domingo, 22 de enero de 2017

Morirse de risa, de Antonio Ballesteros

Quizá Morirse de risa* no sea mi mejor relato, pero con seguridad es el más complejo, desde un punto de vista técnico.
Contando el del narrador que acaba siendo parte fundamental de la historia, son cuatro los lapsos temporales que el cuento desarrolla de forma simultanea, y con muy poco esfuerzo habría podido convertirse en una novela corta.
Es de recibo advertir que la descripción de la paliza que dos neonazis le propinan al desdichado protagonista puede herir algunas sensibilidades, aunque menos de lo que a diario lo hacen los informativos periodísticos.
Por lo demás, guardo un grato recuerdo de Morirse de risa porque lo redacté cuando se formaba el ya fenecido grupo Arrendajos, en el que tan buenos amigos tuve (y conservo).

Espero que lo disfruten.

* "Morirse de risa" forma parte del volumen Historias nuevas del casco antiguo de Toledo (personajes entrelazados), de Editorial Ledoria  (Toledo). Su protagonista, Guillermo Barea, es el pordiosero que al cruzarse con doña Mariola, en la estación de ferrocarril, le da una flor...


Morirse de risa, de Antonio Ballesteros



HE REBOBINADO DECENAS de veces la grabación de la cámara de vigilancia del cajero automático. He congelado la imagen innumerables ocasiones para escudriñar al detalle la expresión de su rostro. He hablado con quienes le trataron en su juventud y con los testigos de sus últimos días. Y, sobre todo, he reflexionado de forma obsesiva sobre sus minutos finales, los recogidos en la grabación.

Con ese bagaje, me atrevo a afirmar que es la pregunta que le hacen sus asesinos lo que desata en Guillermo Barea la carcajada irrefrenable con que intenta redimir su vida. Sin embargo, su inocente risa es interpretada como un desplante, como un desafío ―nada más lejos de la realidad, qué ironía―, y castigada de inmediato con la desmesurada contundencia que las imágenes muestran: el primer golpe lo hace caer al suelo, y la patada que a continuación le propina el más alto de los dos ―el de las botas camperas―, con una puntería tan brutal como certera revienta su hígado carcomido por toneladas de alcohol: lo certifica la autopsia que ese mismo día le practicarán. Pero no le quita la risa: tiene sesenta años recién cumplidos y la certidumbre de que le van a matar.


Diez días antes, también al comenzar la mañana, una empleada de la pastelería de Santo Tomé que servía mazapanes a unos turistas vio a través del escaparate cómo las piernas de alambre de Guillermo se doblaban y su liviano cuerpo se desplomaba. Corrió a socorrerlo. Alguien llamó al servicio de urgencias y quince minutos después llegó la ambulancia que le trasladó al hospital.

Cuando Guillermo salió del coma, tres días más tarde, preguntó dónde estaba. Luego, con lengua de trapo y la mirada perdida, comentó a las enfermeras que le habría gustado no despertar en Toledo. Pensaron que deliraba, pero no...

Guille ―como le llamaban sus compañeros de instituto― viajó muchísimo de joven, y antes de los treinta había paseado por medio mundo su alto concepto de sí mismo, su facilidad para los chascarrillos y una sempiterna sonrisa. Aunque entre sus antiguos compañeros he hallado una pareja división de opiniones sobre si carecía de talento o era la persona más brillante que conocieron, todos destacan su alegre y bienparecido gesto, su locuacidad enfebrecida y su precoz pose de artista.

Siempre fue viajero, pero al encajar el segundo puntapié ―la imagen del vídeo no deja lugar a dudas― no piensa en paisajes ni aeropuertos, solo en espantar el dolor para reír un poco más. Desde el suelo contempla a sus agresores como preguntándose si son idiotas, unos bestias o, además de todo eso, un impagable regalo del destino que le evitará una larga y deprimente agonía.

En su adolescencia intentó ser pintor, aunque los pinceles se resistían a obedecer cabalmente sus deseos; rondando los veinte transmutó en poeta y compaginó los versos con la escultura; y más tarde compuso un tipo de música que, como sus poemas, sus cuadros y sus estatuas, nadie sino él comprendía.

Probó otras suertes hasta que topó ―eso decía― con ‘la revelación’: de pronto descubrió que el cine aunaba todas las artes y lo esperaba para hacer patentes sus talentos. Era su destino. Y se puso a la tarea de la única forma que sabía: hizo borrón de todo lo anterior y se sumergió a pulmón libre en su nueva misión.


En apenas seis meses elaboró un guión deslumbrante, planeó al detalle encuadres y luces y localizó exteriores. También pidió dinero a sus padres para alquilar una nave industrial que acondicionó como estudio, y se puso a trabajar...

Era un constante torbellino, y maceraba su actividad en continuas risas que ―eso le animaba y le servía de acicate― eran celebradas alrededor. Por aquel entonces parecía el más sociable de los seres, pero alguno de quienes más le conocieron afirma que padecía la más insaciable soledad: la de quienes utilizan a los demás como espejos.


Sus padres se lo consentían todo ―era su único hijo, llegado además cuando ya no lo aguardaban―, y se lo financiaban con largueza. Todo se les volvía poco para que la crisálida filial eclosionara. Guille, un elegido del destino, intuía ese momento a la vuelta de la esquina, por eso no se cansaba de pedir, disfrutar y reír.

El tercer punterazo, según el forense, es el que destroza su riñón derecho. Le hace arquear la espalda y le impide troncharse de risa como ―por lo que denota la expresión que muestra en la imagen congelada del vídeo― le gustaría.


Fiel a sí mismo, al poco de comenzar el rodaje lo interrumpió para casarse. Sagrario se llamaba la novia, y era amiga de mi madre. Pero Guille, cómo no, también puso un prematuro fin a su luna de miel, inquieto por reanudar la filmación. Pese a derrochar entusiasmo y endeudarse hasta las cejas, nadie de entre sus conocidos apostaba porque terminara la película ni porque Sagrario fuera feliz con él.

Y, en efecto, solo un año duró su matrimonio, que quebró irremisiblemente, al tiempo que también se divorciaba de una película que, a esas alturas, ni él mismo entendía. Así fue cómo, cumplida la treintena, al deslumbrante artista se le presentaron de pronto unas insuperables complicaciones financieras y conyugales que le convencieron definitivamente de que la vida era injusta con él.


Ya por entonces bebía a cantaradas, pero cuando recibe la cuarta patada, del que calza botas de militar, no discierne si bebía tanto porque Sagrario lo dejaba y todo se confabulaba en su contra, o ella y la película se habían ido al carajo porque no dejaba de beber. Fuera como fuese, tamañas decepciones significaron novedades demasiado ingratas para él, que casi de golpe vio esfumarse su sonrisa.

El siguiente golpe, al menos, no viene acompañado de ninguna pregunta y le permite concentrarse en el dolor sin tener que reír al mismo tiempo.


Cuando Sagrario se fue, Guille se quedó como alelado, incapaz de comprender su marcha. Presumía de haberla conquistado por ser tan alegre y jaranero, tan dado a beber y divertirse, sin vislumbrar la diferencia entre un rato de juerga y su perenne borrachera.

El sexto puntapié le rompe la ceja y confirma que los chicos van en serio, por más que sigan haciéndole reír con la estúpida pregunta que no dejan de formular.


Aunque estupefacto por la quiebra y el divorcio, y sin entender que nadie valorara su agudeza, el Guille treintañero aún se sentía bravucón y con fuerzas. Por esos días, según relata mi padre, su constante queja era que nadie le entendía: al menos en eso, acertaba. Cuando con el miedo y el desconcierto royéndole lo más íntimo echó cuentas, cuadró un balance desolador: los padres ―muertos en un accidente de carretera― y la alegría le habían dejado huérfano; los amigos, hastiados de su egolatría y de hacerle préstamos que no devolvía, miraron hacia otra parte.

Se descubrió Guille de pronto sin padres ni amigos, sin mujer ni dinero y acuciado por juzgados, bancos y acreedores. Y le dio por pensar y dudar incluso de lo que nunca había desconfiado: de su talento. Aunque siguió, eso sí, emborrachándose cada día.

Cuando se quedó sin casa peregrinó un tiempo por la de los amigos. En la de mis padres se alojó un par de meses, hasta que una madrugada se quedaron esperándolo y no le volvieron a ver.

El vídeo muestra cómo la sangre resbala desde su ceja izquierda y llega hasta la comisura de sus labios: en la boca se mezcla con la bilis que, con tanto golpe, le sube desde el estómago, haciéndole cada vez más difícil elegir entre gemir de dolor o partirse de risa.


Saberse en su ciudad al despertar del coma fue para él un pequeño fiasco, no dejaba de repetirlo a las enfermeras. Le sumergía en el inhóspito estanque de los malos recuerdos. Quienes le conocen piensan que no fue casualidad que al darlo todo por perdido y convertirse en pordiosero, treinta años atrás, escogiera como especialidad el vagabundeo. Creen que no lo hizo por seguir viendo mundo sino porque lejos de Toledo dejaba de cruzarse con antiguos conocidos que le daban un par de monedas y hasta un billete pequeño a cambio de que apartase de ellos su mirada quejosa, su aliento alcohólico y su discurso monocorde. El limosneo local era demasiado duro para él porque reflejaba a cada instante su ilusión fracasada, lo que quiso haber sido y no fue.


En el hospital pasó por un sinfín de pruebas. Después, un doctor le anunció lo que ya intuía, pero no pudo evitar encogerse y arrugar el ceño al escuchar que el tumor había dictado sentencia a dos meses vista. Y en ese tiempo, el diagnóstico anunciaba que rebosaría de dolores difíciles de enmascarar.

Llegados aquí, al momento en que Guillermo Barea se entera de que le queda muy poco tiempo de vida, permítanme una pequeña pero esencial aclaración: fue ese médico ―es mi mejor amigo― quien me alertó de que él estaba en el hospital.
No me avisó por azar, sino porque sabía lo mucho que su nombre significaba para mí desde que le conté el sobresalto que sintió mi padre cuando le anuncié mi propósito de ser escritor: papá me miró con extraordinario desasosiego y, aunque tartamudeando con frecuencia, habló sin parar durante más de una hora, algo inusual en él.

En esa conversación tuve noticia por primera vez de las andanzas de un antiguo amigo suyo llamado Guille, un medio artista que deambulaba alcoholizado por el mundo. Al conocer mi vocación, fue tal el pavor que sintió mi padre al imaginarme siguiendo sus pasos y en similar situación ―por más que sepa que ni el olor soporto del alcohol―, que en ese brote de desmedida locuacidad incluso me desveló que el tal Guille había rondado con insistencia a mi madre hasta que ella le dio calabazas. Y conocer ese detalle aumentó mi curiosidad.


La rondó, según he podido saber, con esa forma entre tímida y desdeñosa con que Guille se acercaba a las mujeres que le gustaban, esperando que cayesen a sus pies como la fruta cuando madura. Alguno de sus antiguos amigos sostiene la hipótesis de que Guillermo nunca se enamoró de nadie, y que si después perdió tan locamente la cabeza por Sagrario no fue sino porque ella, durante un tiempo, pareció corresponderle y fue el espejo que él buscaba con desesperación.

Por esa charla supe que Guillermo, antes de enamorarse de Sagrario, había cortejado a mi progenitora. Poco me aclaró ella, mi madre, cuando le pregunté. Acariciándome la cabeza se limitó a comentar que Guille era muy sensible y desbordaba imaginación, y que le habría ido mejor si no hubiera estado tan pendiente de la impresión que causaba en los demás.


Y desde entonces, quizá por el morboso pensamiento de que a punto estuvo mi madre de ocupar el dudoso sitial por el que luego pasó su amiga Sagrario, sentí crecer la obsesión por saber más sobre aquel hombre. A veces me descubría escudriñando rincones, armarios y espejos a la búsqueda de un improbable vestigio de su breve estancia en mi casa. Mi amigo médico conocía ese interés, y por eso me avisó cuando reparó en el nombre y apellido de su paciente.

Acudí enseguida, pero ni siquiera pude hablar con él. Lo vi intubado, a través de un cristal. Su salida del coma coincidió con un inexcusable viaje que interrumpí cuando mi amigo llamó de nuevo para anunciarme su muerte...


Según relata uno de los amigos de mi padre, que lo encontró en el extranjero diez años después de su descenso a los infiernos, el alimento de Guillermo se reducía a coñac barato, lamentos y vino. Continuaba con el reloj parado, aunque ya no pensaba en el vino como problema sino como su sombra. A su genial film y a Sagrario los había dado definitivamente por perdidos, más cuando supo que ella había rehecho su vida, vivía con un hombre y era madre de una niña.

En la grabación se aprecia como si los jóvenes fueran a perdonar la siguiente coz para tomarse un respiro: uno se pone en jarras tras ajustarse el pañuelo que oculta su rostro; el otro se alisa la camisa y se estira el pantalón. Se les nota sudorosos. Pero, sin duda, repiten la pregunta una vez más, porque Guillermo Barea no puede reprimir otro esbozo de carcajada que al instante aborta el zapatazo que hace crujir su espalda. No incluye sonido la filmación, pero la brutalidad de ese golpe, créanme, incluso después de haberlo visto tantas veces, sigue produciéndome escalofríos. Desmadejado en el suelo, posiblemente quiera perder el sentido y acabar de una vez, pero al instante recibe otro porrazo que retumba en su pecho sin dejarle reír a sus anchas.

A esas alturas de la paliza es claro que le resulta ya imposible gritar: el dolor de los golpes que está recibiendo sepulta mejor que los calmantes que le dio mi amigo los que el tumor arranca de sus tripas.


Tras enterarse por el doctor de la fecha aproximada de su muerte, Guillermo Barea ―con los andrajos malolientes con que nueve días antes había sido recogido en Santo Tomé― se disponía a salir del hospital con destino a ninguna parte cuando de nuevo se cruzó con mi amigo, que al verle hizo un gesto de fastidio antes de tomarlo del brazo y hacerle volver.

Rogó a una enfermera que se ocupase de proporcionarle ropas y adecentarlo. Tres horas después, Guillermo Barea abandonaba el hospital enfundado en un traje gastado y holgadísimo para su delgadez esquelética, pero afeitado y limpio, con pastillas para mitigar el dolor durante diez días y cincuenta euros en el bolsillo.

Tras dejar atrás las avenidas de Barber y de la Reconquista, comenzó a trepar hacia la ciudad antigua, por si encontraba dónde dormir. A mitad de trayecto, junto a la Puerta de Bisagra, compró un tetrabrick de vino. Según afirma el tendero que se lo vendió, al principio pidió dos pero, quizá por no cargar con tanto peso en la subida por el Cristo de la Luz, cambió de opinión sobre la marcha.

Tuvo suerte y cuando llegó al albergue de transeúntes encontró plaza y, lo que aún es más sorprendente, no había terminado de beberse el vino. Eso lo supe por un gallego errante y filósofo que compartió con él camino, confidencias y mucho, muchísimo vino durante años, y además le acompañó en su última noche.

Dice el gallego que cuando paseaban por las avenidas más céntricas de las grandes ciudades, Guillermo, sosteniendo en sus manos temblorosas una gastada fotografía, perdía su mirada en los cartelones que anunciaban estrenos cinematográficos en los que aparecía el rostro de una mujer morena.

La siguiente embestida ―seguro que Guillermo Barea no lleva la cuenta, yo sí: es la decimoquinta― la nota sin duda más dentro que las anteriores: le falta el aire, tose sangre y se asfixia. Confrontando la grabación con la autopsia, el hueso astillado de una costilla ha debido de perforar la telilla protectora de un pulmón, y la sangre que deambula errática por el interior de su tórax comienza a encharcarlo.


Aquella su última noche en el albergue y entre los vivos apenas cenó, porque el dolor, pese a los calmantes, se le hizo insoportable. Se acostó vestido. El gallego le oyó gemir mucho tiempo, y rogar en susurros hasta la madrugada porque se le hicieran cortos los dos meses que le quedaban por sufrir los mordiscos de la bicha que le comía. Al clarear remitieron los dolores y cambió de tema: le dio por lamentarse de sus treinta años sin risa. ‘Vaya vida desperdiciada’, se quejaba, ‘tanto tiempo sin reír’.

Es probable que los sucesivos porrazos apenas los sienta. Ojalá haya sido así. Es ya un guiñapo y no ha terminado de quejarse por el anterior cuando recibe el siguiente golpe, pero no deja de carcajearse en silencio ―su boca partida no da para más― porque esos idiotas siguen preguntándole una y otra vez lo mismo.


En el albergue amaneció cansado y sin vino, pero sin mucha preocupación porque aún tenía cuarenta y nueve euros en el bolsillo. Al incorporarse en la cama sintió un roce: bajo el forro de la chaqueta percibió un pequeño objeto. Introdujo la mano en el bolsillo, localizó el descosido y rebuscó: sacó una tarjeta de crédito que sostuvo en su mano temblorosa.

Con semblante sonriente se la mostró a su compañero, que le observaba en silencio. Presumió de haber llegado a utilizar muchas como esa en mejores tiempos. Señaló en la tarjeta, antes de levantarse, el logotipo de la entidad: una de sus oficinas estaba en la plaza de la Merced, muy cerca del albergue.

Apenas desayunó, desganado y encogido, y comentó que el doctor ―mi amigo― había sido un certero augur de los dolores que se le avecinaban. Se tomó más calmantes de los que tenía prescritos y citó al gallego en una tienda para comprar vino. Luego, a pasos cortos salió hacia la sucursal bancaria con la intención de devolver la tarjeta, aunque la suponía caducada.

Sin embargo, al llegar a la oficina la encontró cerrada y echó de menos el trasiego habitual de la calle. Entonces se abrió la puerta y apareció una chica que, al notar su desconcierto, comentó que era el día de San Ildefonso, fiesta local, y que los bancos no abrían. Ella, la muchacha, me confiaría más tarde que no recordaba haber afrontado nunca una mirada tan turbada. Él, probablemente, pensó que sufría una alucinación al encontrarse con la mujer con la que se había casado treinta años antes: la chica es el retrato vivo y andante de su madre.
Por su parte, el filósofo gallego, cuando días después se la presenté, aventuró que en ese encuentro Guillermo Barea había vuelto a quedar preso de sus ojos ―tan almendrados y hondos como en sus delirios describía los de Sagrario― y de su boca ―tan prometedora y carnosa como la evocación que tan a menudo hacía de la de quien había sido su mujer.

La muchacha sostuvo la pesada puerta de madera maciza, para facilitarle la entrada hacia el cajero. Es el momento en el que Guillermo Barea, con su traje plagado de arrugas, entra en plano sin dejar de mirar hacia la puerta. Casi se trastabilla, porque demasiadas emociones se le deben de agolpar de pronto en el pecho y entre las sienes, al tiempo que el mágico sonido de la voz de su amada, que no creía posible volver a escuchar, continúa revoloteando en sus oídos.

La chica se despide con una sonrisa y la puerta se cierra. Guillermo Barea queda, una vez más, solo. Más solo que nunca queda. En el vídeo se le observa más de un minuto inmóvil en el centro de la estancia, como pasmado, como si su alma se hubiera marchado con la presencia que se ha ido, y la inexpresividad de su rostro expresa, al menos en ese momento, menos angustia que desolación. Sus manos aletean como aves ciegas intentando, sin conseguirlo, encontrarse. Se le deben de venir tantas cosas a la cabeza que no puede concentrarse en una sola.

Después parece recordar por qué llegó allí. Avanza hacia la puerta interior de la oficina, sin duda para deslizar la tarjeta por debajo. Pero no lo hace. Se agacha con dificultad, como si los dolores perforasen sus entrañas, y se sienta en el suelo porque, probablemente, la cabeza le da vueltas.

Se ve a continuación, por la izquierda del plano fijo, cómo se abre la puerta y entran sus verdugos. Son dos, fornidos y muy altos. Ocultan sus rostros con pañuelos pero llevan al aire sus cráneos rapados, lo que fue decisivo para identificarlos. Le alzan sin contemplación y lo empujan contra la pared. Registran sus bolsillos, se guardan el dinero que encuentran y le ponen la tarjeta de crédito frente a los ojos. Y entonces, a esa conclusión he llegado, hacen por primera vez la pregunta que lo desternilla:

Guillermo Barea ha pasado muchos años en la calle siendo un Guillermo cualquiera ―recuperó el apellido y algo de su dignidad cuando mi amigo le anunció la fecha de su muerte―, y ha conocido gente de todas las calañas: desde el primer momento sabe que, además de altos, jóvenes y fuertes, son unos asesinos.

En cuanto ve la expresión de sus ojos sabe que no saldrá vivo de aquel vestíbulo, y al escuchar su pregunta recuerda de nuevo que hace más de treinta años que no ríe. ¡Vaya desperdicio, media vida sin reír! Cuando le exigen la contraseña de la tarjeta, como quien se agarra a un clavo ardiendo, Guillermo Barea echa mano del sarcasmo para recuperar la risa: un triste sarcasmo es lo único que ha podido conservar en treinta años de infierno. En vez de explicarles que la tarjeta no es suya, comienza a reír por el malentendido, y se empeña en no dejar de hacerlo durante los tres minutos que dura la paliza…

Durante esos tres minutos, Guillermo Barea disfruta un patético sucedáneo de la felicidad: sabe que se ahorra dos meses de dolores y, para colmo de dichas, recupera su risa. Y quizá muera sin darse cuenta de ello, pero al fin, aunque en vídeo, completa su película.

Abre el párpado del ojo que tiene menos herido y a cámara lenta ve acercarse a su entrecejo la puntera de una bota militar. Y medio segundo antes del fundido en negro con que se cierra su vida, consigue componer una mueca que remeda su olvidada y juvenil sonrisa...


Ya está contada la historia, ya puedo descansar. Quizá los verdaderos sentimientos de Guillermo Barea, aquel fugaz huésped de mis padres, en cuya casa apenas se alojó durante dos meses, no fueran como los he interpretado, pero tras meditar mucho sobre ello tengo la convicción de que sí.

Ahora les dejo, llevo largo rato escribiendo y hay un lienzo que me espera a medio terminar. Ya ven, además de escribir, tengo afición a pintar. A mi madre, aunque no dice nada, le gusta cómo está quedando mi cuadro, y noto que cuando pasa frente a él se le vidrian levemente los ojos. Mi padre lo evita y lo mira de lejos y con recelo: está muy serio últimamente papá.

Cuando lo acabe quizá llame a mi novia. Se llama Sagrario y es preciosa: tiene la boca prometedora y carnosa, y sus ojos son hondos y almendrados como lo fueron los de su madre.

A ella y a mis amigos intentaré convencerles de que me ayuden a rodar ese cortometraje que me ronda la cabeza y que, con seguridad, será una sensación mundial. Aunque, pensándolo mejor, antes de seguir pintando voy a ponerme otra rayita de coca, para que me mantenga entonado y risueño, mientras vuelve la inspiración.

Ya les contaré cómo me va…

1 comentario:

  1. Me has dejado clavada a la silla desde el primer momento y al final me he quedado siquiera sin pestañear por lo que unos párrafos antes se intuye, sin querer creerlo, acerca del narrador.

    Es muy original la forma de contar la historia y el paralelismo de los golpes de la vida de Guillermo y los de su final. Además, la profundidad emocional que desprende el retrato que haces de él ofrece mucho más que contar; como dices, puede perfectamente convertirse en una novela corta, así que te animo a escribirla.

    N. M.

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