Enrique, de quien ya publicamos Chocolate, nos dio la alegría de ser el ganador de la 56ª edición del concurso CAM de Cuentos Gabriel Miró (aunque seguro que más contento se puso él con los 12.000 euros del premio).
En Barrer la carretera retrata con penetrante claridad a mujeres y familias de otra época, no tanto por los años que nos separan de ellas sino por su mentalidad.
Una época en la que el "Gran Hermano" no estaba en las redes sociales, como ahora, sino en el "qué dirán", esa formidable herramienta de represión que tanta infelicidad esparció entre millones de seres.
En su blog literario (anclado desde el principio en el nuestro) podemos seguir su trayectoria y comprobar que cada poco aumenta su colección de prestigiosos galardones.
Y en este otro podemos disfrutar de su faceta artística complementaria, la de pintor.
Disfruten de esta pequeña joyita.
Barrer la carretera, de Enrique Galindo
Barre la carretera. Siempre la barrió desde que la C-321 pasó por delante de su puerta, incluso antes de ser la casa de su propiedad, cuando era dominio de su padre y en la cual estaban incluidos su madre y ella misma desde que nació. No se conforma con la costumbre adquirida, como una necesidad urgente del aliento, de barrer la casa. Ni siquiera con acudir día a día, a las ocho de la mañana ―el ritual marca la vida―, con el tiempo que caiga, a su cita con quitar el polvo acumulado en la acera y continuar después, siempre en ese orden, con el asfalto de la calzada.
Son cincuenta y ocho los años y está soltera. Además está sola. Su padre partió hacia algún lugar del más allá ―Dios lo tenga donde tenga que estar―, tal vez hacia aquel sitio donde el olvido es un deseo y la amenaza del dolor una constante. El hombre de su vida, el primero, que no el amado, se fue cuando ella cumplía los 45 y ya era tarde para todo. El arroz se había pasado junto con la oportunidad de una mediana y aceptable felicidad en compañía. Su madre aguantó un poco más sobre la casa, quizá con la esperanza de tener un cachito de disfrute sin su marido y con la escasa comodidad que da una vivienda por la que iba a transitar pronto una carretera comarcal y les uniría más al mundo. Pero cinco años más tarde y una hija con el alma resentida, junto con la artrosis corroyéndole los huesos, la dejaron en manos del polvo y de la carretera comarcal.
Cuando llegan las ocho hace media hora que dejó la cama, ha tomado un café desleído en leche semidesnatada y una magdalena. Es el instante de la cita, ahora que aún no pasan muchos coches y el sol no ejerce su justicia soberana sobre el alquitrán. En invierno hay que tener en cuenta que el asfalto puede ser de escarcha o hielo. El cepillo siempre queda presto a ser pasado por la acera y eliminar los restos de polvo, humo y tierra acumulados desde el día anterior. Persistentemente, sin obediencia ni ruegos, cada amanecer las huellas de tierra y caucho recuerdan que han pasado vehículos arrastrando la prisa tras de sí. Antonia fue invariablemente un ejemplo de mujer limpia y hacendosa de tener la casa impoluta, y dispuesta por si una visita no esperada se personase ―su madre se persignaría ante esa posibilidad― y pudiera luego ir criticando por ahí que una es una guarra o no ejerce su tarea de mujer de casa. Es lo que vio y absorbió de su madre. Ella no sonreiría pero, eso sí, nadie podría decir que la casa y su espejo de cara, la acera, no estaban intachables.
La entrada de una casa habla de lo que ocurre dentro, eso machacaba mil y una veces su padre; por ello las ventanas han de tener geranios y hierbas olorosas (tomillo y romero), el azul de la fachada se pintaría cada año en vísperas de fiestas, la cortina que protegía la madera de la puerta habría de ser lavada cada mes y la acera…; esa siempre barrida y regada con un cubo de agua esparcida con la mano ―que quien pase por la puerta sepa que somos gente honrada y de buen hacer―. La portada de una casa es el rostro que habla del alma de sus habitantes, pobres pero rectos, con la cabeza bien alta; que no digan los vecinos. Pero los visillos siempre corridos, nadie necesita fisgonear la penumbra del interior.
Antonio siempre decía que el sitio de uno ha de ser un lugar para el descanso, que cada uno en su casa y Dios en la de todos, que no hay motivo para que nadie venga, de la misma forma que él no va por ahí a husmear en las viviendas de los demás, pero si alguien viene, por necesidad o por la consabida visita al enfermo ocasional ―Dios no quiera que seamos nosotros―, ha de encontrar la casa abierta y dispuesta a brillar en los ojos del huésped. Y eso es función de las mujeres de la casa. De su mujer, Antonia, y de su hija Antoñita, esa que le salió torcida de voluntad y entrepierna.
Ahora esa hija, torcida de padre y soledad, sigue con la costumbre adquirida con el tiempo de barrer la acera y mantener la humedad de los geranios y el tomillo. Después, cepillo en mano ―dónde quedarían aquellas escobas de esparto― mira para ambos lados de la calzada (como aprendió por seguridad de su madre) y barre con esmero la carretera. Después, con el cubo levantado, mete la mano y va sacando y esparciendo agua fría para sentar el polvo.
En la carretera, cada madrugada, el sol alumbra una marca rectangular de cinco metros por dos: un pequeño territorio personal conquistado provisionalmente a la estrada. El otro lado de la carretera, pasada la línea blanca continua, ya no es suya, si quiere que la limpie la mirona de enfrente. Siempre será del dominio de la ceniza y la incertidumbre.
Cuando vuelve a casa, de por el pan o algo de verdura y pollo, se enorgullece viendo el asfalto en gris claro, donde destaca ese espacio de líneas rectas en otro gris, más oscuro y perfectamente barrido, a pesar de que los coches pronto comenzarán a dejar en él las marcas de las invasoras ruedas que no respetan lo aseado por una. Pero los coches son así, ignorantes, irrespetuosos, obscenos y anárquicos. Lo peor son los camiones, esos monstruos de acero devorador, lentos y ruidosos que renquean mientras sueltan su metralla de alquitrán y peste.
Pero sabe que no puede hacer nada por que no sea violado su espacio, su íntimo mausoleo, su secreto.
Treinta y un años, demasiados para una moza que anhelaba, como todas, un cariño y el cuerpo de hombre que la hiciera sentir que estaba viva y lejos de su padre. De la sequedad del hombre que gobernaba la casa y su vida creyó que huía aquella vez, en las fiestas del pueblo. Fiesta era una forma de llamar a aquella jornada de la patrona que comenzaba con un pasacalles y cohetes en el cielo, y terminaba con la orquesta imitando las canciones pegadizas del año que difundía continuamente la radio.
Conoció al chico en la luminaria de la víspera, el fuego que al anochecer se encendía para hacer ver a otros pueblos de la comarca que San Antonio del Condado estaba en fiestas patronales. El vino azucarado popular, con canela, expuesto el lebrillo en el centro de la plaza y servido en vasos de plástico, el baile, el escondite para que ningún primo ―y menos el padre―, la viera, el granero, la promesa de matrimonio y la necesidad de creer en algo más allá de la limpieza de la casa, antes de que pasase la carretera, hizo el resto.
Pero al día siguiente…
Ese chico, Antonio, dijo que se llamaba, aunque no es seguro, ya que es un nombre demasiado corriente, demasiado omnipresente en esta parte de la comarca, ya no estaba. Al atardecer no fue a buscarla a la puerta, como prometió. Tampoco llegaron flores ni excusas, ni el lunes apareció. Nadie encontró que le contara del pueblo lindante, a tan solo cinco kilómetros, San Antonio de los jabalíes, de un albañil, vecino, que tuviera un hijo estudiando para médico. Y se tragó el disgusto día a día, ocupando su mente en impedir que las arañas pudieran establecer ni siquiera un pensamiento de tela.
La decoloración hacía mella en su cara, la del sol ejerciendo de amoniaco y la de su padre mirándole el bulto que crecía lentamente en su barriga.
No hubo golpes ni reproches, solo un encierro de silencio tras la puerta de madera y hierro forjado. Los lloros los puso la madre y el padre la sentencia.
Nació la criatura socorrida por la madre, en una suerte de comadrona que aprendió ayudando a parir a sus hermanas hasta un total de siete veces. Digo la criatura porque ella no supo nunca el sexo de ese ángel inocente que abría los llantos a la luz, antes de que el padre entrara, tomara el bulto liado en una manta de sillón y saliera con el mismo silencio que entró en el dormitorio transformado en paritorio doméstico.
Nunca más se habló en la casa de lo ocurrido, a pesar de que los pensamientos revelaban a gritos continuamente el tema. Solo la limpieza era tema a compartir. Lo demás: las preguntas, los enojos, las quimeras, no dieron a luz sus hijos. El tiempo pasó y con él esos arroces que se pegan en la sartén.
Antonia, barre la carretera. Siempre emite una oración cuando hace esta tarea. Debajo queda la caja, llena del resto de los sueños. Bajo el asfalto.
La muerte del padre Antonio, la rutina implantada primero en su presencia y ahora gobernante en su ausencia, siguió arando la cotidianeidad. Cuando la madre Antonia faltó, tras una lenta e inexorable enfermedad que hizo del olvido una constante, el automatismo de la escoba y el estropajo siguió disponiendo la casa, la material y la de la mente.
En el silencio impuesto por los rincones del hogar, Antoñita guardó los patucos que cosió, la mantilla de color neutro, el jerseycito; todos esperando si el bordado sería en rosa o azul. Se sumó la muñeca de trapo que tejió con punto de cruz y con la ilusión de ver al bebé abrazándola. Hasta que comenzó la obra de la carretera.
Antoñita, ahora Antonia, barre la carretera. Reza la oración al pasar la escoba en aquel punto. Debajo, enterrada, quedó la cajita con el pequeño ajuar que iba a ser del niño, o niña. Con la tierra levantada esperando la madrugada para que los operarios derramaran el asfalto que daría paso a los coches, sacó la caja de madera pulida y una pala. Fue fácil con la arena removida. Enterró sus sueños en un mausoleo improvisado y lleno de ausencia que en breve cubrirían y allanarían las máquinas para siempre. Reza la oración de cada día a un sepulcro invisible y vacío de lo que pudo estar lleno de ilusiones.
Cincuenta por hora. Eso indicaba la señal del círculo rojo. El coche es un rayo en la tormenta llevándose el cuerpo en sombra que barre la carretera, esa mañana de incipiente sol acuoso. El mismo rayo, tras parar, mirar atrás y ver el cuerpo desmadejado con una escoba sobre el alquitrán, vuelve a brillar quemando rueda hacia ninguna parte.
La ambulancia con sus luces siempre es escandalosa, como la sangre. El sanitario intenta inútilmente mantener las constantes de la mujer que se aferra con fuerza al cepillo. Abre los ojos, le cuestan salir a las palabras. Se agarra ahora como un garfio a la mano del hombre. Una enfermera le está buscando la vía en la muñeca izquierda. Otro de bata toma la tensión. Varios vecinos esperan encogidos. Les cuesta entender sus palabras: Por favor… limpien, limpien la sangre cuando yo me vaya. Barran…, que alguien barra la carretera.
Blog del Taller de Escritura de Antonio Ballesteros en el que comparto relatos de los que guardo un grato recuerdo. Las entradas del blog (cuya propiedad intelectual pertenece a sus autores) se pueden imprimir pulsando el icono verde de impresora que aparece al final de cada una. gabatoluy@gmail.com // facebook: Antonio Ballesteros
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