es verdad?
―Me
sentiría horrorizada.
―Precisamente
―dijo George―. Si la gente no
cumpliera las leyes, ¿qué sería de la sociedad?
Si Hazel no hubiese podido responder a esta pregunta, George
no hubiera podido ayudarla, pues en ese instante una sirena le traspasó el
cerebro.
―Se
haría pedazos.
―¿Qué
cosa? ―dijo George
desconcertado.
―La
sociedad ―dijo
Hazel, insegura―.
¿No hablabas de eso?
―¿Quién
puede saberlo? ―dijo
George.
Un boletín de noticias interrumpió de pronto el programa de
televisión. No se pudo saber muy bien en un principio qué noticia era, pues el
anunciador, como todos los anunciadores, tenía un serio impedimento en la
lengua. Durante medio minuto, y muy excitado, el hombre trató de decir:
―Señoras
y señores…
Al fin se dio por vencido y le pasó el boletín a una
bailarina.
―Muy
bien ―dijo Hazel―. Hizo lo que pudo. Hizo
lo que pudo con lo que Dios le dio. Debieran aumentarle el sueldo por haberse
esforzado tanto.
―Señoras
y señores ―dijo la
bailarina leyendo el boletín.
Debía de ser una muchacha extraordinariamente hermosa, pues la
máscara que llevaba era horrible.
Y era fácil advertir también que tenía más fuerza y más
gracia que ninguna de las otras bailarinas. El saco de impedimento que le
colgaba del cuello era tan grande como el de un hombre de cien kilos.
Y la bailarina tuvo que pedir perdón en seguida por su voz.
Era verdaderamente injusto que una mujer usara una voz así: cálida, luminosa,
una melodía que no era de este mundo.
―Perdón
―dijo la muchacha y
empezó a hablar otra vez con una voz absolutamente incompetente―. Harrison Bergeron ―graznó―, de catorce años, acaba
de escaparse de la cárcel. Se lo acusaba de intentar derribar al gobierno. Es un
genio y un atleta, favorecido por el impedimento, y extremadamente peligroso.
Una foto de Harrison tomada por la policía apareció en la
pantalla: cabeza abajo, de costado, cabeza abajo otra vez, y derecha al fin. La
fotografía mostraba a Harrison de pie sobre un fondo dividido en metros y
centímetros. Medía exactamente dos metros diez.
Por lo demás, Harrison parecía un montón de fierros. Nadie
había llevado nunca impedimentos más pesados. Había crecido superando todos los
impedimentos tan rápidamente que la Dirección de Impedidos no había tenido
tiempo de imaginar otros. En vez de un pequeño receptor de radio en la oreja,
como impedimento mental, llevaba un par de tremendos auriculares, y además unos
anteojos de vidrios gruesos y ondulados. Estos anteojos habían sido concebidos
no sólo para que no viera casi nada, sino también para provocarle terribles
dolores de cabeza.
Los pesos metálicos le colgaban de todo el cuerpo.
Comúnmente había una cierta simetría, una disposición verdaderamente militar en
los impedimentos inventados para los individuos demasiado fuertes, pero
Harrison parecía un montón de chatarra ambulante. En la carrera de la vida,
Harrison arrastraba más de ciento cincuenta kilos.
Y para afearlo, los hombres de los impedimentos lo obligaban
a usar continuamente una pelota roja en la nariz, a afeitarse las cejas y a
cubrirse los dientes blancos y regulares con pedazos de película negra.
―Si
ven a este muchacho ―dijo
la bailarina― no
intenten, repito, no intenten discutir con él.
Se oyó el estruendo de una puerta arrancada de sus goznes.
Del estudio de televisión llegaron gritos y aullidos de
consternación. El retrato de Harrison Bergeron saltó una y otra vez en la
pantalla como sacudido por un terremoto.
George Bergeron identificó en seguida el origen del sismo.
No le fue difícil, pues su propia casa había sido sacudida del mismo modo,
muchas veces.
―¡Dios
mío! ―dijo―. ¡Tiene que ser
Harrison, nuestro hijo!
En ese mismo momento el ruido de un choque de automóviles le
barrió la idea de la cabeza.
Cuando George pudo abrir los ojos otra vez, la fotografía de
Harrison había desaparecido y Harrison mismo llenaba ahora la pantalla.
Estaba de pie en medio del estudio, balanceando la cabeza de
payaso, y los fierros que le colgaban del enorme cuerpo se sacudían y
tintineaban. Tenía aún en la mano el pestillo de la puerta que acababa de
arrancar. Las bailarinas, los técnicos, los músicos y los anunciadores habían
caído de rodillas ante él, sintiendo que les había llegado la hora y que pronto
serían masacrados.
―¡Soy
el emperador! ―gritó
Harrison―. ¿Me oyen
todos? ¡Soy el emperador! ¡Todos deben obedecerme en seguida!
Golpeó el piso con el pie y el estudio tembló.
―Aun
tullido, encorvado, impedido como ustedes me ven aquí ―rugió―,
¡soy el más grande de todos los gobernantes de todos los tiempos! Y ahora miren
en lo que puedo convertirme.
Harrison se arrancó las correas que sostenían el metal como
si fueran de papel de seda, esas correas garantizadas para sostener dos mil
quinientos kilos.
Los pedazos de chatarra que habían sido los impedimentos de
Harrison se aplastaron contra el suelo.
Harrison pasó los pulgares bajo la barra que sostenía las
guarniciones de la cabeza, y la barra se quebró como una brizna de paja.
Aplastó los lentes y los audífonos contra la pared, y se arrancó la nariz de
goma descubriendo el rostro de un hombre que hubiera estremecido a Thor, el
dios de trueno.
―¡Ahora
elegiré a mi emperatriz! ―dijo
Harrison mirando el grupo arrodillado a sus pies―.
Que la primera mujer que se atreva a levantarse reclame a su esposo y su trono.
Pasó un momento y al fin una bailarina se puso de pie,
balanceándose como un sauce.
Harrison sacó el impedimento mental de la oreja de la
bailarina y luego los impedimentos físicos con asombrosa delicadeza. En seguida
le quitó la máscara.
La bailarina era de una cegadora belleza.
―Bien
―dijo Harrison
tomándole la mano―.
Ahora le mostraremos a la gente lo que significa la palabra «danza». ¡Música!
Los músicos se treparon a sus sillas, y Harrison les quitó
también los impedimentos.
―Toquen
como mejor puedan ―les
dijo― y les haré
barones y duques y condes.
La música comenzó. Era normal al principio: barata, tonta,
falsa. Pero Harrison alzó a dos músicos de sus sillas y los movió en el aire
como batutas, mientras cantaba la música. Luego los dejó caer otra vez en los
asientos.
La música comenzó de nuevo, mucho mejor que antes.
Harrison y su emperatriz se quedaron un rato escuchando,
gravemente, como esperando a que los latidos de sus propios corazones
concordaran con la música.
Luego se alzaron en puntas de pie, y Harrison tomó entre sus
manazas el talle de la bailarina, haciéndole sentir esa ligereza que pronto
sería la ligereza de ella.
Y al fin, en una explosión de alegría y gracia, saltaron en
el aire.
No solo abandonaron entonces las leyes de la Tierra sino
también las leyes de la gravedad y las leyes del movimiento.
Giraron, remolinearon, brincaron, cabriolaron, caracolearon
y revolotearon.
Saltaron como ciervos en la Luna.
Cada nuevo salto acercaba más a los bailarines al cielo
raso, que estaba a diez metros de altura.
Pronto fue evidente que pretendían tocar el cielo raso.
Lo tocaron.
Y luego, neutralizando la gravedad con el amor y el deseo,
se quedaron suspendidos en el aire a unos pocos centímetros por debajo del
cielo raso y allí se besaron mucho tiempo.
En ese instante Diana Moon Glampers, la Directora de
Impedidos, entró en el estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó, dos
veces, y el emperador y la emperatriz murieron antes de llegar al suelo.
Diana Moon Glampers cargó otra vez la escopeta. Apuntó a los
músicos y les dijo que tenían diez segundos para ponerse otra vez los
impedimentos.
En ese mismo momento el tubo del aparato de TV de los
Bergeron osciló y se apagó.
Hazel se volvió hacia George para comentarle el desperfecto,
pero George había ido a la cocina en busca de una lata de cerveza.
George volvió con la cerveza, deteniéndose un instante
cuando una señal de impedimento lo sacudió de pies a cabeza. Luego se sentó
otra vez.
―¿Has
estado llorando? ―le
preguntó a Hazel mirando como ella se enjugaba las lágrimas.
―Sí
―dijo Hazel.
―¿Por
qué? ―dijo George.
―Me
olvidé. Hubo algo realmente triste en la televisión.
―¿Qué
era? ―preguntó
George.
―No
lo sé, tengo la cabeza confundida ―dijo
Hazel.
―Hay
que olvidar las cosas tristes.
―Es
lo que hago siempre ―dijo
Hazel.
―Magnífico
―dijo George.
Torció la cara. Un cañón le retumbó en la cabeza.
―Caramba.
Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor ―dijo
Hazel.
―Así
es realmente, puedes repetir esa verdad.
―Caramba
―dijo Hazel―. Parece que esta vez fue
un ruido ensordecedor.
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